Faltan pocos minutos para las 5 de la tarde. Estoy solo en la pequeña biblioteca de la AdeiP. Una hora inusual ya que no acostumbro a llegar antes de las 7. Pero hoy ha sido un día diferente. Acabo de despedirme de Franco Benigno, que debía tomar el tren de regreso a Roma, en la plaza de la catedral. Como era demasiado tarde para llegarme hasta la VIT he decidido aprovechar para escribir esta entrada. Quisiera acabarla antes de la cena pero no estoy seguro de poderlo conseguir. En comparación con las de los primeros meses del curso, últimamente estoy escribiendo algunas muy largas. Cada vez os cuento menos de mis experiencias y más de las de Eleonora. Decidí hacerlo así después de navidades. En parte porque a medida que transcurren los meses mi vida en Florencia ha entrado en una cadencia con pocas novedades reseñables. Pero, sobre todo, porque quisiera aprovechar la escritura de este blog para ir ordenando el magma de informaciones dispersas que tengo sobre ella.
Como os decía, la de hoy ha sido una jornada diferente. La semana pasada recibí una llamada de Franco anunciándome su venida con motivo de una actividad del programa conjunto de doctorado de las universidades de Téramo y Florencia. Quedamos en vernos. Confieso que este es uno de los muchos aspectos de la organización académica italiana, que aunque pueda parecer lo contrario es muy diferente a la española, que todavía se me escapan. Si lo he entendido bien, todo consiste en que los estudiantes de doctorado deben asistir a una serie de actividades formativas pero, como acostumbran a ser un número reducido, las universidades se ponen de acuerdo para ofrecerlas conjuntamente. La de hoy estaba convocada para las 10:30 de la mañana en la Sala Comparetti (hasta hoy no he sabido que Domenico Comparetti fue un reconocido papirólogo que enseñó en la universidad de Florencia durante las primeras décadas del siglo XX) de la antigua facultad de Letere situada en piazza Brunelleschi a pocos metros de la Piazza della Santissima Annunziata.
Quería llegar con antelación para saludarlo antes de que comenzara el acto. Odio retrasarme en los encuentros con mis colegas. Sobre todo porque, como os he comentado en otras ocasiones, me gusta prepararlos mentalmente. Quizá sea una cuestión de inseguridad personal, no lo niego. Pero, una vez más, salí de casa con tanta antelación que a las 9:30 ya estaba en la cercana plaza de San Marco, así que decidí dejar la moto ahí y tomarme un café en el Gran Caffè San Marco. No es que sienta predilección alguna por este lugar, al que vengo con cierta frecuencia. Más bien al contrario, tanto su pretenciosa decoración como su amplia vitrina repleta de coloridos dulces de aspecto artificial, me resultan cargantes. Lo que me atrae de él es que es un punto de encuentro de los pasajeros que aguardan la llegada de alguno de los múltiples autobuses urbanos que confluyen en la plaza. Salta a la vista que la mayoría apenas se conoce pero ello no les impide departir animadamente. Me gusta escuchar sus conversaciones, algo que requiere poco esfuerzo incluso para alguien duro de oído como yo. Sé que suena a sociólogo de pacotilla pero me parece que es un modo de tomarle el pulso a la ciudad.
Armado con mis auriculares escucho las noticias en la radio (una de mis costumbres matutinas que me sirve de paso para mejorar el idioma) mientras paseo hasta la Piazza Brunelleschi entre grupos de turistas que se dirigen a l’Annunziata. Decididamente, el concepto de temporada baja es en esta ciudad una etiqueta sin contenido. Faltan todavía diez minutos para que comience el seminario cuando entro en el edificio de la antigua facultad. No había estado nunca en este lugar con todo el aspecto, a juzgar por el claustro, de haber sido un antiguo convento. No quiero incurrir en las valoraciones fáciles pero, la verdad, a pesar de su aspecto majestuoso, muestra el aire destartalado que caracteriza a tantos edificios universitarios italianos con muros pintarrajeados, papeleras rotas y bancos con desperfectos. Prefiero no sacar demasiadas conclusiones pero lo cierto es que cualquier pequeña universidad de provincias en España, y más todavía si ocupa un edificio histórico, le da mil vueltas por lo que al estado de conservación se refiere a la mayoría de las italianas. Y eso que estamos en Florencia. No sé qué pensarán al ver estos edificios los estudiantes americanos acostumbrados a las despampanantes villas donde se encuentran sus universidades.

Diviso a Franco en uno de los diversos corros esparcidos por el claustro. Nos cruzamos la mirada mientras me acerco. Rápidamente se dirige hacia mí. Apenas tenemos tiempo de intercambiar cuatro frases de saludo. Quedan pocos minutos para iniciar el acto e insiste en presentarme a sus colegas. En el caso de Renata Ago, una de las ponentes con la que he trabajado codo a codo en un proyecto de investigación durante los últimos años, no hacía ninguna falta. Al resto era la primera vez que los veía. Mientras protocolariamente nos damos la mano les informa de que estoy disfrutando de un año sabático en la Villa i Tatti. «Non è male», responde uno de ellos cuyo nombre he sido incapaz de retener. Los demás me observan más bien con indiferencia. Ni tan siquiera se interesan por saber el motivo que me ha traído hasta aquí. Me queda claro: para ellos soy un intruso. Vuelvo a caer en la cuenta de la escasísima relación que estoy teniendo con los investigadores de la Universidad de Florencia, Emanuela Ferreti es la única excepción, y entiendo que muchos de ellos sientan prevención por los extranjeros que venimos a cultivar su predio. Me tranquilizo pensando que en mi caso, nadie se está ocupando de Eleonora.
No hacía falta consultar el programa para saber, teniendo en cuenta que hoy es 8 de marzo, el tema del seminario: Storia delle donne e storia d’Italia. Todo un derroche de imaginación por parte de los organizadores. Un título paraguas de esos que no indican nada y permiten que cada ponente diga lo que le plazca sin necesidad de tener que prepararse. Y los estudiantes, muchos de ellos venidos de diversas ciudades, que para mi sorpresa, tratándose de una actividad de doctorado, llenan la sala de aspecto más bien lúgubre, como pura comparsa. Cometo el error de sentarme en una de las primeras filas. Logro mantener el tipo durante las palabras de la presidenta de la sesión, Silvia Salvatici de la universidad de Milán, y la intervención de Renata que nos habla sobre el entorno material de la mujeres durante la época del barroco, pero no logro evitar alguna que otra cabezada durante el discurso de Simona Feci, de Palermo, cuyo título, “Se i diritti delle donne costruiscono l’Italia: storie e casi”, me resulta, de entrada, más bien enigmático. Estoy preocupado con esto: siempre he tenido dificultades para mantenerme despierto cuando asisto a este tipo de actos por las tardes; cada vez más me ocurre lo mismo también por las mañanas. La última vez que se lo dije a mi médico de cabecera me respondió que quizá tenía apneas del sueño. Me aconsejó hacerme una prueba de esas que te monitorizan durante una noche. Me niego a ello porque me aterra la posibilidad de que me aconsejen dormir con mascarilla. Mientras pueda aguantaré sin ella.
«¿Prefieres que comamos por nuestra cuenta o lo hacemos con los demás?», me inquiere Franco al finalizar la sesión de la mañana. Por supuesto, prefiero lo segundo. Así que me uno a la comitiva que se dirige hacia el restaurante de la via degli Alfani que han reservado los organizadores de la jornada. Aprovecho el trayecto para intercambiar algunas palabras con Renata que, inmediatamente, saca a relucir el estado de las cuentas de nuestro proyecto de investigación. Por lo visto, lo hicimos tan bien, ¡nunca lo hubiera imaginado! que la Comisión Europea decidió concedernos un bono para invertir en actividades de difusión de los resultados. No logro entender todo lo que me dice pero me queda claro que la unidad de la Universidad de Barcelona que yo coordiné recibirá menos de lo previsto porque entre todos tendremos que pagar las deudas de otros grupos que no justificaron adecuadamente sus gastos. A pesar de los años que llevo participando en este tipo de proyectos de investigación financiados, sigo perdiéndome en el laberinto de las cuestiones administrativas. Nunca he puesto demasiada atención en ellas y no sé si quiero empezar a hacerlo ahora.
Por la forma en que nos recibió el camarero, deduje que se trataba de un restaurante frecuentado por los profesores de la UniFi. Además, cuando llegamos estaba todavía vacío, de modo que nos acomodamos en la mejor mesa de la sala que ya estaba preparada. Como mi presencia seguía sin despertar el menor interés por parte de nadie, decidí que lo que me correspondía era sentarme en una esquina y escuchar. Por supuesto, sabía de lo que iban a hablar: de los intríngulis de la vida universitaria lo que, en la práctica, significa de las relaciones de poder en los diversos campus. Es lo que hacemos todos los docentes universitarios. Si alguien pensaba que cuando nos reunimos los historiadores alrededor de una mesa hablamos de historia, andaba muy equivocado. Hablamos de poder. Y enseguida quedó claro que en esta mesa el más poderoso de todos era Franco Benigno. No solo por los hilos que mueve en el sistema universitario de este país sino porque, y eso se puso de manifiesto a los pocos minutos, es una autoridad cuando se trata de hablar del segundo tema que más interesa a mis colegas italianos: la cocina. Para mí oírle pontificar sobre el mejor modo de preparar algunos platos fue una sorpresa relativa. Había descubierto sus habilidades durante una cena en casa de Nicoletta Bazzano y Massimo Gianini en Roma hace ya algunos años. Pero no imaginaba que su maestría llegara a tal extremo.
«No tengo la menor intención de regresar al seminario por la tarde», me anunció así que salimos del restaurante después de haber comprobado que no solamente en España se ha acabado el dinero público para invitar a comer a los participantes en las actividades universitarias. La verdad, tampoco yo tenía el menor deseo de hacerlo, así que sin pensarlo me ofrecí para acompañarle a la «casa d’aste Pandolfini» donde, me dijo, tenía que recoger una pieza que había adquirido recientemente. Me pareció prudente no preguntarle de qué se trataba. Él no sabía como llegar y yo quise dármelas de buen conocedor de la ciudad. Dimos más vueltas de las necesarias. Solo mientras caminábamos por Borgo Pinti llegué a entender que una casa d’aste no era otra cosa que una casa de subastas. Hasta que no estuvimos frente a nuestro destino, situado en el Borgo degli Albizi, 26, no caí en la cuenta. La casa d’aste Pandolfini se encontraba nada menos que en la planta principal del palacio Ramírez de Montalto, un edificio recubierto con los mejores esgrafiados que todavía hoy pueden verse en Florencia, lamentablemente, eso sí, en un estado deplorable de conservación. De todos los españoles que se trasladaron a Florencia siguiendo la estela de Eleonora, Antonio Ramírez de Montalto fue, sin duda, quien alcanzó mayor fortuna. La prueba más fehaciente de ello es el edificio que ahora teníamos frente a nosotros. «Te conviene seguir la pista de su familia», me advirtió Marcello Fantoni durante el encuentro que tuvimos, hace ya algunos años, en su oficina de la Kent State University situada a pocos metros de la Piazza della Signoria. Recuerdo perfectamente que después de nuestra conversación me dirigí directamente al edificio del Borgo degli Albizi. Entré en el patio, que me pareció más bien abandonado, pero no me atreví a subir la escalinata. Resultaba manifiesto que el interior había sido parcelado para alojar oficinas y di por descontada la respuesta que me esperaba si solicitaba visitarlo. Reconozco que me falta atrevimiento para estas cosas. Pero, ¡mira por dónde! ahora se me ofrecía una oportunidad inesperada de hacerlo. Demasiadas expectativas. Nada más pisar el zaguán pude comprobar que, tal como sospechaba, no quedaba ni rastro de su pasado señorial. Salas y pasillos elegantes proyectados sin duda por un estudio caro de decoración pero anodinos e inmisericordes con el pasado.

Antes de despedirnos junto al Battistero de San Giovanni, me preguntó si sabía cuando se iban publicar los resultados del proyecto de investigación que solicitamos el pasado mes de septiembre (La pesadilla de los proyectos de investigación). Me llamó la atención que no lo hubiera hecho hasta ese momento. Quizá por sus pocas esperanzas de obtenerlo. Yo sí las tengo, aunque sé que es mejor no hacerse muchas ilusiones. Quedamos en que le avisaría así que tuviera noticias.
Aunque el camino más corto para regresar al punto donde esta mañana aparqué la moto sería la Via Cavour, decido hacerlo por la dei Servi que comunica directamente la catedral con la Annunziata. El camino que Cosimo y Eleonora acostumbraban a seguir cuando se dirigían a la basílica. A esta hora de la tarde inusualmente tranquila resulta mucho más agradecida para dar un paseo. Pero, sobre todo, me permite entrar, una vez más, en San Michelino Visdomini y plantarme durante unos minutos frente a la Pala Pucci. Es una de mis obras preferidas de Jacapo Pontormo, aunque eso no diga mucho de mi originalidad estética. Es «la pin bella tavola che Mai facesse queso rarissimo pittore», escribió Giorgio Vasari, el maestro de todos los historiadores del arte que, por otro lado, no se cortó un pelo a la hora de poner de vuelta y media otras obras del pintor. Se trata de una sacra conversazione, un tipo de escenas que en Florencia llegaron a ser muy populares ya que permitían retratar a personajes conocidos de la ciudad como si de santos se tratara, en animado diálogo con la divinidad. Soy consciente de que sus figuras artificiosamente alargadas y su composición arbitraria, rompiendo las normas del género, a muchos les produce rechazo. No es mi caso. Me detengo a la salida frente al escaparate de L’affiche illustree, una conocida tienda de posters donde, para mi sorpresa, exponen algunos de los que cuelgan de las paredes de la AdeiP. Mientras tanto, sigo pensando en la animada conversación gastronómica a la que había asistido hace un rato en el restaurante. Mi ignorancia sobre el tema me ha llevado a pensar durante tiempo que hablar de comida era casi una falta de educación. Pero no había más que escuchar hoy a mis colegas para darse cuenta de que se referían a una tradición cultural milenaria. Algo parecido a lo que me ocurrió ayer noche mientras cenaba con Ida e Isaac.

Apenas había vuelto a saber nada de Isaac García Osés desde que, a finales de enero, le presenté a Martha Caroscio en el granaio de la VIT. Ni siquiera estaba seguro de que hubiera permanecido todo este tiempo en Florencia. Desde el primer momento tuve la impresión de que su viaje estaba más relacionado con un requisito de su beca que con un verdadero interés para su investigación. De hecho, me anunció entonces que en pocos días más tarde llegaría su esposa con la que tenia previsto hacer un viaje a Roma. Después de eso, silencio total hasta hace una semana cuando me propuso que fuéramos a cenar juntos esa misma noche. Me pilló por sorpresa y decliné la invitación. Confieso que cada vez me alteran más los planes improvisados. Será, sin duda, que me hago mayor. Quedamos, eso sí, para cenar un día con Ida antes de que él regresara a Barcelona. Finalmente, lo hicimos ayer lunes a pesar de que para mí no es el mejor día de la semana ya que, como os he comentado ya, es cuando nos encontramos todos los residentes de la AdeiP. Y, además, sigue haciendo un frío terrible que no invita precisamente a salir de noche.

Ida se encargó de hacer la reserva. Le gusta elegir los restaurantes y hasta ahora nunca me ha defraudado. Si de mi hubiera dependido, los hubiera llevado a cualquiera de los locales turísticos de pasta recalentada en el centro de la ciudad. Pero ella siempre sabe encontrar ese lugar con un punto de originalidad. Y, ¡por qué no decirlo! en este caso también uno que estuviera cerca de su casa. Así que nos encontramos a las 20:30 en Il Contadino de la via Palazzuolo, un lugar de aspecto rústico, con sillas de madera modelada para recibir la forma del trasero y paredes cubiertas hasta media altura por azulejos blancos coronados por estantes repletos de botellas de vino del Chianti. Con una carta escasa y sencilla de platos locales. ¡Aquí hay que pedir la rebollita toscana! Nos hizo saber con un tono que apenas dejaba opción. Y puesto que tanto Isaac como yo somos dos comensales dóciles, nos lanzamos a por ella ya que, además, venía de perlas para combatir la temperatura. Siempre me ha llamado la atención que una ciudad sofisticada como ésta haya mantenido una tradición culinaria de origen campesino extremadamente humilde.
Las grandes familias florentinas del pasado, empezando por los Médici, que podían mostrarse de lo más refinado en cuestiones artísticas, mantuvieron siempre unos gustos culinarios de gran simplicidad. Si la experiencia de Cosimo y Eleonora puede considerarse representativa, mi conclusión es clara: lo importante para ellos no fue tanto la elaboración como la calidad de los productos.
Interesado como estaba en otras cuestiones, no me había dado cuenta hasta hace poco de la cantidad de información relacionada con los alimentos que he ido acumulando. Claro que en parte eso resulta lógico teniendo en cuenta que el abastecimiento de la mesa era una de las exigencias más perentorias en una corte itinerante como la suya.
La alimentación ha sido en los últimos años uno de los temas de moda entre los historiadores interesados por la vida cotidiana del pasado. Confieso que nunca me ha motivado demasiado. Quizá porque lo poco que he leído y oído a algunos de mis colegas que se dedican a ella en la Universidad de Barcelona, me ha parecido una colección de banalidades. Curiosidades sobre si comían esto o lo otro, el modo como se preparaban las viandas o el orden en que se servía la mesa de los poderosos. No sé si tiene algo que ver el hecho de que todos ellos sean amantes del buen yantar. Mi impresión es que han sido los antropólogos quienes han realizado las aportaciones más interesantes al respecto. Tengo que encontrar el momento para hablar con Allen Grieco sobre todo ello.
Soy consciente, por otro lado, de los límites de mi información, basada en las cartas de los secretarios solicitando determinados alimentos o dando cuenta de su llegada. Quizá porque el abastecimiento era su objetivo principal, apenas incluyeron noticias sobre el modo de cocinarlos. Pero, al menos, dan buena cuenta de los productos que más apreciaron y las dificultades para obtenerlos. Y si algo queda claro es que la buena fruta y las hortalizas, eran mucho más difíciles de conseguir que la carne o el pescado. Mención aparte merece el vino, pero de eso prefiero hablaros en otro momento.
No me puedo imaginar que nada les pudiera satisfacer más
En un mundo como el nuestro en el que la obtención de productos de calidad razonable resulta tan sencilla como bajar al súper de la esquina, resultan sorprendentes las dificultades que los duques de Florencia podían llegar a encontrar para abastecerse de alimentos tan básicos como frutas y hortalizas. Tanto daba que Cosimo y Eleonora tuvieran a su disposición magníficos palacios y villas campestres, que contaran con los servicios de algunos de los mejores artistas del momento o que pudieran lucir los vestidos y joyas más deslumbrantes. Al final, pocas noticias podían causarles tanto regocijo como la de la llegada de unos buenos melocotones.
Conociendo de antemano el entusiasmo con que iban a ser recibidas sus servidores se apresuraron a anunciar las buenas nuevas en forma de viandas. «Así que se levantaron esta mañana les presenté las ostras que llegaron ayer noche», escribió el secretario ducal y obispo de Marsico Marzio Marzi, el 16 de enero de 1543 (ASF, MdP /5969/3/151). «El sábado pasado (vigilia de Navidad) llegó a Livorno la cesta de trufas […] que sus Excelencias recibieron con grandísima fiesta […] que le prometo que no podía haber mayor alegría […] Me dijeron que no las habían comido nunca tan frescas y le estuvieron muy agradecidos», había escrito unas semanas antes Girolamo Marinozzi a Pierfrancesco Riccio (ASF, MdP, /6086/7/391). “A las tres de la noche llegó el cesto con las ostras cuando ya Sus Excelencias habían cenado […] aun así, entré en la habitación donde se encontraban para presentárselas. El señor duque me preguntó quien las había mandado. Enseguida se puso a observarlas junto a la señora duquesa y me las hizo guardar para la mañana siguiente. Cuando regresé a la cocina me encontré con el mazo de espárragos que acababa de llegar e inmediatamente se lo llevé a la mesa tal como estaban […] e hicieron mucha fiesta diciendo que venían muy bien preparados (Girolamo de Marinozzi, el 24 de marzo de 1545. ASF, MdP /7167/6/299).
La pregunta de Cosimo sobre el remitente de tales manjares no era simple curiosidad: como bien sabían el mayordomo Riccio, el embajador Pirro Musefilo, el médico Andrea Pasquali o el secretario del consiglio Pietro Camaiani, entre otros muchos de los que regularmente les mandaron viandas, este tipo de servicios iban a encontrar siempre su recompensa.
Ni que decir tiene que, entonces como ahora, las ostras, las trufas o el caviar que, aunque esporádicamente, hizo también acto de presencia en la mesa ducal, eran exquisiteces de éxito asegurado. Pero Cosimo y Eleonora valoraron igualmente ofrecimientos en apariencia mucho más sencillos. «Esta mañana, mientras SE (Sus Excelencias) estaban comiendo, llegaron dos cestos enviados por SV (la Signoria Vostra, el tratamiento con el que se designaba habitualmente a Riccio), uno con unas truchas bellísimas y otro con pepinos muy buenos y prometo que no me puedo imaginar que nada les hubiera podido satisfacer más cuando se los presenté […] sobre todo a la señora duquesa que dijo que ciertamente tenía grandísimas ganas de comer pepinos como estos» (Girolamo Marinozzi en Pisa el 26 de mayo de 1546. ASF, MdP /20735 /3 /12). «Recibí una gran cesta de melocotones que envió SV de parte del señor Pirro Musefilo. Lo presenté a SE durante la hora de la cena. Así que comenzaron a comerlos, dijeron que nunca los habían probado mejores en la vida y lo mismo dijeron los señores que se encontraban con ellos en la mesa» (Girolamo Marinozzi en Poggio a Caiano en 1549, sin fecha. ASF, MdP 1171/5 /203). «Ayer tarde a las dos de la noche recibí una carta de SV junto con las peras y las trufas que presenté a SE cuando estaban plena cena de San Martino (en lo mejor de la batalla y buena cena, es la expresión empleada). No le podría decir a SV con cuanta buena gana fueron recibidos (Girolamo Marinozzi en Pisa el 12 de noviembre de 1546. ASF, MdP 1172/ 5 / 40).
Estas manifestaciones de alegría no lograban ocultar lo que para sus autores era considerado sin duda como un pequeño triunfo personal. Todos ellos sabían que el clima que se respiraría en la corte iba a ser mucho más reconfortante si lograban que la mesa de sus señores estuviera bien abastecida. En consecuencia, ésta llegó a ser una de las principales ocupaciones del mayordomo ducal y de los secretarios que viajaban junto a sus señores, tal como queda reflejado en su cotidiano intercambio epistolar. Y, por supuesto, la prueba de fuego para el scalco. Si bien originariamente su misión había consistido en trinchar la carne en la mesa de sus señores, en la casa de Cosimo y Eleonora fue el responsable de coordinar todo lo que tenía que ver con la alimentación. Es una lástima que apenas sepamos nada de estos esforzados servidores de paladares tan exigentes más allá del breve artículo que les dedicó la estudiosa japonesa Yoko Kitada («Manager of the Court meal. The Scalco in the Court of Florence», The bulletin of Arts and Sciences, Meiji, 445 (2009), pp. 117-137).
Obsesionado como estaba por su seguridad (y tenía buenos motivos para ello a juzgar por los atentados de que había sido objeto) Cosimo lo vio claro desde el primer momento: un cargo que tenía en sus manos la posibilidad de envenenarle no podía ser ocupado por florentinos. Nunca se sabía donde podía haber un republicano agazapado. Y aunque encomendó esta tarea a Mariotto Cecchi, el responsable del guardaroba (el almacén de objetos personales de los duques) o a Antonio Ciarro, el cocinero seguramente español que Eleonora se había traído desde Nápoles, su confianza recayó ininterrumpidamente en Girolamo Marinozzi, originario de Ancona, cuyo hermano Leonardo desempeñaba otra destacada función en el servicio doméstico como era la de chamberlain. Su nombre aparece ya en algunas cartas de 1540 como scalco segreto (que para el caso significa lo mismo que particular) y todo indica que desempeñó el oficio hasta el final de sus días cuando fue sustituido por su hijo Francesco.
El residente veneto Vincenzo Fedeli estaba en lo cierto cuando escribía que, lejos de los formalismos comunes en otras cortes principescas, las comidas de Cosimo y Eleonora eran lo más parecido a una reunión familiar. «El duque come siempre con su mujer y sus hijos en una mesa adornada de forma moderada» (mangia sempre unitamente con la moglie e con i suoi figliuoli, con una tavola moderatamente ornata); «y, a diferencia de lo que se estila en otras cortes, los hijos no tienen una mesa y una comida aparte» (né i figli fanno da sè tavola nè altra spesa come s’usa nelle altre corti, ma tutta è una spesa ed una sola corte). Ello no era obstáculo para que con frecuencia esa misma mesa fuera compartida por invitados. Las noticias de los secretarios son claras en este sentido. Aunque, si hemos de hacer caso al embajador veneciano esa práctica fue espaciándose con el paso del tiempo. [… Soleva già questo principe dare la spesa e fare una tavola per chi voleva andare; ora l’ha levata del tutto […] (Vincenzo Fedeli, Relazioni degli ambasciatori veneti, I, pp. 351-352). No me resulta sencillo imaginar cómo debería ser el ambiente en torno a la mesa de los duques, el lugar, por otro lado, en el que, frecuentemente, los secretarios anuncian novedades y recibían indicaciones. Sabemos que en Palazzo Vecchio, el espacio empleado habitualmente para las comidas era una amplia estancia situada entre el apartamento de Eleonora y la escalera principal. Se trata de la estancia en la que actualmente se proyectan documentales dirigidos a los visitantes. Pero no conservamos ninguna imagen de ese momento familiar. ¿No conservamos ninguna? Bueno, no estoy tan seguro. En 1561 el pintor Michele Tosini (más conocido en su época como Michele di Rodolfo del Ghirlandaio) representó una escena de las Bodas de Caná en la capilla de la villa de la familia Strozzi en Caserotta. No quiero cansaros ahora con los detalles del debate sobre la identidad de los novios. Para mí no hay ninguna duda de que se trata de Eleonora (que además ocupa el lugar de la presidencia) y Cosimo (Heidi J. Hornik, «The Strozzi Chapel by Michele Tosini. A visual Interpretation of Redemptive Epiphany» en Artibus et Historiae, 46 (2002), pp. 92-118). Por supuesto, se trata de una imagen idealizada, de modo que sería erróneo pensar que así eran sus comidas diarias. Aunque quizá no eran tan diferentes de lo que aquí se representa. Si bien la imagen que os dejo no tiene la calidad que me gustaría (apenas se han publicado reproducciones de esa escena y todavía no he tenido ocasión de ir a Caserotta), resulta manifiesto cuales son los protagonistas gastronómicos de la mesa: además de unos diminutos pichones, la fruta y el vino.

Por más que las conversaciones de los secretarios en el comedor hagan referencia en ocasiones a Cosimo y en ocasiones a Eleonora, lo cierto es que siempre dan a entender que estaban ambos. No sé si tengo alguna noticia que me permita decir que Eleonora tenía especial protagonismo en la gestión de los asuntos relacionados con la comida. Al menos tengo una noticia sobre la participación directa de Eleonora en la elección del cocinero. «Le he leído a la señora duquesa lo que había escrito el obispo de Forlí respecto del cocinero y me ha parecido que podríamos contratar a un de don Francisco de Toledo que es alemán» (Tomaso de Medici en Pisa el 3 de enero de 1551, ASF, MdP, 1176/ 8 / 10).
Del buen hacer del scalco dependía, en gran medida, la concordia y buena convivencia en el entorno ducal. Consciente de ello por haber experimentado en primera persona las consecuencias de una mesa mal provista, el secretario Vincenzo Ferrini no tenía más que motivos de agradecimiento para Antonio Ciarro, que fuera como cocinero o scalco «se portadivinísimamente y los hace comer mañana y tarde» (si porta divinisimamente et ne fa loro mangiare matina e sera) (Vincenzo Ferrini el 23 de abril de 1545 (ASF, MdP 1171 /7202 /8 /357). «Cuando veo cosas buenas en la mesa y que los patrones comen a gusto, yo disfruto intensamente» aseguraba por su parte Marinozzi unas semanas más tarde (Marinozzi en Volterra el 17 de mayo de 1545; ASF, MdP 1171/7211/8/385). Y los demás también, podríamos añadir, ya que de este modo se libraban de las reprimendas, especialmente temibles en el caso de las de Eleonora. «Estando a tavola la señora duquesa me dijo que los compradores adquirían la peor fruta que había en el mercado y que en aquella mesa no se servía nunca melocotones, membrillos, peras o cualquier otra clase de buena fruta» (Tomaso de Medici en Poggio a Caiano el 17 de septiembre de 1551. ASF, MdP 1176/ 11/ 9).
¿Tan difícil era contentar los gustos de Eleonora? Si hemos de hacer caso a Ferrini, la respuesta es que sí. Aquí «no nos falta nada», escribió el día de nochebuena de 1545 desde la pequeña población de Pietrasanta, en el límite entre los dominios de la Toscana y Liguria. «Solo que el gusto de la duquesa es un poco difícil de contentar». Bueno, para ser justos hay que aceptar que se encontraba en unas circunstancias especiales: como ya os conté hace unos días, Cosimo acababa de abandonarla para dirigirse al encuentro del emperador Carlos V en Génova y ella, que además estaba embarazada, se encontraba de un humor de perros. Por fortuna, el secretario conocía uno de los modos de calmarla. Agradeceremos que nos «manden enseguida queso marzolino, fruta, botarga, caviar “o cualquier cosa extraña” (o qualche chosa strana) (Ferrini en Pietrasanta el 24 de diciembre de 1545; ASF, MdP 1170a/6274/3/308).
¿Qué le gustaba comer a Eleonora?
¿Estaba en lo cierto Ferrini al afirmar que Eleonora era una persona de gustos alimenticios «extraños»? Sin duda tenía sus caprichos aunque el calificativo de extraños resulta exagerado, a no ser que por ello quisiera indicar, simplemente, caros o sofisticados. Desde luego, el caviar o las trufas, entraban, entonces como hoy, en esa categoría. No así la botarga, una pasta compuesta de huevas de pescado (preferentemente mújol en la tradición toscana) prensadas y conservada en salazón; un alimento muy popular desde la antigüedad entre los pescadores más humildes transformado hoy día (aunque todavía no en la época de Eleonora) en un antipasto de lujo.

Mención aparte merece el marzolino, el queso de oveja que hacía enloquecer a Eleonora. Hoy día poca gente en Florencia (al menos a la que he preguntado) lo conoce. La dependienta del Eataly de Via de Martelli, una franquicia que se jacta de potenciar la gastronomía italiana ofreciendo sus productos más genuinos pero que, en la práctica, lo único que está consiguiendo es devastarla a base de difundir su imagen más tópica y comercial, puso los ojos como platos cuando hace unos días le pregunté por él. Para ella los quesos italianos se reducen a la ricota, la mozzarella, la stracciatella, la burrata, la gorgonzola, el mascarpone, el pecorino y, claro está, el omnipresente parmigiano. El marzolino, simplemente no existe. Cuando le expliqué el origen de mi información, definitivamente se le salieron de los cuencos. Decidí que no merecía la pena insistir. Lo peor de todo es que todavía no he logrado probarlo. Pero, al menos, sí he conseguido saber que se sigue produciendo en algunas zonas de la región por lo que tendré que esperar a adquirirlo en alguno de mis desplazamientos. Una lástima porque, como su nombre indica, el mejor marzolino es el que se produce ahora, en el mes de marzo, con la leche de las ovejas alimentadas con los primeros pastos primaverales. Para Eleonora entre el marzolino y su gran rival, el parmigiano, no había punto de comparación. No podía ser de otro modo: un producto tan estacional ha acabado perdiendo la batalla comercial.

Como correspondía a una mujer de su condición que, además, estuvo durante quince años permanentemente encinta, Eleonora tuvo sus caprichos, así que podía ponerse de muy mal humor cuando tardaba más de la cuenta en llegar el pescado salado que tanto le gustaba o las olivas, productos ambos que le mandaban directamente desde España (Bastiano Campana en Livorno el 27 de septiembre de 1546. ASF, MdP 1172 /2460 /4 /21 y Ferrini en Livorno, 19 de diciembre de 1545; ASF, MdP,1170a /6263/3/292); tenía perfectamente controladas sus galletas de Portugal que custodiaba celosamente en una cómoda de la camera verde sin permitir que nadie las tocara (Eleonora Fei en Pisa el 25 de febrero de 1550, ASF, MdP 1176 / 2/ 24) y se hacia enviar dondequiera que se encontrara sus cajitas de anises confitados (Marzio Marzi de’ Medici en Poggio a Caiano el 6 de marzo de 1543; ASF, MdP 1170/5980/3/170).
Si en el reino de los lácteos el queso marzolino era el rey, en el de los dulces la corona correspondía al cotognato, el dulce de membrillo designado en ocasiones como gelatina. Para que nunca llegara a faltar, debía ser producido en grandes cantidades (Ferrini en Poggio a Caiano el 20 de octubre de 1546, ASF, MdP 1172 /20424 /5 /1 y Tomaso de Medici en Poggio el 9 de octubre de 1549. ASF, MdP, 1175/ 1/ 17). Su elaboración en la propia cocina ducal estaba directamente supervisada por alguna de sus damas: «María Solís me dice por su parte que manden rápido el caldero y otros bártulos (maserizie) para hacer el membrillo» (Ferrini en Poggio el 21 de octubre de 1545, ASF, MdP 1170a /5745/3/154).
Pero su principal exigencia era con las frutas y hortalizas. Las «cestas de frutas para la señora duquesa» llegaron a ser el envío reclamado con más insistencia por scalchi y secretarios. Eso sí, no valía cualquiera. La uva tenía que ser spina o grosella (Ferrini en Pisa el 23 de abril de 1545; ASF, MdP 1171 /7202 /8 /357); las peras garzagnuole (Pietro Camaiani en Venecia el 8 de enero de 1550, ASF, MdP 2968/160); los melones cotigniuoli y solo en caso de no encontrarse podían aceptarse los vernii (Tomaso de Medici en Poggio el 9 de octubre de 1549. ASF, MdP 1175/ 1/ 17) y los melocotones duraznos (Ferrini en Poggio a Caiano el 21 de agosto de 1545; ASF, MdP 1170a /5700 /3 /92). Confieso que no soy capaz de identificar todas estas modalidades. Otra pregunta pendiente para cuando pueda hablar con Allen.
Una parte de las frutas estaban destinadas a la elaboración de zumos «La señora duquesa quiere que se mande hacer ocho o diez frascos de agua de sandía» (Pietro Camaiani el 10 de octubre de 1543; ASF, MdP 1170/6066/6/352). «Así que recibí de VS el cesto de bellísimos limones los presenté a SE que estuvieron muy satisfechos. La señora duquesa tomó cuatro con sus manos y me ordenó que los hiciera triturar con azúcar para la cena y el resto los guardase» (Marinozzi, Girolamo en Volterra el 17 de mayo de 1545; ASF, MdP, 1171/7211/8/385).
Comparativamente, las noticias sobre el consumo de carne y pescado son muy escasas en la correspondencia de los secretarios, no porque no ocuparan un lugar destacado en la mesa de los duques sino porque, sin duda, resultaban más fáciles de obtener. En gran medida porque se trataba de un capítulo que quedaba más que provisto con las actividades cinegéticas de los duques. Además de un deporte aristocrático, la caza y la pesca fueron también un modo de abastecer la despensa. No solamente Obelix había sido capaz de chuparse los dedos con un buen jabalí. Cosimo llegó a valorarlos tanto que regularmente ofrecía a sus más distinguidos congéneres (el almirante genovés Andrea Doria fue uno de ellos) algunas de sus mejores capturas. Por supuesto, en la mesa de los duques nunca faltaron las aves de corral: «ayer llegó el cargamento con todo lo que habíamos pedido, 10 capones y 6 faisanes que los señores están ahora disfrutando», escribió Tomaso de Medici desde Pisa el 17 de diciembre de 1549 (ASF, MdP 1175/ 6/ 7). La carne no solamente era más fácil de obtener sino también de conservar. Entre otras razones porque, como los scalchi recordaban reiteradamente a los granjeros, los animales tenían que llegar vivos para poder ser sacrificados poco antes de ser cocinados. «ya le he escrito que mande los patos vivos» (Ferrini en Poggio el 20 de octubre de 1546, ASF, MdP 1172 /20424 /5 /1).
Nota aclaratoria
Como habéis podido comprobar, he redactado esta entrada a partir principalmente de las cartas escritas por los secretarios de Cosimo y Eleonora al mayordomo Pierfrancesco Riccio. Aunque a estas alturas del blog ya os lo debería haber explicado, lo hago ahora para que tengáis una idea de lo que significan los números que figuran después de cada una de las citas. Todas estas cartas se encuentran en la sección Mediceo del Principato (MdP) del Archivo di Stato de Firenze (ASF). En esta sección, que es la más extensa del archivo, se conservan todos los documentos generados por el gobierno de los Medici a partir de la transformación de Florencia en un Ducado (más adelante Gran Ducado) con Alessandro I en 1532. El primero de los tres números que figuran junto a cada cita hace referencia al volumen, el segundo al pliego en el que se encuentran agrupadas las cartas y el tercero a la página. Así por ejemplo ASF, MdP, 1176/ 8 / 10 significa, Archivio di Stato di Firenze, sección Mediceo del Principato, volumen 1176, pliego 8, página 10.