Regreso a Florencia ya entrada la noche después de haber pasado seis dias en Roma. En Castel Gandolfo para ser precisos. Como los papas, antes de que Francisco se impusiera una austeridad espartana en la que no hay lugar para vacaciones y, menos aún, en la suntuosa villa pontificia que hiciera constrtuir su predecesor el papa Barberini a mediados del Seicento al sudoeste de la urbe, junto al lago Albano, en la región de los Casteli Romani.

Castel Gandolfo. Vista general
Días de paz y sosiego en Castelromano, una villa que por poco no se atreve a competir con la de los pontífices. Al menos en cuanto a sus jardines y su monumental fachada. El interior ya es otra historia. Nos hemos reunido un buen grupo de amigos, italianos la mayoría, con la intención de comenzar el año con fuerzas renovadas. Una ocasión para saludar a viejos conocidos y hacer nuevas amistades. Entre otros Greg Burke, un periodista americano llegado a la ciudad eterna como corresponsal de la Fox News Channel que es ahora asesor de comunicaciones de la Secretaría de Estado del Vaticano. Su nombre está en boca de todos como futuro portavoz del papa Francisco en sustitución de Federico Lombardi. ¡Veremos! Este papa resulta imprevisible y su estilo de comunicación no parece muy necesitado de un portavoz.
Mi plan inicial era haber viajado con Angelo Pasini, un ingeniero aeroespacial que enseña en la universidad de Pisa y se aloja como yo en la Academia dei Ponti. En realidad, fue él quien me animó a acompañarle a este encuentro. Pero los planes se torcieron y en el último momento decidió renunciar. Acaba de obtener un puesto como ricercatore y al director de su departamento no se le ocurrió mejor idea que convocarlo el 2 de enero para asignarle sus nuevas tareas. Siento tener que decir esto y espero no ofender a mis muchos amigos y colegas italianos, pero lo cierto es que, el sistema universitario en Italia resulta humillantemente jerárquico. Los profesores ordinarios (algo así como los catedráticos en España) tienen via libre para comportarse, si así lo desean, como auténticos déspotas y al resto no les queda más que bajar la cabeza sino quieren poner en riesgo sus carreras. El resultado es un sistema de asignación de plazas opaco y clientelar basado en el principio de autoridad que resulta castrante para el debate intelectual. No me extraña que muchos jóvenes talentosos decidan hacer las maletas y probar suerte en universidades de otras latitudes. No es que la situación es España sea para echar cohetes, pero, sinceramente, creo que en este punto todavía hay diferencias. En mi propia facultad enseñan profesores de diversos países, algo que en Italia sería impensable.
Espoleado sin duda por la mala conciencia, Angelo se ofreció el pasado día 1 de enero a acompañarme en coche a la estación de Santa Maria Novella. No dejó de disculparse hasta el último momento mientras repetía una vez más las instrucciones para tomar el tren regional que desde Roma Termini me conduciría a Castel Gandolfo. Tenía que tomarlo en el andén número ocho y bajarme en la estanción de Marino Laziale donde me quedaría un cuarto de hora a pie hasta la villa de Castelromano. El tiempo para realizar el trasbordo era muy justo y, por supuesto, lo perdí, de modo que llegué a Marino Laziale, que resultó ser una estación en medio de la nada, o así me lo pareció a mi por lo despoblado del lugar y la escasa iluminación, mucho más tarde de lo que tenía previsto. ¡Y me volví a perder! Esta vez en medio de lo que parecía un parque solitario. Menos mal que en el momento más crítico apareció Andrea, procedente de Bari, que se dirigía al mismo lugar que yo y me invitó a subir en su coche.
Ya sé que la frase suena a tópico, pero, lo cierto es que necesitaba estos días de desconexión. La investigación puede llegar a ser una tarea obsesiva. Un cepo que te agarra el cerebro y se resiste a abandonar la presa por más que lo intentes. Regresan las dudas del mes de septiembre. ¿Era necesario establecerme once meses en Florencia para realizar el estudio que me propongo? ¿Estoy siguiendo la estrategia adecuada? ¿No será que estoy perdiendo el tiempo entreteniéndome en mil problemas que quizá son secundarios para mi objetivo? Le doy a estas cuestiones durante mis paseos por los jardines de Castelromano que, según se desprende de los blasones pintados al fresco en la bóveda del hall de entrada de la villa, muy modificado con el tiempo, fue la residencia estiva de un noble romano cuyo nombre todavía no he logrado averiguar.
Sobre todo, me planteo, ¿debo seguir escribiendo este blog? Cuando tomé la decisión de hacerlo, pensé que iba a ser una distracción para ratos muertos. Pero me está consumiendo una gran cantidad de horas y energías. Y me exige una reflexión sobre mi propia actividad que, en ocasiones, no hace sino incrementar mis dudas. Se lo he consultado a Toni Gañet, que es mi “asesor técnico” con el wordpress. «Deberías escribir menos entradas y concentrarte más en Eleonora», me aconseja. No es exactamente lo mismo que me dice Fernando Sánchez Marcos: «piensa que la historia es un saber cognitivo-existencial y que cuanto más consciente seas de tu propia posición como observador más autenticidad tendrá tu trabajo». Mi problema principal es que empiezo a escribir y no sé parar. Necesito contar detalles que seguramente resultarán banales para quienes leáis estas páginas pero que, para mí tienen mucho significado. ¿Quizá debería señalarme un límite de palabras para cada entrada? Con el tiempo (y la intransigencia de Isabel Gómez Melenchón, la editora de mis artículos en el diario La Vanguardia) he aprendido lo saludable que puede llegar a resultar la tarea de podar los textos antes de darlos por buenos. Pero también lo extremadamente penosa que resulta esta práctica.
Mis dudas aumentaron los días pasados mientras cumplimentaba los documentos para solicitar el reconocimiento de mi investigación. Desde luego, para el misterioso comité evaluador de la CNEAI, todo el tiempo dedicado a esta tarea es tiempo perdido. Lo que ellos quieren son artículos con muchas notas a pie de página publicados en revistas indexadas con supuestos criterios científicos. Artículos que, por supuesto, no van a leer nunca. A sus ojos, esto que estoy haciendo es pura literatura. Divulgación sin valor científico, según la terminología que suelen emplear en sus informes. Discrepo profundamente y creo que, después de tantos años dedicado a este oficio, me he ganado el derecho a tomar mis propias decisiones. Me importa un bledo lo que puedan pensar burócratas ignorantes.
La región de los Castelli Romani ha sido desde la antigüedad, una de las vías de escape predilectas de los próceres romanos atraidos por su clima templado, la fertilidad de su tierra volcánica y las múltiples actividades recreativas que ofrecen sus dos lagos, Nemi y Albano, que ocupan el boquete de lo que fueron en su día dos inmensos cráteres. Algunas de las poblaciones que salpican sus colinas (Ariccia, Grottaferrata, Rocca di Papa…) han logrado resistir con éxito razonable la presión urbanísta y conservar una atmósfera entrañable que combina modestas viviendas lugareñas con enormes caserones señoriales y monumentales iglesias de los mejores arquitectos del barroco. Todo ello no ha bastado para sacarme de mi retiro en Castelromano. Quizá porque durante los últimos meses la retina se me ha adaptado a las formas livianas del Renacimiento toscano y ahora me resultan extremadamente pesados los volúmenes contundentes del barroco romano. El caso es que hasta esta mañana, cuando ya era demasiado tarde, no he empezado a sentir remordimientos por ello. «Dentro de unos meses me culpabilizaré de no haberme llegado siquiera a Castel Gandolfo», me ha pasado por la cabeza. Así que después de desayunar he decidido desafiar las amenazantes nubes y darme un paseo hasta el centro de la pequeña población, insolentemente dominada por la majestuosa villa pontificia y la iglesia de Santo Tomás de Villanueva, diseñada por Bernini.
“In questa casa immagino’ e scrisse cose immortali Volfgango Goethe”, reza una placa junto a la puerta de la villa Cybo situada en la cuesta que conduce a lo alto de la población. Ignoró si realmente escribió cosas inmortales, pero de lo que estoy seguro es de que Goethe, que visitó esta región en 1786, supo apreciar la pureza de su atmósfera: “sui colli, ad Albano, a Castelgandolfo, a Frascati, l’aria è costantemente pura e limpida”, dejó escrito en su Viaje a Italia. Quizá porque venía de respirar el pestilente aire romano.

Befana de Castel Gandolfo
“Alle ore 10,00 presso il monumento dei caduti in via Nettunense Vecchia arriverà la Befana che distribuirà caramelle a volontà”, anuncia un pasquín arrugado por la lluvia de los últimos días. Ahora entiendo la creciente animación que se percibe a medida que me acerco a la piazza della Libertà, el cogollo de Castel Gandolfo. Ahí está, fea como ella sola, espantando niños y deleitando adultos, la bruja Befana. Todavía no he conseguido escuchar dos versiones iguales sobre el origen de esta tradición, tan popular en Italia, asociada a la fiesta de la Epifania. ¿Se la encontraron los Reyes Magos camino de Belén y les indicó la ruta para llegar a su destino? ¿Es, en realidad, una encarnación del año recién acabado y la conveniencia de comenzar de nuevo quemando el pasado? Desde luego, ni punto de comparación con la majestuosidad de las cabalgatas de reyes (por desgracia, cada vez más horteras) típicas de España. Una tradición que, por cierto, comenzó en Florencia, una de las pocas ciudades italianas donde se sigue celebrando cada año. Por eso, ahora me arrepiento de no haber planificado el viaje de regreso con tiempo suficiente para verla.