Justo una semana después de escribir la última entrada. Mismo escenario y misma hora. Faltan pocos minutos para que den las 5 de la tarde y me encuentro de nuevo solo en la biblioteca de la AdeiP. Una vez más, de haber sido una jornada normal, no debería estar aquí. Pero últimamente las jornadas normales han desaparecido de mi calendario.
Acabo de despedirme de Joana, Carlos e Ivan en la estación de Santa Maria Novella. La primera debía tomar el tren de regreso a Turín. Los otros dos el autobús hasta el aeropuerto de Pisa de donde partía su vuelo rumbo a Cambridge.
Antes, comida de despedida en el mercato di San Lorenzo. No esperaba tanta gente siendo un martes al mediodía. Está claro que se ha convertido en uno de los puntos de encuentro más populares de la ciudad. No sé quien me mandaba hacerle caso a Ivan y comerme un bocadillo de panceta a la Fiorentina. A él le ha entusiasmado pero a mí me va a costar la tarde.
Han sido tres días intensos pasados con algunos de los jóvenes del equipo de investigación. Antes los llamaba «mis estudiantes de doctorado», pero, obviamente, con el transcurso del tiempo la etiqueta ha quedado obsoleta para aquellos que ya han finalizado sus tesis y, en algunos casos, están trabajando como investigadores postdoctorales o docentes en diversas universidades. Será que con los años me estoy volviendo nostálgico y protector, pero lo cierto es que estaba buscando un buen motivo para reunir en Florencia al mayor número de ellos. Es una lástima que algunos no hayan podido venir. Diana acaba de tener su primer hijo, Alfredo se acaba de casar, Verónica regresó a Bogotá, Milena tiene un horario que le obliga a trabajar los fines de semana y Diego…, ¡ahora no recuerdo el motivo por el que no ha venido Diego!
Es así. Desde hace algunos años una de mis principales motivaciones es formar la nueva generación que en el futuro deberá hacerse cargo de la investigación y la docencia universitaria. Cuando yo empezaba, a eso se le llamaba formar escuela, algo que, la verdad, nunca he sabido muy bien en qué consiste: ¿impulsar una determinada línea de trabajo?, ¿inculcar una manera específica de interpretar el pasado?, ¿mediar en la ocupación del máximo número posible de puestos docentes?, ¿controlar una red de poder académico en condiciones de intercambiar favores? Claro que entonces las circunstancias eran otras. En España los viejos profesores, de los que he conocido algunos, disponían de un poder casi absoluto para decidir quien iba a ocupar las plazas vacantes. Los resultados de esa práctica son tan conocidos que no merece la pena dedicarle un minuto. Aunque en la práctica eso signifique que mis posibilidades de influencia tienden a cero, afortunadamente, son muchas las cosas que han cambiado. El servilismo ha dejado de ser el combustible de vertiginosas carreras académicas. Hace unos meses me quedé sorprendido por el arrebato de sinceridad de uno de mis colegas, ya jubilado, que al final de su carrera llegó a ocupar un puesto de catedrático.
— «Con las reglas actuales nunca hubiera llegado a ser profesor universitario», me confesó.
—«¡No exageres!», me limité a contestarle educadamente aun sabiendo que eso era exactamente así.
—«He decidido dejar de dirigir tesis doctorales para no asumir el compromiso de ayudar a nadie en su futura carrera sabiendo ahora que ya no está en mis manos hacerlo», me dijo hace ya años un antiguo director de mi departamento, también jubilado, que entonces se encontraba en la cumbre de su trayectoria.
Desde luego, ese no es mi modo de ver las cosas. Prefiero quedarme con el consejo del doctor Valentí Fuster, uno de los cardiólogos más reconocidos del mundo, sobre el que últimamente no dejo de meditar: todos, a cualquier edad en la vida, necesitamos un mentor; alguien que esté dispuesto a orientarnos hablándonos con claridad. «Dedicar tiempo a la reflexión, descubrir el propio talento, apostar por el altruismo, transmitir optimismo y tener un tutor». Esa es su receta: Valentí Fuster, aprendemos juntos. Después de leer su libro El círculo de la motivación (con Emma Reverter, Editorial Planeta, 2013) pensé que eso es lo que me gustaría ser. Un mentor capaz de dar buenos consejos a los chicos jóvenes que se acercan buscando una orientación. Cuando me dicen que quieren hacer una tesis doctoral con la esperanza de desarrollar una carrera académica empiezo exponiéndoles todas las dificultades que se me ocurren. Cuando aún así deciden intentarlo procuro ofrecerles todo mi apoyo. Pero dejándoles claro que son ellos quienes tendrán que construir su futuro.

Mientras planificaba mi estancia empecé a darle vueltas a la posibilidad de organizar un seminario que permitiera reunirnos y dar a conocer en un ámbito distinto el trabajo que desarrollamos en nuestro equipo. Mi intención era haberlo realizado en la VIT y, de hecho, sondeé a Fernando Lofredo, que este curso está en la National Gallery de Washington después de haber dejado la Stony Brook University, y Melissa Calaresu para que me ayudaran con ello. Pero, cuando a la hora del café de uno de los primeros días de septiembre, le hice la sugerencia a Alina, comprendí el lío en el que iba a meter.
—«Hazme una propuesta y la estudiaré», me respondió secamente.
Inmediatamente decidí que no se la iba a hacer. No quería pasar por su filtro. Además, mi concepto de lo que deben ser esa clase de seminarios encaja mal con la práctica de la VIT que exige a los fellows que asistan a todas las actividades que organiza el centro, les interesen o no.
Ya había descartado el plan cuando éste recobró vida el pasado mes de diciembre mientras tomaba un aperitivo en la pizzería San Domenico en Fiesole con Pablo Hernández Sau que está haciendo su doctorado en el Instituto Universitario Europeo (EUI).
—«En el EUI es habitual que los doctorandos organicen sus propias actividades; sólo hay que reservar la sala y anunciarlo con antelación».
Vaya, que a diferencia de la VIT no hay que pasar por el escrutinio de la directora.
—«Junto con Nicholas Mithen (en ese momento no caí en la cuenta de que se trataba del estudiante de Cambridge del que me había hablado Melissa) hemos organizado el ‘Cities Working Group’ así que, si te parece bien, podríamos encargarnos de todo».
Acepté encantado. Aunque lo mejor, pensé, será dejarlo en sus manos. Me limité a sugerirle que contactara con Carlos González, que estaba a punto de iniciar una estancia en Cambridge para darle el impulso final a su tesis doctoral sobre las transformaciones urbanísticas promovidas en Palermo por el virrey duque de Maqueda en los primeros años del siglo XVII.
El resultado final fue un programa que, como no podía ser de otro modo tratándose del EUI, llevaba un título de lo más pomposo: “Viceroys & Cities. Representation, Appropriation and Contestation in the urban space”.
Me trae sin cuidado que alguien pueda acusarme de anti-intelectual. A mi modo de ver el EUI se ha transformado en una palestra en la que los púgiles compiten por una corona reservada a aquellos que logren emplear un lenguaje másà la page para expresar conceptos que con no poca frecuencia adolecen de una clamorosa banalidad. Y claro está, los estudiantes tratan de impresionar a sus profesores demostrando la habilidad con la que son capaces de emplearlo.
«En este congreso queremos deconstruir (sic) esta dinámica de la complejidad burocrática y las redes diplomáticas que sustentaron los imperios español y portugués (durante los siglos XVI y XVII) preguntándonos acerca de cómo los virreyes y el poder imperial español y portugués funcionaron en el contexto urbano». Más en concreto, el objetivo de la jornada era, según Pablo y Nicholas, responder a tres cuestiones a cual más retorcida:
- ¿Cómo si partimos de la ciudad como entidad social en vez de hacerlo de los imperios ibéricos como unidades políticas cambia el modo en que entendemos la integración de las burocracias imperiales en el contexto ‘local’ social, político, cultural e intelectual?
- ¿Cómo la comparación de diferentes ciudades de los imperios ibéricos demuestra especificidades y elementos comunes en esta dinámica?
- ¿Cómo podrían perspectivas actuales en el campo de la sociología, antropología y estudios urbanos influir en nuestra lectura de las relaciones entre virreyes y ciudades?
- ¿Cómo pueden los conceptos de representación, apropiación y contestación ayudar al historiador en el ensamblaje de la complejidad de estructuras urbanas del poder social, político y cultural?
Desde ya, les pido disculpas si al leer estas líneas piensan que estoy siendo demasiado duro con ellos. Al contrario, les admiro. Están haciendo lo que sus profesores esperan que hagan.

La primera en llegar a la cita fue Joana. Habíamos quedado en encontrarnos el sábado pasado a las 12 del mediodía en la plaza de Santa Maria Novella. Previendo que al fin de semana le iban a quedar pocas horas libres había decidido aprovechar para hacer antes la corsa en le Cascine. Cuando se lo dije para justificar mi retraso me respondió que ella había empezado a hacer lo propio desde hacía unos meses. No me lo esperaba. Así que, en vez de ponernos al día de las novedades, como se supone que deberían hacer dos amigos que no se han visto desde hace tiempo, empezamos por explicarnos nuestras respectivas gestas atléticas. Eso si, quedó claro que ninguno de los dos podría llegar a emular nunca las de Pedro Cardim que, por lo que me dijo, era un atleta consumado. Por si a estas alturas no os lo he dicho todavía, Pedro es un profesor de la Universidad de Nova de Lisboa con el que tanto Joana como yo hemos colaborado estrechamente. Bueno, de hecho Pedro y yo codirigimos la tesis doctoral de Joana. Juntos coordinamos también el libro del que hasta ahora he vendido más ejemplares aunque no hay modo de que nuestro editor nos facilite las cifras precisas.
Fiel a mi tradición de regresar a los lugares que me han gustado me ofrecí para invitarla a comer en Il Contadino, el restaurante donde cené la semana pasada con Ida e Isaac que, además, está muy cercano del lugar donde nos encontrábamos. Ni así. Me volví a desorientar y acabamos en Il Profeta del Borgo Ognisanti. Traté de consolarme pensando que, al menos, entre las humildes viandas de un campesino y los supuestos manjares de un profeta, había salido ganando. Me equivoqué de lleno. No seré quien niegue que el plato de fettuccine alla limonaia superaba la media, pero por mucho que fuera acompañado de un modesto antipasto y una copa de vino del Chianti, el precio me pareció desorbitado. Debería llamarse Il ladropensé para mis adentros al recibir la factura si bien me cuidé mucho de mostrar contrariedad alguna. Es lo que tiene eso de las invitaciones, que no puedes torcer el gesto cuando te traen la cuenta, no fuera que el invitado llegara a la conclusión de que piensas que su compañía no vale lo que estás pagando. No tengo la menor duda de que los restaurantes también lo saben y se aprovechan de ello. Así que rostro impertérrito y sonrisa esculpida. Al menos el joven camarero que nos atendió resultó ser de lo más simpático. Y, además, políglota. Eso sí, se puso rojo como un tomate cuando le preguntamos de donde era. Albanés nos respondió. Quedó claro que no tenía los papeles en regla.

A la salida del restaurante decidimos dar un paseo sin rumbo fijo. Recorremos el lungarno hasta la Biblioteca Nazionale y desde ahí nos adentramos rumbo a la plaza de la Santa Croce. La dejo hablar. Aunque no me lo dice abiertamente, me doy cuenta enseguida de que estos primeros meses en Turín, después de haber vivido dos años en París, no le están resultando fáciles.
—«Es una ciudad en la que no resulta sencillo hacer amistades», asegura.
Creo que me hago cargo de su situación: se ha convertido en uno de esos nómadas de los que os hablé hace unos meses. Por si eso fuera poco el año pasado perdió a su madre, con la que estaba muy unida. En ocasiones se siente sola y, aunque todavía no ha cumplido 30 años, percibe el paso del tiempo. La mayoría de las personas que ha conocido tienen pareja y no están libres para hacer planes durante los fines de semana. ¡Hasta se ha llegado a plantear apuntarse a un coro para hacer amistades fuera del ámbito académico! Sueña con la estabilidad y formar una familia. En París conoció a un chico brasileño, diría que era un matemático, aunque ahora no estoy seguro de ello, que estaba también de paso por razones de estudio. Me lo presentó en Lisboa el verano pasado. Todavía no ha descartado la opción de buscar trabajo en alguna universidad de ese país. De hecho, ha viajado recientemente con ese objetivo. El problema es que debería empezar por una pequeña universidad de provincias y todas las que ha contactado y le ofrecen alguna posibilidad se encuentran a muchos quilómetros de distancia de Sao Paulo donde él vive. «Eso tiene poco futuro», pienso para mis adentros. Una vez más, decido callar.
Mientras pasamos junto al mercado de San’Ambroggio y nos dirigimos hacia la Piazza della Santissima Annunziata (no sé por qué me empeño en obligar a mis visitantes a recorrer la via Giusti con la idea de mostrarles la biblioteca del Kunst a pesar de que desde fuera no tiene nada de especial y, además, hoy sábado está cerrada) la conversación deriva hacia unos de nuestros intereses comunes: cómo encontrar dinero para armar buenos proyectos de investigación. Me cuenta que una de las condiciones de su beca es participar en cursos de formación sobre el modo de presentar solicitudes a las convocatorias europeas. Se está convirtiendo en una experta y, una vez más, aprovecho para pedirle ayuda. Lo hago a sabiendas de que en este momento carezco de una buena propuesta. Y, sobre todo, del tiempo para elaborarla. No puedo meterme en más líos hasta que acabe mi libro sobre Eleonora. ¿No puedo? No sé. También yo estoy confundido y, pagaría por los consejos del mentor que no tengo. Ya os he hablado también de eso. Solicitar financiación es imprescindible para avanzar en mi trabajo, pero a la vez absorbe una cantidad enorme de tiempo y energías que son imprescindibles para el estudio, la investigación y la escritura. ¿Cómo se compagina todo eso? La verdad, no lo sé.
Tras cruzar la Piazza della Annunziata sin entrar en la basílica, enfilamos la via dei Sevi. Parada para merendar en Le Parigine. A pesar de que el almuerzo no ha sido precisamente copioso, hace tiempo que renuncié a las meriendas que en mi caso son enemigas de las cenas. Además, no podemos entretenernos si queremos llegar a a los Ufizzi antes de que cierren las taquillas. Joana ha comprado una entrada online para la única hora disponible del fin de semana: mañana domingo a las 9 de la mañana. Antes de despedirnos me disculpo por no poderla acompañar. Ella sabe de mis costumbres dominicales. Quedamos en vernos a las 11 en la puerta de salida del museo. «Sí, esa que parece la salida de un garaje», le advierto antes de despedirnos.
Y ahí estaba, bien puntual como siempre, al día siguiente. Como todavía nos quedaba una hora larga antes de la llegada de Carlos e Ivan, le propuse el objetivo que sé que nunca falla: la vista de la ciudad desde el piazzale Michelangelo. Personalmente prefiero la perspectiva desde San Miniato al Monte, más panorámica y, sobre todo, más auténtica. Es la perspectiva que durante siglos han contemplado no solo los monjes olivetanos (y siguen contemplando los difuntos desde el cementerio excavado en la pendiente), sino también generaciones de resollantes florentinos después de haber ascendido desde la Porta San Miniato a través de la empinada cuesta de la Via del Monte alle Croci. El Piazzale me parecen un producto artificial, como subirse a una noria gigante, concebidos para proporcionar una perspectiva vertical de la ciudad que permite a los miles de turistas que a diario se fotografían desde él, la sensación de dominio que tiene quien casi toca los edificios con la mano. Es la diferencia entre contemplar y dominar.
Percibo su titubeo antes de aceptar mi sugerencia de subirse a la moto. Pero no hay alternativa si queremos estar a las 12,20 en la parada de los autobuses procedentes del aeropuerto de Pisa. Y aún así llegamos con retraso.
—«Empezábamos a pensar que os habíais olvidado de nosotros», son las primeras palabras de Carlos mientras nos saludamos.
No hacía falta mucha perspicacia para darse cuenta de que la relación entre Carlos e Ivan había cambiado durante estos meses de convivencia. Recuerdo perfectamente el día que le presenté el uno al otro en mi oficina de la facultad. Era difícil encontrar dos caracteres más diferentes. Y dos posicionamientos políticos más alejados. Así que cuando tiempo después me dijeron que iban a coincidir durante unos meses en Cambridge llegué a pensar que acabarían tirándose los trastos por la cabeza. Lo que ha ocurrido es todo lo contrario. Milagros de tomarse las cosas con buen humor. Mientras nos dirigimos al Airbnb que Joana había reservado en la cercana Via Nazionale no paran de hacerse bromas.
Como ya os he hablado de mi opinión sobre esta clase de apartamentos, a pesar de que yo mismo he sido usuario durante algunas estancias en la ciudad, os ahorro el discurso. Eso sí, debo reconocer que era mucho mejor que el que reservaron Pepe y Ramon cuando vinieron en el mes de enero. Joana, que ejerce de matrona, (para algo es, además, la codirectora de la tesis doctoral de Ivan) lo organiza todo en un santiamén. Para ella la habitación más amplia. Para los chicos la pequeña alcoba sin ventana. Por algo ha sido ella quien se ha encargado de todo. Me limito a contemplar divertido la escena.
Como a mi me corresponde proponer el lugar de la comida, vuelvo a optar por lo seguro. Además, esta vez estoy convencido de no perderme. De modo que una vez que han dejado sus maletas nos dirigimos a la Mamma Mia, la trattoria junto al mercato di San Lorenzo regentada por simpáticos napolitanos que hasta ahora siempre me han dejado en buen lugar. Aquí no hay margen para sorpresas como la de ayer: una buena pizza, Margherita para unos, Cuatro Estaciones para otros, y una generosa jarra de cerveza para levantar los ánimos antes de volver a dar un paseo por la ciudad particularmente desierta en esta tarde plomiza de domingo en que los turistas, mayoritariamente italianos en esta época del año, han emprendido ya el viaje de regreso a sus respectivas ciudades.
—«Os acompañaré hasta Ponte Vecchio y luego os dejo pasear por vuestra cuenta», les advierto.
Me ha vuelto a ocurrir lo de siempre: todavía debo preparar mi intervención para la jornada de mañana. Así que después de tomarnos la foto bajo los soportales del Corridoio Vasariano que encabeza esta entrada, regreso al lugar donde esta mañana había aparcado. Quedamos en que al día siguiente tomarán el autobús en la Piazza de san Marco y nos encontraremos frente al convento de San Domenico de Fiesole para, desde ahí, llegar juntos caminando hasta la Villa Schifanoia donde se encuentra el Instituto Universitario Europeo.
Tranquilos, no tengo la menor intención de atormentaros entrando en los detalles de las presentaciones de la jornada. Al final resultó que los componentes del Cities Working Group eran básicamente algunos de los españoles que hacen su doctorado en el EUI, la mayoría con trabajos en curso de lo más interesante y un grado de preocupación por su futuro directamente proporcional al tiempo que les resta para acabar la beca que les permite habitar en el paraíso. Entre las pocas excepciones, la de Giuseppe Marcocci que enseña en la universidad de la Tuscia, cercana Viterbo, y se encuentra actualmente haciendo un periodo en la EUI.

—«Estoy a punto de publicar un libro sobre el modo en que las exploraciones planetarias en la época del Renacimiento cambiaron la imagen del mundo y el modo de escribir la historia», me dijo mientras compartimos una comida que no llegaba ni a modesta en la cafetería del centro.
—«Si todo va bien, el curso que viene empezaré a enseñar en la universidad de Oxford».
No pude evitar hacerme la pregunta: ¿alguien empezará a preocuparse algún día por la sangría de talentos que está sufriendo la universidad italiana?
Quedo con Carlos al acabar la jornada mientras el resto enfilan el camino hacia San Domenico para tomar el autobús que les conducirá a la ciudad. Antes me disculpo con Pablo. No voy a ir a la cena que ha organizado.
Tengo mis dudas sobre como le están yendo las cosas y quiero hablar a solas con él. Su trayectoria como estudiante de doctorado ha sido cuanto menos peculiar. Cuando me pidió que fuera su tutor, traté de disuadirle. Hasta ese momento había trabajado con otro colega y el principal motivo por el que ahora se dirigía a mí era que su anterior tutor carecía de los requisitos exigidos por la normativa académica para dirigir tesis.
—«Solo aceptaré si él esta de acuerdo», fue mi condición. No solo lo estaba sino pareció aliviado con el cambio.
—«¿Y como piensas mantenerte durante todo este tiempo?», siguió mi interrogatorio
—«Estoy trabajando en el MNAC (el Museo Nacional de Arte de Catalunya). Reduciré mi jornada para dedicar horas a la investigación»
Solo cuando me hube asegurado de su determinación a emprender la aventura que toda tesis doctoral conlleva, máxime si se carece de una beca, decidí aceptar su petición.
—«Eso sí, has de estar dispuesto a participar en las actividades del equipo»
Creo que fue la primera vez que pronuncié el proverbio que tantas veces he repetido en los últimos años: «quien camina solo llega antes; quien camina acompañado llega más lejos».
La tradición en nuestro campo es de un individualismo feroz así que sin quererlo me he convertido en un apóstol de los beneficios de la colaboración. No estoy seguro de convencer siempre a mi auditorio.
Durante años Carlos ha cumplido su promesa y ha trabajado duro. No solamente eso: ha aceptado el reto de viajar de un lugar a otro en busca de la información que necesitaba y, lo que valoro aún más, de presentar sus avances en algunos de los principales congresos internacionales. Recuerdo el pavor que le atenazaba los días previos a su viaje a San Diego, California, para participar en el Annual Meeting de la Renaissance Society of América.
—«Nunca he subido en un avión, nunca he salido de Barcelona y nunca he hablado en inglés público», me confesó mientras trataba de calmar su nerviosismo.
No sé que le deparará el futuro, pero si de algo no tengo ninguna duda es de que una persona que ha sido capaz de sobreponerse una y otra vez al pánico escénico que le produce subir a la tarima y dirigirse al auditorio, va a tener la fortaleza para superar dificultades antes las que fácilmente sucumben otros jóvenes de su generación. Y eso siempre con su traje impecable, su corbata oscura y su camisa blanca objeto de tantas bromas entre el resto de los jóvenes del grupo.
Lo suyo ha sido como esos embarazos que llegan fuera de plazo. Cuando ya su tesis estaba muy avanzada y había desistido de obtener beca alguna le comunicaron la concesión de una generosa ayuda.
—«Sin duda tienes que aceptarla», le aseguré cuando me percaté de sus dudas.
Me equivoqué por completo. Mi argumento de que esa subvención le permitiría mejorar lo que ya había hecho y completar su formación con algunas estancias en centros internacionales ha resultado ser completamente falso. Está quemado y siente la tesis como una losa de la que desearía liberarse lo antes posible. Le aconsejé que hiciera una estancia en Cambridge que le sirviera de paso para mejorar su conocimiento del inglés. No estoy nada seguro de que la receta esté dando frutos. Y ese es el motivo de preocupación por el que quería hablar con él a solas. El programa que entre los dos hemos trazado (¿o lo he trazado yo solo y él se ha limitado a aceptarlo sumisamente?) incluye un periodo durante el primer trimestre del curso próximo en Florencia. Con el objetivo de animarlo le sugiero enseñarle la Villa i Tatti pero ni de lejos ha mostrado el entusiasmo que yo esperaba. Quizá porque necesitaba recuperarse del susto por el trayecto en moto entre las angosturas y las curvas de la Via Benedtto da Maiano. A continuación, he insistido en presentarle a Ruggero con la esperanza de que, cuando venga en septiembre, se anime a residir en la AdeiP. Estoy convencido de que lo que menos le conviene es vivir solo en un apartamento. Quizá no tendría que meterme en estos detalles, pienso cuando nos despedimos en el portal del Airbnb de via Nazionale. No sé si corresponden a lo que el doctor Fuster entiende por un mentor.