Toda la prensa local se hace eco estos días de la noticia: Old England Stores, el histórico comercio de productos ingleses de Via Vecchietti anuncia su cierre para final de año. «Un vero peccato» escribe Laura Gianni en la Nazione; «Un altro che si arrende» según La Repubblica; «una città dove il grande mangia il piccolo», se lamenta Il Corriere Fiorentino que no duda en señalar a un turismo que se limita s picoteasr en vez de detenerse a valorar tantas cosas buenas como esta ciudad puede ofrecerle. Un extendido sentimiento de nostalgia por un mundo que se evapora. El pasado es un país extraño al que tendemos a mirar con añoranza a medida que se aleja de nosotros, escribió David Lowenthal.
Flota en el ambiente la sensación de que el cierre de Old England Stores clausura una etapa de la historia de Florencia que no todos en su día contemplaron con tanto afecto como ahora. Una etapa en la que la presencia de una numerosa y activa colonia inglesa dejó una huella profunda, hasta el punto de que el calificativo de ingleses llegó a aplicarse a todos los extranjeros. «Sono arrivati gli Inglesi», grita el portero del hotel en una conocida comedia de ambientación local, «ma non so se sono russi o tedeschi» (han llegado los ingleses, pero no sé si son rusos o alemanes). El recoleto Cimintero degli Inglesi es sin duda el mejor testimonio de esta etapa que alcanzó su punto culminante durante la segunda mitad del siglo XIX. En él reposan, celosamente custodiados por una robusta religiosa de la iglesia evangélica reformada suiza, americanos, alemanes, suizos, rusos o nórdicos de la más diversas procedencias. Es decir, todos ingleses.
Harold Acton (que, si bien nació en la villa La Pietra, la residencia florentina de su familia, era una mezcla de inglés y americano) comienza su breve y delicioso librito sobre la ciudad y las villas toscanas, afirmando que «a principios del siglo XX, Florencia era la única ciudad italiana con un fuerte acento inglés». Christopher Hibbert dedica un extenso capítulo su Florence: The Biography of a City, a narrar sus variopintas actividades. Una «ville toute anglaise» escribieron los hermanos Goncourt (en cuyo honor se concede el premio literario más apreciado hoy día en Francia) tras visitar la ciudad en 1855.

Museo de Casa Guidi
Muchos de ellos fueron escritores llegados con la esperanza de encontrar la inspiración del genius loci. Numerosas placas distribuidas por la ciudad recuerdan el lugar donde residieron. En la elegante Via Tornabuoni lo hizo George Eliot que ambientó su novela Romola en los terribles años del gobierno de Savonarola. En la casa Guidi, en la Piazza de San Felice del Oltrarno, arruinó los últimos años de su existencia consumiendo opiáceos la poetisa victoriana Elizabeth Barret Browning, «che scrisse in inglese con animo italiano», según reza la lápida situada sobre la puerta de entrada. Hoy es un pequeño museo que trata de reflejar la fusión del más puro estilo british con la tradición florentina. Los Trollope (Thomas Adolphus y Theodosia), ambos escritores de éxito en su momento, hicieron de su villino, en una esquina de la Piazza dell’Indipendenza, el punto de encuentro de la sociedad británica en la ciudad. El poeta Walter Savage Landor, que llegó en 1821 y permaneció hasta el final de sus días en 1864, optó también por el Oltrarno donde escribió sus Conversaciones imaginarias. Una placa en la fachada del Palazzo Marini en la plaza de la estación de Santa Maria Novella, recuerda el edificio en el que Percy Bysshe Shelley, la quintaesencia del romanticismo inglés, tanto por su obra como por su tenor de vida, compuso algunas partes de su Prometeo Liberado con la famosa Oda al Viento del Oeste. Gracias a la aclamada película de James Ivory, Edward Morgan Forster es en la actualidad uno de los ingleses florentinos más recordados. En 1901 escribió su Habitación con vistas mientras vivía en la pensión Simi del barrio de Santa Croce, que vertía directamente sobre el Lungarno delle Grazie. Buscando mejores perspectivas de la cúpula de la catedral y la torre de Arnolfo del palazzo della Signoria, Irving trasladó el escenario del drama amoroso al Hotel degli Orafi en la via degli Archibusieri, junto a la Galería de la Academia. Con ello privó a los espectadores de la veduta que cada mañana se ofrecía a Morgan Foster cuando abría la inspiradora ventana de su habitación. Otro amante de las buenas vistas fue Aldous Huxley que, a diferencia de la mayoría de sus compatriotas, prefirió la soledad de la Villa Minucci del Rosso, en la colina de Santa Margherita a Montici, donde pudo, eso sí, disfrutar de espectaculares perspectivas sobre la ciudad como él mismo recordó en The young Archimedes, la historia con fuerte tono autobiográfico de una pareja de ingleses de vacaciones por la Toscana.
Algo más tarde llegaron los americanos. James Fenimore Cooper, el autor de El último mohicano fue, en 1828, uno de los primeros en hacerlo. Alquiló un pequeño apartamento de 10 habitaciones en el Palazzo Ricassoli, cercano a la catedral. Por lo visto, nadie le había avisado del calor sofocante que en verano puede llegar a hacer en el centro de la ciudad. Cuando se dio cuenta salió corriendo a una de las colinas situadas más allá de Porta Romana, sin duda, un lugar más adecuado a sus gustos. «Una casa con dos belvederes cubiertos desde donde uno se puede sentar a disfrutar de la brisa y contemplar los olivos», escribió en sus Excursions in Italy. Decididamente, los americanos soportaban el calor peor que los ingleses y prefirieron los espacios abiertos a los agobios del centro. Cuando llegó en 1858, Nathaniel Hawthorne, el autor de La Letra Escarlata, se acomodó en un apartamento de la via de’ Serragli, pero pronto se mudó a la colina de Bellosguardo, muy cerca de donde vivió Cooper. La excepción fue el crítico y poeta Henry Wadsworth Longfellow, el primero en traducir la Divina Comedia al inglés. Buscó alojamiento en un edificio de Piazza Santa Maria Novella conocido en la época como «La mecca degli stranieri» por el elevado número de forasteros que lo habitaban. Fiel a los gustos americanos, Mark Twain residió, durante su primera estancia en 1866, en la Villa Viviano de Settignano (hoy dedicada a la celebración guateques) donde disfrutó de «la vista más encantadora que se puede encontrar en este planeta». Fue uno de sus periodos más prolíficos en el que escribió Pudd’n head Wilson (el bobo Wilson). En su segunda estancia alquiló la villa di Quarto, cercana a la villa del Castello, en una de las pendientes del Monte Morello. Tras el fallecimiento de su esposa en 1904 abandonó Florencia para nunca más regresar.

Henry James en Florencia
Sin duda, el escritor norteamericano que más estrechamente ligó su destino a Florencia, fue Henry James. Cuando llegó en 1873 a la edad de 30 años todavía no había alcanzado la inemsa fama de que más tarde disfrutaría. Su primera experiencia difícilmente pudo haber sido más negativa. Los días eran opresivamente calurosos y las noches una tortura a causa de los mosquitos escribió a su hermano William. Decidió mudarse a Siena, pero a las pocas semanas estaba de regreso. Decidió que el calor no iba a privarle de tantas maravillas como la ciudad podía ofrecerle. Dedicó las mañanas a escribir en su modesto apartamento de la Piazza Santa Maria Novella y las tardes a pasear por los alrededores y visitar iglesias y museos. «Bendita Florencia», escribió en una carta a su hermana: «mis trabajos literarios reflejarán sin duda los efectos benéficos de mis paseos en este lugar» Y así fue. En «ése lugar» escribió algunas de las obras que le abrieron el camino de la fama: Roderick Hudson, Daisy Miller y Washington Square. Más tarde llegaría la más aclamada, Retrato de una dama compuesta en la habitación de su nuevo apartamento con vistas al rio Arno.
Tan destacada como la presencia de escritores fue la de los artistas. Hace algunos años el museo de Palazzo Strozzi les dedicó la exposición Americani a Firenze. Como es norma de la casa, eligió una figura simbólica para atraer al público. En este casó fue la de la de John Sirgent Sargent que había nacido en Florencia donde su acaudalado padre había adquirido una villa que sosegara las inclinaciones melancólicas de su esposa. Sergio Vila-Sanjuan me encargó una crítica para el diario La Vanguardia de Barcelona. Para no alargarme, os dejo el artículo que entonces escribí: ¿Qué tiene Florencia que tanto atrae a los americanos?
The Old England Stores fue en realidad abierta por un avispado italino, Carlo Moraci, en 1924 cuando la comunidad anglosajona florentina comenzaba a declinar, para proveerla de tweeds, zapatos, paraguas, tés, biscuits, salmón ahumado, mermeladas y otros añorados productos de la madre patria. Pronto se convirtió en un símbolo. Franco Zefirelli le rindió homenaje en su Té con Musolini, una película centrada en las peripecias de los excéntricos ingleses y americanos incapaces de entender lo que estaba ocurriendo durante el ventenio fascista. Ignoro hasta qué punto seguía cumpliendo en la actualidad su función original. La única vez que entré en ella fue para comprar una corbata modelo Wimbledon que me había encargado (con gusto más que dudoso) Marco Ridella. La dependienta que me atendió no sabía ni lo que eso era. Cuando hace unos días, durante una comida en la Villa I Tatti, me lamenté por la triste noticia del cierre del negocio, mis colegas ingleses me miraron estupefactos. Por lo visto, ninguno de ellos añora las mermeladas de Wilkin&Sons.