Menos mal que Ida me ayudó con la traducción. Siempre dejo estas cosas para el último momento lo que acostumbra a suponer una carga de tensión que podría evitar. Aunque en honor de la verdad debo decir que mi cerebro trabaja mucho más rápido cuando lo hace bajo presión. Admiro a los colegas que son capaces de preparar sus intervenciones con semanas de antelación. Cuando he intentado hacerlo, el resultado ha sido que me he entretenido con mil detalles innecesarios y al final le he dedicado mucho más tiempo del necesario. Mi estrategia consiste en ir madurando mentalmente lo que quiero decir para luego ponerlo por escrito el día anterior al evento. No me funciona mal, aunque con frecuencia comporten, como os digo, nervios de última hora, sobre todo cuando se produce algún imprevisto. Sea como sea, odio la improvisación. Muchos de mis colegas lo hacen y llegan a los actos con las manos en los bolsillos. Algunos son muy hábiles, pero a la mayoría se les nota a la legua que no se lo han preparado. Empiezan a divagar sobre cuestiones que nada tienen que ver con el motivo de la convocatoria y se alargan y se alargan poniendo a prueba la paciencia del público. Me parece una falta de respeto tanto hacia el auditorio como hacia los organizadores.
Todo esto viene a cuento de que ayer jueves viajé a Nápoles, ida y vuelta en el día, para participar en la presentación del segundo volumen de la colección Ceremoniale coordinada por Attilio Antonelli del que os hablé hace unos días –tanto por ver, todavía…-. Como se esperaba que hablara en italiano y no bastaba con decir frases generales, decidí escribirme el texto. Le dediqué a ello la mañana del miércoles en la biblioteca del Kunst. Otra mañana desaprovechada para mi investigación. Al mediodía se lo mandé a Ida que en un par de horas me lo tenía corregido. Me doy cuenta de que ella anda también con el tiempo muy justo y mne sabe mal pedirle estos favores. Así que me pude ir más tranquilo a mi clase de inglés con Jonathan Fitchett. Todavía no os he hablado de él. Lo haré otro día con más tiempo. Por el momento os digo tan solo que es un profesor de la Universidad de Kent, especialista en el uso académico del inglés, que está trabajando este año en el centro de idiomas del Instituto Universitario Europeo. Un trotamundos horrorizado con el Brexit. Bueno, en realidad me fui relativamente tranquilo a la clase. Cuando estaba a punto de salir de la AdeiP me entró el mensaje de Enrico Cavallà. Se había enterado de mi viaje a Nápoles y me invitaba a comer a su casa. Conocí a Enrico durante mi primera estancia napolitana, cuando ambos nos alojamos en la Residenza Monterone, si bien desde entonces hemos tenido pocas ocasiones de vernos. Le agradecí mucho la invitación que acepté de inmediato. Aunque alteraba mis planes iniciales. Sobre todo, porque me iba a obligar a apretar el horario ya que su casa se encuentra en el Vomero, la parte alta de la ciudad, y la presentación iba a tener lugar en el auditorio del Palazzo Zevallos, en la via Toledo, en la parte baja. Los que conocéis Nápoles sabéis lo que significa subir y bajar la colina con la funicolare. Además, quería aprovechar para acercarme hasta Castelnuovo. Y ya era demasiado tarde para adelantar el horario del tren que tenía prevista la llegada a las 12:33. En fin, que no me quedaba otra que correr si quería llegar a todas partes.

Mientras, ya en el frecciarossa, repasaba el texto de mi intervención, era demasiado largo y tenía que recortarlo, me entró otro mensaje. Esta vez de Julia Asencio. Acababa de regresar a Barcelona después de tres meses en su país. Necesitaba encontrar un nuevo apartamento y me pedía si, mientras tanto, podía dejar sus cosas en mi oficina de la calle Pelai. Sobre la marcha escribí a Maria Jesús, que es la portera más servicial que nunca he conocido, para que le abriera la puerta. «Ningún problema», me respondió enseguida. He llegado a desconectar tanto de mi ciudad que me pareció estar comunicándome con el espacio sideral.
Me produce siempre una extraña sensación regresar a Nápoles, una ciudad que, hasta que se interpuso Florencia, consideré mi segunda ciudad. «Un plato de difícil digestión» me dijo en cierta ocasión Sinem Eryilmaz, una historiadora turca que vive en Barcelona. No puedo estar más de acuerdo. O la amas o la odias. Yo pensaba que había llegado a amarla, pero mi primera reacción cada vez que regreso es de rechazo institntivo por el ruido y el caos que la domina. Necesito pasar unas horas antes de volverme a reconciliar con ella. ¿Qué pretendía el adolescente con aspecto de sabérselas todas que, inesperadamente, se abalanzó sobre mí mientras, ya en la estación de Napoli Centrale (completamente remodelada con delirios de grandeza) trataba de entender el funcionamiento de la máquina expendedora de los billetes del metro? ¿Qué le diera una propina a cambio de ayudarme? ¿Engañarme para quedarse con el cambio? O, simplemente, aprovechar un descuido para quedarse con mi cartera. Me lo saqué de encima con malas formas. Quizá fui injusto, pero no estaba dispuesto a correr riesgos. La verdad es que en Nápoles solamente me han robado una vez y fue culpa mía por ponerlo tan fácil. Pero la fama de la ciudad hace que uno esté especialmente prevenido. Todos mis amigos que quieren viajar a Nápoles, y os aseguro que cada vez son más, empiezan siempre la misma pregunta: ¿es segura? Me da rabia que me inquieran por eso y no por las maravillas que oculta el follaje de esta selva.

Durante años mi percepción de Nápoles pasó siempre por el filtro de la impronta que dejaron los españoles durante los más de doscientos años que la gobernaron: la Via Toledo, Port’Alba, Fontana Medina, San Giacommo degli Spagnoli, Quartiere Spagnoli… y, por encima de todo, palazzo reale al que tantos años le he dedicado. José Vicente Quirante, que fuera director del Instituto Cervantes de Nápoles y es seguramente el español más enamorado de esta ciudad, me regaló hace poco su Nápoles española en diez paseos entre calles, palacios, monumentos e iglesias, un libro maravillosamente editado, inspirado en la larga tradición de relatos del Grand Tour escritos por viajeros del pasado. Se lo agradecí sinceramente, aunque ahora me interesan más otras cosas si bien no me hago ilusiones: quedan muy pocos vestigios de la ciudad que habitó Eleonora en su juventud.
Cuando viajé por primera vez de Nápoles a Florencia, me sentí como si estuviera navegando entre dos continentes. Tenía la cabeza contaminada por mis lecturas sobre la excepción cultural napolitana. Solo recientemente, he empezado a verlo de modo distinto. Si algún día logro acabar mi libro sobre Eleonora quizá me plantee escribir otro que podría titularse algo así como «Florencia y Nápoles: dos historias conectadas». Quizá algo similar a lo que hizo Peter Burke con Venecia y Amsterdam. Hablaré del famoso viaje de Lorenzo el Magnífico a la corte del rey Ferrante en 1479; del trasiego constante de artistas entre ambas ciudades; de los múltiples intereses que entrelazaron a sus mercaderes; de tantas mujeres nacidas o educadas en Nápoles que partieron un día para casarse con patricios florentinos que no eran sólo los Médici. Y, por supuesto, hablaré de la intervención de los virreyes españoles en la política de la Toscana a fin de favorecer las aspiraciones de sus señores en Italia. Aunque en este último punto no sé si seré capaz de añadir nada a lo que ha escrito Carlos J. Hernando Sánchez. Su libro Castilla y Nápoles es una mina inagotable de información que me sorprende con nuevos datos y matices cada vez que vuelvo a consultarlo. Su mensaje principal es que la alianza entre el virrey Pedro de Toledo y Cósimo de Médici, materializada en el matrimonio de Eleonora, fue sólo la culminación de una larga historia de entrometimientos españoles en la convulsa política florentina; siempre en favor de la familia Médici a la que pensaban manejar a su antojo. Ya en 1512 el virrey Ramón Folc de Cardona había jugado fuerte para favorecer su regreso a Florencia. El asedio de la ciudad en 1530 y la posterior restauración de los Médici había sido dirigida desde Nápoles por otro virrey, aunque de origen flamenco, Filiberto de Châlons, principe de Orange. Años más tarde, el 3 de enero de 1536 se celebraba en el Castel Capuano de Nápoles la boda del duque Alessandro con Margarita con asistencia del emperador acompañado por el virrey Pedro de Toledo que había intervenido activamente en la gestación del matrimonio. De hecho, con apenas doce años, Margarita había sido enviada de Flandes, donde había nacido, a Nápoles y puesta bajo la custodia de don Pedro. Cuando después de la boda los nuevos esposos marcharon a Florencia, fueron acompañados por la propia virreina, María Osorio, es decir, la madre de Eleonora. A la muerte de Alessandro en enero de 1537, Margarita fue enviada de nuevo al Reino de Nápoles y puesta otra vez bajo la custodia de don Pedro.
Aunque resulte una obviedad afirmarlo, lo cierto es que las relaciones entre don Pedro y Cósimo fueron mucho más allá de los vínculos familiares entre suegro y yerno. Ambos entendieron a la perfección que se trataba de un win to win. Que sus destinos estaban atados como lo había estado la historia de ambas ciudades en las décadas precedentes. Que debían afrontar problemas similares y que más les valía cooperar. Ambos asumieron el mando en un momento de fuertes turbulencias en sus respectivos territorios; debieron afrontar una férrea oposición a sus nombramientos; necesitaban ganarse el favor del emperador Carlos rodeado de voces insidiosas dispuestas alimentar la desconfianza hacia ellos; ambos optaron por aplicar un programa político de creciente autoritarismo y un activo programa cultural en apoyo de sus objetivos. La frecuente correspondencia de los embajadores florentinos en Nápoles, Pirro Musefilo primero y Francesco Babbi más tarde, no dejar lugar a dudas: el virrey y el duque navegaban en el mismo barco (Hernando, Castilla y Nápoles p. 125 y notas 63, 64).
Claro que no siempre fueron unas relaciones fáciles. Sobre todo, a partir del momento en que Cósimo descubrió que la factura que estaba pagando era demasiado alta. El virrey empezó a lamentarse cada vez más, no sin buenos motivos, por el poco caso que le hacía su yerno. Pero eso no significaba que Cósimo no hubiera aprendido de él algunas lecciones. Sobre todo, aquellas que hacían referencias al modo de escenificar el poder. Y esa era, precisamente, la especialidad de Eleonora, que pronto se reveló como una aventajada discípula de su padre. El testimonio que nos ha dejado el embajador de Mantua, el conde Nicola Maffei, que viajó a Nápoles en 1535 con motivo de la estancia del emperador Carlos V en la ciudad, resulta revelador. Quedó impresionado por el modo en que don Pedro celebraba sus audiencias públicas, siempre «sotto il baldacchino», rodeado de los principales señores y damas de la corte,«con una gravità et maestà grande». No se le escapó el detalle: «tenendo a un lato la moglie, da l’altro le due figliuole (Isabel y Eleonora) di conveniente bellezza, ma riccamente vestite…» (cit por Hernando Sánchez, Castilla y Nápoles, p. 467).
Quizá Vega de Martini exagera cuando llega a afirmar que «Eleonora promovió la transformación “monárquica” del estado florentino con un programa de exaltación dinástica a imitación del modelo virreinal» (Vega de Martini, Eleonora da Toledo, p. 193). Dudo mucho de que tuviera lo que hoy entendemos como un programa. De lo que no tengo dudas es de que había crecido en un ambiente que consideraba que los gobernantes debían ser, ante todo, buenos actores. Y Nápoles ofrecía el mejor escenario que cualquiera de ellos podía soñar. Una ciudad en la que cada calle, cada esquina, cada plaza, era un recordatorio de la autoridad de sus gobernantes. «Es la gran capital de Italia», me dijo en cierta ocasión Encarnación Sánchez García, catedrática de Literatura Española en la Università degli Studi di Napoli L’Orientale, mientras tratábamos de abrirnos paso por la Via Toledo abarrotada de paseantes, vendedores ambulantes y mendigos. «Roma es clerical y las ciudades del norte son provincianas». Me pareció exagerada, pero entiendo la parte de verdad que hay en una afirmación tan categórica. Después de haber vivido en Nápoles, la sensación que debió experimentar Eleonora cuando llegó por primera vez a Florencia debió ser la de un villorrio. Es cierto que los Médici, y no sólo ellos, habían sido grandes patrones de las artes y la cultura, pero nunca se habían planteado convertir la ciudad en un escenario para la representación de su autoridad. ¿De donde sacó Cósimo la idea de empezar a hacerlo, se pregunta Vega de Martini? Su respuesta es clara: se la dio Eleonora (Vega de Martini, Eleonora da Toledo, p. 194-195).
En los últimos años otros muchos historiadores se han planteado esta misma cuestión. Carlos Plaza, que, como ya os dije, ha estado en la VIT durante el primer trimestre del curso, está ultimando un libro que se titulará «Españoles en la corte de los Médici. Arquitectura y política en tiempos de Cosimo I». Pero quizá, quien más ha insistido en esta idea ha sido, una vez más, Bruce Edelstein. «In attempting to create virtually ex novo his own princely court, it was natural that Cosimo should turn to Naples for the models of behavior and patronage that could be found both in the actions of its current representative of imperial power and its old royal Aragonese traditions» (Edelstein, Aqua viva e corrente, p. 189). Claro que a él lo que más le interesa son, como también os comenté –un jardín para la Signora Duquesa-, los jardines. Lo tiene claro: sin los jardines napolitanos de Castelnovo y, sobre todo, Poggioreale no se pueden entender ni los del Boboli, ni los de la Villa de Castello ni otros tantos, como el de Poggio a Caiano, remodelados durante los años de Eleonora. Es una lástima que hoy día no quede ya casi nada de aquellos. El antiguo jardín de Castelnovo, que ocupaba el espacio entre la fortaleza y la actual Piazza del Plebiscito, ha sido reducido a la mínima expresión, cuatro árboles sin gracia alguna, para hacer sitio a los vehículos, a la mole inmensa del Palazzo Reale y el teatro de San Carlo. La de Poggioreale es una historia todavía más triste.
Situada al noreste de la ciudad, en una de las zonas de caza preferidas por los reyes de la casa de Aragón durante el siglo XV, la villa con sus magníficos jardines fue encargada en 1485 por Alfonso II al arquitecto florentino Giuliano da Maiano, seguramente por consejo de Lorenzo el Magnífico que conoció el plan durante su viaje de unos años antes. La solución para canalizar el agua fue tan ingeniosa que el propio Lorenzo la aplicó posteriormente en sus villas. Cuando el rey francés Carlos VIII invadió el reino unas décadas más tarde, quedó tan impresionado por el jardín de Poggioreale que ordenó construir otros similares en Francia. A pesar de que en 1535 se encontraba en un estado bastante deteriorado, don Pedro de Toledo quiso que la entrada triunfal del emperador Carlos V arrancara de Poggioreale. La villa fue también el lugar escogido para la celebración de muchas de las fiestas y banquetes celebrados en esa ocasión. Sin duda las delicias de Poggioreale no debieron pasar desapercibidas a Cósimo que por esas mismas fechas se encontraba también en Nápoles. Desgraciadamente, hoy no queda nada de ella. El edificio más reconocible de la zona es una prisión para camorristas que lleva el nombre de un antiguo director asesinado por uno de ellos.

Aunque no sólo los jardines napolitanos estuvieron en el punto de mira de Cósimo y Eleonora. En un artículo reciente, Andrea Galdy y Robert G. La France han defendido que la transformación de Palazzo Vecchio en residencia ducal se inspiró en las reformas llevadas a término por Pedro de Toledo en la fortaleza de Castelnovo. Viendo ambos edificios cuesta aceptar que eso fuera así. Pero ellos trantan de argumentar que la ampliación del apartamento de Eleonora en la quinta planta del edificio, donde también habitaban sus hijos y sus damas de compañía, conserva múltiples semejanzas con la reforma que don Pedro ordenó de su propio apartamento en Castelnuovo. He visitado Caltelnuovo en diversas ocasiones, sobre todo para entrevistarme con Giuseppe Galasso, que me recibía siempre, con un puro en la mano, en su despacho de presidente de la Società Napoletana di Storia Patria que tiene su sede en el interior de la fortaleza, pero confieso que nunca he logrado formarme una imagen de conjunto del lugar. Mi plan inicial era haberlo hecho nuevamente ayer para comprobarlo directamente si bien tengo dudas de su estado de conservación tras el incendio que sufrió esa parte del complejo y las múltiples reformas posteriores. Pero eran casi las cuatro de la tarde cuando salí de casa de Enrico. El acto estaba previsto a las cinco y no podía arriesgarme a llegar tarde.

Siempre me han sorprendido los horarios tan tempranos en los que se cebran este tipo de actos; al parecer son habituales en Nápoles, pero no en Florencia ni, por supuesto en Barcelona donde resultaría impensable la presentación de un libro antes de las siete de la tarde. Para acabar de estropearlo todo, no funcionaba el funicolare Centrale que me hubiera dejado casi enfrente del palazzo Zevallos, lugar de la presentación. Así que tuve que tomar el de Chiaia que me dejó en Piazza Amadeo. No me hubiera importado demasiado sino fuera porque no tenía tiempo de disfrutar el paseo por el que fue mi barrio durante mi primera estancia en Nápoles: via Crispi, donde se encuentra la Residenza Monterone, casi enfrente de la que fue villa de verano del gran Benedetto Croce; las vias dei Mille y Filangieri con sus tiendas de ropa cara y extremada, Via Chiaia atravesada por el gran cavalcavia que hizo construir el conde de Monterrey. Se mezclan en mis recuerdos la nostalgia y la desazón: ¡cuantas veces recorrí estas calles camino de la Biblioteca Nazionale, completamente perdido, sin saber por qué estaba aquí!
Cuando llegué a palazzo Zevallos, Attillio, agitado como siempre, estaba dando las últimas instrucciones a su equipo. Lo tiene todo perfectamente organizado. Se le nota satisfecho. Admiré, una vez más, su habilidad para formar una squadra de chicos jóvenes a los que ha logrado inculcar una pasión incondicional por su proyecto. Entre ellos se encuentra Stefano, que se adelanta a saludarme. Me da vergüenza aceptarlo, pero lo cierto es que no lo había reconocido a pesar de que sin su ayuda hubiera sido incapaz de escribir mi último libro, L’imperio di Spagna allo Specchio. Me ocurre cada vez más: se me olvidan las caras. Saludo a Aurelio Musi que fue en su día uno de mis lazarillos en el intricado mundo de las bibliotecas napolitanas. A él sí que lo reconocí a pesar de que hacía una eternidad que no lo veía y que su otrora poblada cabellera había desaparecido casi por completo. Estaba más preocupado por el partido de fútbol del Nápoles contra el Villareal que se jugaba esa tarde que por el acto que nos convocaba. Quizá esa fuera la razón del extraño horario. Me acomodé junto al resto de los ponentes en la primera fila del elegante recinto que en su día acogió las ventanillas de la Banca Commerciale Italiana y hoy hace las veces de salón de actos. No sé cómo consiguió Attilio los servicios del Fanzago Baroque Ensemble, el grupo musical que abrió el acto. Llegó mi turno tras el del Soprintendente Belle Arti e Paesaggio per il Comune e la Provincia di Napoli y el propio Aurelio Musi. No es por hacer comparaciones, pero quedó claro que no se habían preparado sus parlamentos ni la mitad de lo que lo había hecho yo.

Apenas concluida la intervención de Andrea Zezza, un profesor de historia del arte de la universidad de Nápoles al que no conocía y a quien apenas pude saludar salí con prisas para no perder mi tren de regreso a Florencia. Ya en la puerta veo a Giovanni Muto sentado en la última fila. Se levanta raudo para saludarme. Me da la impresión de que, atento como es siempre, tiene un poco de mala conciencia. Estuvo en Florencia la semana pasada y no me dijo nada. Bueno, me avisó el último día mientras yo me encontraba en San Gimignano proponiéndome vernos en la estación mientras esperaba la salida de su tren. Apenas podemos cruzar unas pocas palabras. Me aconseja cómo llegar a la Stazione Centrale tomando la metropolitana en la nueva estación que acaban de inaugurar en Via Toledo. Me quedo admirado cuando la veo. ¡Es fastuosa! ¿Por qué una ciudad con tantos problemas como esta se gasta el dinero en obras púbicas tan descomunales? No querría caer en los juicos fáciles. Eso sí, el metro seguía circulando con tanto retraso como siempre, de modo que no me quedó otro remedio que correr a toda velocidad para tomar por los pelos el frecciarosa. Ya en el tren, necesité un buen rato para recuperar el resuello.
Para saber más
Edelstein, B.,““Aqua viva e corrente”. Private display and public distribution of fresh water at the neapolitan villa of Poggioreale as a hydraulic model for sixteenth-century Medici gardens”, en Campbell, Stephen; Milner, Stephen J.,Artistic Exchange and Cultural Translation in the Italian Renaissance City, Cambridge, 2004.
Gáldy, Andrea M. andLa France, Robert, “Golden Chambers for Eleonora of Toledo: Duchess and Collector in Palazzo Vecchio”, en Susan Bracken, Andrea M. Gáldy, andAdriana Turpin, Women Patrons and Collectors, Newcastle upon Tyne, Cambridge Scholars Publishing, 2012, pp. 1-34.
Hernando, C.J.,“Los Médicis y los Toledo: familia y lenguaje del poder en la Italia de Felipe II”, en Italia non spagnola e monarquia spagnola tra ‘500 e ‘600. Politica, cultura e letteratura, a cura di Giuseppe Di Stefano, Elena Fasano Guarini, Alessandro Martinengo, Firenze, Leo S. Olschki, 2009.
Hernando, C.J., Castilla y Nápoles en el siglo XVI. El virrey Pedro de Toledo, Junta de Castilla y León, 1994.
Vega De Martini; José M. Morillas Alcázar,“Eleonora da Toledo: un modello artístico tra Napoli e Firenze” en Rivista Storica del Sannio, 3 (2005), pp. 181-197.