Confieso que la experiencia de presenciar a todo un cardenal de la Iglesia romana, ataviado con sotana y solideo color púrpura, discurseando al pueblo, bajo los soportales del Ospedale degli Inocenti , junto al alcalde socialista con su bastón de mando y la banda tricolor cruzándole el pecho, me ha causado una cierta impresión. No encajaba para con mis lecturas infantiles de Giovanni Guareschi sobre Don Camilo y Peppone. Y menos aún con lo que estoy acostumbrado a ver en Barcelona donde al obispo no se le ocurriría nunca presentarse en una plaza pública ataviado de esta guisa ni, por supuesto, al alcalde (alcaldesa para ser más preciso) comparecer en público acompañada del obispo. De hecho, en los últimos años ésta ni siquiera se ha prestado a pisar la iglesia de la Merced para la tradicional celebración de la fiesta patronal. No vaya a ser que sea víctima de alguna maligna contaminación, debe pensar. Pero, definitivamente, esto es Italia donde ni el catolicismo ni el socialismo son iguales que en España. Sin duda, tanto, el cardenal Betori como el sindaco Nardella son lo suficientemente inteligentes para saber donde les conviene estar en cada momento. Y, sin duda, la Festa della Rificolona, es uno de ellos.
Hasta ayer por la noche ignoraba por completo la existencia de este festejo muy popular entre los niños florentinos. Por ello, cuando después de cenar, una vez que ya había escrito mi post, Marco me propuso llegarnos hasta la Piazza della Annunziata para participar en él, no dudé ni un momento en aceptar la invitación. En el trayecto me fue contando su origen que se remonta a la mitad del Seicento cuando los campesinos del condado florentino llegaban a la ciudad el 8 de Septiembre para asistir a la celebración de la Natividad de la Virgen en la Basílica della Santissima Annunciata y, sobre todo, para vender sus productos en el mercado de la plaza situada frente a la iglesia. Para ocupar un buen puesto que les asegurase las ventas, muchos pasaban la noche anterior en los soportales alumbrados por linternas de papel que colgaban de lo alto de una caña y cantando himnos religiosos. La ocasión era aprovechada por los jóvenes de la ciudad para divertirse a costa de los pobres campesinos, fuera lanzándoles objetos (la tradición dice que cáscaras de coco) para incendiar los rústicos faroles o riéndose de las campesinas. Hay quien afirma que la terminación colona del nombre de la fiesta no procede, como los mejor intencionados han pensado, de las columnas de la plaza sino de culo, en alusión a los prominentes traseros de algunas de ellas. Hoy día la fiesta consiste principalmente en una guerra entre niños armados con cerbatanas con las que tratan de hacer explotar los farolillos (por supuesto de fabricación china) de sus adversarios. Y en visitar la imagen milagrosa de la Virgen en la basílica della Annunziata. Cosa que nosotros no pudimos hacer por el enorme gentío apiñado en el atrio de la iglesia.
Como me quedé con las ganas de hacerlo, he pasado por la basílica al regresar esta tarde de mi primer día de trabajo en la VIT. Seguía abarrotada de fieles pero al menos se podía entrar y salir sin los apretujones de ayer. Sólo por los magníficos frescos del Chiostro dei Voti pintados por Andrea del Sarto, Pontormo y Rosso Fiorentino, este lugar ya merece una visita pausada. Aunque lo he hecho en muchas ocasiones no me canso de regresar. La Annunziata es una de las pocas iglesias barrocas de la ciudad en la que siempre se descubren detalles nuevos. Quizá porque su interior está tan mal iluminado que exige una mirada muy atenta. Pero hoy no es el día para ello. Ocasiones habrá.
Definitivamente, tendré que dosificar mis salidas nocturnas sino quiero que el sueño empiece a pasarme factura durante las largas horas de trabajo en la biblioteca. Pero hoy no tenía escapatoria.
Así que he entrado en la Academia tras la visita a l’Annunziata, me he topado con Ruggero que me estaba esperando en su oficina con las puertas abiertas. ¿Te apetece asistir a un concierto en la catedral? Ya sabes que estoy dispuesto a no dejar pasar ni una oportunidad, les respondo. Pero ¿de qué se trata? Según explica el folleto que me muestra, hoy es el día en que se conmemora el aniversario de la fundación de l’Opera di Santa Maria del Fiore, el organismo que promovió la construcción de la Duomo y que en la actualidad se encarga de mantenerlo y, sobre todo, de dirigir el tráfico de las hordas de visitantes que la frecuentan a diario. Además, (esto ya lo sabía) este año se celebra por todo lo alto el 750 aniversario del nacimiento de Dante. Suficiente para convencerme. Entonces tenemos que cenar rápido si queremos llegar a tiempo y coger un buen sitio, me responde.
No logro convencerlo para que se suba en la moto. Aunque me parece una mala idea moverse en coche por las estrechas callejuelas del centro de la ciudad, no me queda otro remedio que aceptarla. Aparcamos su Seat Ibiza blanco en el destartalado estacionamiento del mercato centrale y a las 8:45, con media hora de antelación respecto al horario previsto para el inicio espectáculo ya estábamos en el interior de la catedral. Había sitios de sobra pero para Ruggero ninguno era suficientemente bueno. Sígueme, me dice con seguridad, conozco a muchos de los responsables del servicio de orden. Y, desde luego que no se trataba de una bravuconada. A los pocos segundos un ujier embutido en un impecable traje negro nos hacía señas para que le siguiéramos con el fin de acomodarnos en las primeras filas. Los bancos de la nave están dispuestos de espaldas al altar mayor y la cúpula de Brunelleschi de modo que frente a nosotros queda el rosetón que diseñara Lorenzo Ghiberti y el monumental reloj destinado a señalar a los capellanes encargados del culto las horas canónicas. En los ángulos del cuadrilátero que lo enmarca Paolo Ucello pintó cuatro cabezas de profetas con un sentido de la perspectiva que anunciaba la gran revolución de la pintura que estaba a punto de llegar. Poco a poco va entrando el público y los bancos se llenan. Una simple ojeada permite deducir que aquí no hay turistas sino florentinos elegantemente vestidos con aire satisfecho por poder recuperar, aunque sólo sea por unas horas, un espacio que les ha sido arrebatado. A tenor de los saludos que se intercambian y de los corros que se forman en animada conversación, también resulta manifiesto que se trata de un público habitual en esta clase de actos. Se nos acerca un joven menudo, pelirrojo y de ojos claros que nos saluda con entusiasmo y se me presenta con afabilidad. Me llamo Ferruccio (nunca había oído antes este nombre) y estudio historia del arte, me dice. Al saber que vengo de Barcelona me habla con una erudición que me deja boquiabierto, de unas partituras musicales conservadas en el monasterio de Montserrat. Desde luego, este no es el tipo de intereses que tienen mis estudiantes, pienso. Frecuenta las actividades de la Academia. Tendremos ocasión de seguir hablando, me dice, mientras suena por los altavoces el aviso de que el concierto está a punto de comenzar.
En realidad, más que de un concierto se trataba de un espectáculo multimedia que fundía poesía, música e imágenes con la intención, según nos va explicando el narrador, de proponer un viaje al mundo de Dante a través de las melodías evocadas en la Divina Comedia, desde el canto gregoriano a las Cantigas de Santa Maria de Alfonso X El Sabio. Todo ello acompañado por la proyección de imágenes del mosaico del vecino Battistero. Me parece un espectáculo delicado y sensible aunque no siempre fácil de seguir. Por ello me llama la atención el silencio y atención con que lo hace el público. Claro que yo soy un ignorante de la Comedia: la función se centra en el Purgatorio y el Cielo y yo (lo reconozco con vergüenza) sólo he leído L’Inferno mientras que todos ellos lo han estudiado durante años en el Liceo. Trato de imaginar lo que opinaría el Sommo Poeta de un homenaje como este en la catedral de su amada Florencia a la que tanto lloró desde su destierro. Mientras desfilamos hacia la salida me desvío unos metros para volver a contemplar la tabla encargada en 1465 a Domenico di Michelino con una referencia expresa a las lecturas públicas de la Divina Comedia que tenían lugar en la catedral auspiciadas por la República con la participación de los más insignes literatos del momento.
Quien sabe si para retornarme a la realidad, durante el viaje de regreso Ruggero me explica el último método ingeniado por los timadores para desplumar en los semáforos a los conductores desprevenidos. Prefiero no caer en el tópico de la degradación de la ciudad. Ya se encarga de ello a diario la prensa local. Prefiero pensar que Florencia siempre ha sido así. Una ciudad de contrastes.