El mío es un ejemplo claro de hasta qué extremo los humanos somos animales de hábitos. Lo tengo bien comprobado: mi rendimiento en el trabajo, y sobre todo en las temporadas que dedico al estudio y la escritura, depende en gran parte de respetar unos hábitos establecidos. Por eso desde que me instalé en Florencia he procurado fijar una rutina y desviarme lo menos posible de ella. Algunos colegas aseguran que cuando más se concentran es por la noche. Desde luego, éste no es mi caso. Mis mejores horas son entre las 9 de la mañana (antes incluso si es posible) y las 2 de la tarde. Por ese motivo, me distorsionan los horarios de la VIT, con el parón de las 11 (que procuro evitar) y el almuerzo de las 13 (inevitable) que habitualmente coincide con mi fase de mayor actividad. En los últimos años he hecho lo posible por concentrar mis clases en la Facultad después de comer y dedicar las mañanas a escribir en mi pequeña oficina de la calle Pelai de Barcelona. Cuando llego por la mañana, aparco siempre la moto en el estacionamiento de la Ronda Universidad y acto seguido me tomo un café en el Coffee House o en Granier. Empecé a hacer esto último cuando el sueño se convirtió en el principal enemigo de la lectura. Imagino que será por el paso de los años, pero lo cierto es que cada vez más llega inesperadmente. Mis amigos me hacen bromas con ello: cabeceo en todas las conferencias, incluso en aquellas que más me interesan. En una de las últimas revisiones se lo comenté a mi médico de cabecera, el doctor Ingelmo. Me aconsejó que me hiciera la prueba de la amnea por si el problema pudiera encontrarse en la fragilidad del sueño nocturno. La verdad es que la perspectiva de pernoctar en un hospital conectado a un enjambre de cables no es lo que más me apetece y, de momento, no he seguido sus consejos. Pero tendré que hacerlo porque, después de las primeras semanas en la Villa I Tatti, en las que la novedad me mantenía en vela, Morfeo se ha vuelto a convertir en mi principal rival durante las horas que transcurro en la Biblioteca Berenson. Por todo ello, desde hace varias semanas he regresado a mi rutina del café antes de ponerme con los libros y el ordenador. Inicialmente pensé que sería una buena idea pasar el Granaio, que dispone de un pequeño office con una cafetera de monedas, nada más llegar a la VIT. Pero pronto la descarté. No sólo porque el café es horroroso sino, sobre todo, porque mi hora de llegada es también la de todos los miembros del staff que trabajan en ese edificio y el tiempo se me iba comentando con ellos las últimas novedades. Así que, desde hace algunas semanas, hago un alto en San Domenico de Fiesole, tras haber superado la vertiginosa pendiente del Ponte alla Badía, para tomar mi café en la pasticceria Marino. Reconozco que, como local, es más “auténtica” (un término que aquí empleamos todos los extranjeros para designar los lugares no contaminados por los extranjeros sin darnos cuenta de que los contaminadores somos nosotros) la vecina fruiteria Meini Maurizia, que es el punto de encuentro de los lugareños de la zona. Pero ninguno de sus dependientes puede competir en amabilidad con Annalisa que, quizá consciente de que mi moto está muy mal aparcada y puede llevársela por delante el primer autobús que pase por la carretera, que se estrecha peligrosamente al cruzar San Domenico, es capaz de preparar un excelente café en un tiempo récord. En el caso, poco habitual, de que esté abierta la iglesia del convento, entro unos segundos a pedirle al Beato Angelico, que habitó en él varios años de su vida, la inspiración que sin duda me será tan necesaria para encarrilar la jornada.

Pasticceria Marino
Negando mis principios, hoy he alterado la rutina habitual. Desde hace algunos días estoy tratando infructuosamente de localizar la Villa Médici de Fiesole, más conocida en los años de Eleonora como Belcanto o el palagio di Fiesole. Ayer, por fin, logré aclarar la razón de mi despiste. Todas las guías que había consultado la situabanen la via Beato Angelico 2, donde se encuentra, en realidad, un hotel llamado villa Fiesole. Así que mientras tomábamos el cafè después de comer decidí consultar con Jonathan Nelson, que por algo vive en Fiesole y conoce al dedillo la zona. Tras mirarme con asombro por mi ignorancia, me informó de que el lugar correcto era el final de la via Vecchia Fiesolana, esto es, el antiguo sendero (aunque éste es un término demasiado generoso con sus dimensiones) que conectaba Florencia con Fiesole. De modo que esta mañana, después de tomarme el café y sin tiempo para pedir ayuda al Beato, me he desviado de mi itinerario habitual para tomar la via Vecchia que arranca a la izquierda de la carretera principal, justo después del cementerio de San Domenico. Hubiera sido todo un detalle por parte de Jonathan informarme de la angostura de esta vía de dirección única, con algunas curvas tan pronunciadas que obligan a maniobrar a los pocos vehículos que se atreven a circularla y, sobre todo, con una inclinación en abierta competencia con la del Ponte alla Badia. A estas horas de la mañana, con un frío gélido, un asfalto manifiestamente mejorable y múltiples capas de hielo en el piso, resultaba toda una temeridad tratar de remontarla. Me he perdido en varias ocasiones, pero resultaba impensable detenerse a consultar el plano dado el riesgo de que la moto se fuera pendiente abajo conmigo encima. Menos mal que al menos he encontrado una pequeña terraza frente al ingreso de la villa Le Balze que hoy ocupa la Georgetown University (de la que tanto había oído hablar pero que ignoraba por completo que se encontrara aquí) en la que he podido parar para orientarme. Y admirar la deslumbrante vista sobre Florencia y su entorno que desde ella se divisaba. Según el mapa, me encontraba ya a pocos metros de la Villa Médici. Así que enfilé la recta final (es un decir) rumbo a mi objetivo. ¡Decepción total! El edificio, que hoy es propiedad de la familia Mazzini Marchi (y que, desde que fue vendido en 1671 por Cosimo III de Médici ha pasado por un sinfín de acaudaladas manos americanas) está envuelto por una elevada tapia que apenar si permite ver la curvatura de la arcada de la loggia y las ventanas del piso superior. Pero al menos consigo hacerme cargo del paraje que exigió una admirable labor de aplanamiento para plantar la construcción.

Villa Medici de Fiesole desde la Via Vecchia Fiesolana

Villa Medici de Fiesole. Vista general
Resulta claro que cuando a mediados del Quatrocento, Giovanni de Medici, el hijo predilecto de Cosimo il Vecchio, encargó a Michelozzo la construcción de esta villa, sabía lo que quería: estaba dispuesto a desafiar las rampas más empinadas para poder disfrutar de la panorámica. Aunque no me extrañaría que hubieran sido precisamente las dificultades del acceso (en aquella época no existía todavía la carretera actual) las que acabaran disuadiendo a las siguientes generaciones de la familia. Si bien es probable que Lorenzo el Magnífico se reuniera aquí con sus amigos humanistas como Angelo Poliziano, Giovanni Pico della Mirandola o Cristoforo Landino, algunos de los cuales (según me explicó Angela Dressen que de eso sabe un rato) residían en la zona por su cercanía a la biblioteca de la Badia Fiesolana, lo cierto es que prefirió la Villa de Careggi y, puestos a alejarse del tumulto urbano, ordenó la construcción de Poggio a Caiano. Quien sabe si se le quitaron las ganas de regresar aquí cuando descubrió que el plan urdido en 1478 por la familia Pazzi para acabar con su vida pasaba por envenenarlo durante una fiesta que iba a tener lugar en esta villa. Sea como fuere, todavía en su época la villa desempeñó un lugar relevante en el universo cartográfico de la familia Médici como se puede deducir del hecho de que Domenico Ghirlandaio la representara con admirable realismo en uno de los frescos de la capella Tornabuoni de Santa Maria Novella.

Villa Medici de Fiesole pintada por Domenico Ghirlandaio en Santa Maria Novella
En los años de Eleonora y Cósimo el palagio de Fiesole estuvo casi permanentemente cerrado. Claro que es difícil imaginar cómo podía llegar hasta aquí la litera en la que ella habitualmente se desplazaba ella. Aunque no hay que descartar la posibilidad de que, dada su escasa distancia de Florencia, Eleonora pudiera realizar el desplazamiento en el día, con lo que no ha dejado traza documental. Lo que resulta seguro es que, en todo caso, su interés por el lugar no estaría tanto en el edificio como en el jardín. Y en el efecto benéfico que las alturas de Fiesole pudiera tener sobre la salud de sus hijos, una cuestión que, si bien seguía de cerca, encomendó, hasta su muerte en diciembre de 1543, a su suegra, María Salviati.

Jardín de la Villa Medici de Fiesole
Sobre la relación de Eleonora con su suegra se han repetido muchos tópicos fáciles. Anna Baia, la autora de la única monografía dedicada a Eleonora, que data nada menos que de 1907, las presentó como figuras antitéticas. Mientras que Eleonora, llegó a escribir, «creció amando apasionadamente la pompa y el lujo, del que siempre estuvo rodeada y al que nunca renunció», María «llevó una vida sencilla, humilde, como ama de casa y madre del duque, siempre atenta a la cocina, la colada y las tareas más modestes que la casa requería» (Baia, A., Leonora di Toledo duchessa di Firenze e Siena, p- 24-25). ¡Pura imaginación! La madre de María era nada menos que Lucrezia de Medici (la hija de Lorenzo el Magnifico y Clarice Orsini) y su padre Jacopo Salviati, uno de los banqueros más ricos e influyentes de Florencia. Su dedicación a los menesteres de la casa fue, ni más ni menos, que la que cualquier mujer de la rama principal de la família Médici pudiera tener. Es decir, ¡ninguna!

Agnolo Bronzino: Retrato de Eleonora de Toledo con su hijo Giovanni

Jacopo Pontormo: retrato de María Salviati con Giulia de Médici.
Lo peor es que esta imagen fantasiosa ha sido reproducida desde entonces por numerosos autores sin tomarse la molestia de cotejarla con los datos. Mi impresión es que la causa de este malentendido se encuentra en una comparación distorsionada de los retratos más conocidos de ambas mujeres. Ya he dicho algo, y espero hablaros más sobre él, del deslumbrante retrato oficial de Eleonora con su hijo Giovanni, que le hizo Bronzino en 1545. El más famoso de los de María lo realizó en 1540 Jacopo Pontormo, el amigo y en cierto sentido maestro de Bronzino, y se encuentra en el Walters Art Museum de Baltimore. Las dos mujeres aparecen en ambos casos en posición similar, oblicua pero mirando directamente al espectador, acompañadas por una criatura de corta edad. Pero ahí acaban las semejanzas. Mientras que Eleonora, envuelta por una luminosa aura celeste, se ofrece ataviada con un suntuoso vestido de brocado de colores llamativos y adornada con espléndidas joyas, con su mirada casi desafiante frente a un magnífico paisaje de fondo, María lo hace desprovista de todo adorno, embutida en un gaseso hábito de viuda que le proporciona un aire monjil, sobre un fondo neutro de color pardo. Sin la menor señal de opulencia. Eso sí, con esa aureola mística que Pontormo mejor que nadie sabía transmitir: tez pálida, cuello muy largo, rostro cuadrado con rasgos muy marcados, ojos marrones, párpados abultados y frente alta y delicada que le confiere un aire de imponente dignidad. Se trata nada menos que de la madre del duque de Florencia y la viuda de Giovanni delle Bande Nere el idolatrado capitano de Medici. Ver en esta pintura a una humilde ama de casa (“casalinga” es el términio que con frecuencia ha sido empleado para caracterizarla) es tener los ojos ciegos para percibir el sutil mensaje que, exactamente igual que el retrato de Eleonora, contiene. La presencia de la criatura lo dice todo. No se trata de Cósimo como durante tiempo se había pensado, sino de la pequeña Giulia, la hija bastarda que el duque Alessandro tuvo con su amante Taddea Malaspina. María es presentada aquí como protectora de la niña cuyas manos se entrelazan dulcemente, algo que tiene poco que ver con un supuesto institinto maternal y mucho con un significado político bien preciso: en un momento en el que la autoridad de su hijo distaba de estar consolidada, la presencia de Giulia respondía a la intención de comunicar un mensaje de continuidad de la dinastía. El nuevo duque se hacía cargo de los hijos de su predecesor a través de su madre que encarnaba la unidad de las dos ramas de la familia Médici. En otras palabras, aquí no se trataba de reflejar ni la personalidad ni el estilo de vida de la protagonista, sino de cimentar los derechos de Cósimo al ducado de Florencia. Una operación en la que María, igual que Eleonora, desempeñaron, a través de sus retratos, una misión de primer orden. Por eso, poco después de su muerte en diciembre de 1543, el propio Pontormo elevó a María a los cielos, como sólo él sabia hacer, en el retrato místico que podemos contemplar en los Uffizi.

Jacopo Pontormo: retrato póstumo de María Salviati
¿Se puede concluir a partir de la comparación de los retratos de Eleonora y María que ambas mujeres eran el día y la noche? Por supuesto que no. Imaginemos por un momento que Gabrielle Langdon, la estudiosa americana que ha escrito un magnífico libro sobre los retratos de las mujeres de la familia Médici, estuviera en lo cierto cuando afirma que la mujer con perrito pintada por Bronzino era en realidad un retrato de Maria Salviati en 1526, es decir, el año en que enviudó. Si así fuera, la imagen de María como humilde ama de casa se desvanecería por completo. Insisto: estos retratos no pretendían en modo alguno reflejar la psicología de los modelos sino transmitir un mensaje político en clave simbólica. Una clave que para nosotros resulta difícil de descifrar pero que los espectadores cultos del momento entendían perfectamente.

Agnolo Bronzino: retrato de una mujer con vestido rojo y perrito. ¿María Salviati?
Una cosa es cierta, Eleonora y María fueron dos mujeres de personalidad fuerte y compleja que se vieron obligadas a representar un papel extremadamente difícil en una sociedad como la florentina especialmente dominada por los hombres. Sus funciones no siempre estuvieron definidas con claridad. Cósimo echó mano de ellas para alcanzar sus objetivos. Y en esas circunstancias resultaba inevitable que sus egos colisionaran. Sigo dándole vueltas a ello mientras, ya a media mañana, por fin el sol logra abrirse camino, tomo la carretera principal de Fiesole rumbo a la VIT. Debo volver a leer el artículo sobre María que me envió Natalie Toma y ordenar las informaciones que he reunido sobre ella.