Me siento frente a mi escritorio en la Biblioteca Berenson. Antes de sumergirme en la pantalla del ordenador tomo una fotografía del paisaje que se divisa a través de la ventana: los olivos a los dos lados del seto que separa la villa de los campos de labranza y los cipreses en el fondo escalando la colina de la Vincigliata bajo un cielo todavía tibio que anuncia otra jornada de sol. Quisiera hacerlo a diario y fundir todas las fotografías en una única secuencia cuando recoja mis enseres dentro de diez meses. Paolo, el bibliotecario siciliano que a esta hora de la mañana está devolviendo los libros a los anaqueles, me observa con curiosidad. ¡Un loco más de los muchos que pasan por aquí!, debe estar pensando. Quizá no se equivoca.
Invierto las horas a tratar de poner orden en las notas de las lecturas sobre Eleonora que he tomado en los últimos años. «Un historiador vale lo que vale su fichero me dijo alguien mientras hacía la tesis doctoral». Aunque no comparto esta idea sí que estoy de acuerdo en que un fichero ordenado facilita mucho la labor de escribir. Se trata de una tarea ingrata. Me gustaría empezar directamente con algunas lecturas que ya he localizado en la biblioteca Berenson. “Cuando llegues a la biblioteca no consultes nunca lo que no tenías previsto para ese día”, fue otro de los consejos que me dieron cuando empezaba en este oficio. Con esto sí que estoy completamente de acuerdo y se lo he repetido con frecuencia a mis estudiantes de doctorado. Uno de los riesgos de trabajar en una biblioteca como esta es la dispersión. ¡Hay tantos libros interesantes que uno desearía sacar de la estantería para llevárselos a la mesa de trabajo! De hecho, es lo que veo que hacen algunos de mis colegas que a penas consiguen asomar la cabeza entre las montañas de libros que les rodean. La disciplina no es uno de mis puntos fuertes pero este año he decidido aplicarme a ella. Así que a clasificar los centenares de entradas que componen mi fichero de Filemaker.
Son casi las 7 de la tarde cuando abandono la biblioteca y enfilo el camino de tierra que, entre los campos de olivos y el muro de piedra del edificio donde trabajo, desemboca en el portón de la villa. El sol se oculta tras las suaves colinas que cubren las espaldas de Settignano pintando el paisaje con un rojo intenso. El verano está dando sus últimos coletazos y el otoño anuncia su llegada. ¿Cómo será el otoño en la Toscana? Conozco bien sus tórridos veranos y tengo alguna experiencia de los inhóspitos inviernos. Pero nunca antes había estado en otoño. Repentinamente me invade la sensación de lejanía. Hasta ahora no caigo en la cuenta de que hoy es el primer día de clase en mi universidad. De no haber estado aquí, hoy a las 15:30, como cada año en los últimos cursos, habría entrado en el aula 212 para comenzar la asignatura Pensar la Historia dirigida a los estudiantes del primer año. Como si de un mal pensamiento se tratara trato de despejar las dudas sobre lo acertado de mi decisión que ya me asaltaron durante la travesía en barco. Pero sería imperdonable que no aprovechar al máximo esta oportunidad.
Interrumpen estos pensamientos el sonido de unos pasos acelerados que revelan la intención manifiesta de alcanzarme por parte de alguien situado tras de mí. Me giro. Quien se acerca es un joven alto, delgado, pelo corto, barba poblada, mentón prunciado, sonrisa amplia y mirada alta tras unas gafas grandes de pasta oscura. “Ciao, soy Diego, Diego Pirillo. Todavía no nos habíamos saludado”. Tienes razón y lo siento, le respondo. Estoy conociendo tanta gente nueva que todavía ando un poco desorientado, trato de excusarme. “No te preocupes. Nos pasa a todos”. “Es difícil asimilar tantas novedades en poco tiempo”. Agradezco la comprensión. “Dijiste que venías de Barcelona, ¿verdad?, continua sin darme tiempo a más excusas. Si, le respondo. Y por lo que veo tú eres italiano. Sí, me responde. “Estudie en la Scuola Normale Superiore de Pisa pero llevo algunos años trabajando en los Estados Unidos. He pasado por varias universidades y ahora estoy en la de Berkeley. Mientras me explica, trato de recordar sus intereses de investigación. Sino estoy equivocado, tratan sobre el papel de los protestantes italianos en los intercambios diplomáticos entre Florencia, Venecia y Londres durante los años posteriores a la ruptura religiosa de Enrique VIII de Inglaterra. Así es, me confirma. En realidad trabajo en un centro dedicado al estudio de las religiones y me interesa la diplomacia interconfesional en la época de la Reforma Protestante.
Hemos llegado al estacionamiento de mi moto. “Seguiremos hablando”, me dice. ¿Vas a la ciudad?, le pregunto. ¿No vives en la villa?. No. Estoy recién casado, he venido con mi mujer y hemos preferido alquilar un apartamento en la zona de Porta Romana. Ella no quería quedarse aislada en medio del campo. ¡Al menos no soy el único que piensa así!
Mientras regreso a la ciudad le doy vueltas a lo que me ha contado Diego. El suyo es un caso característico de una situación que en los últimos años se ha vuelto cada vez más habitual: la de jóvenes investigadores y docentes europeos que han tenido que buscarse la vida en otras latitudes. Durante tiempo en los Estados Unidos y, cada vez más, también en Australia. En la VIT hay varios ejemplos de ello. Entre los historiadores Italia ha sido durante años el principal país exportador pero recientemente España ha comenzado a pisarle los talones. No dispongo de ninguna estadística que me permite afirmar esto; me baso simplemente en la filiación académica de los participantes en el meeting anual de la Renaissance Society of America, el encuentro mundial más numeroso en mi ámbito. Un simple vistazo permite confirmar esa impresión.