Fin de semana intenso. Intenso y largo. Me doy cuenta de que debería recortar algunas actividades si quiero avanzar con la investigación. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿Dejar escapar la posibilidad de disfrutar de la basílica de Santo Spirito por una vez que, ¡finalmente!, la encuentro abierta? ¿Irme de aquí sin visitar San Gimignano? ¿Perder una ocasión inmejorable de contemplar los frescos de Masaccio en la capella Brancacci de la iglesia del Carmine? Nada de eso, ¿verdad? Pues ya podéis entender mi dilema. Y, por si esto fuera poco, el próximo todavía va a ser más intenso y largo ya que entre jueves y domingo tendré conmigo a Ramon y Pepe con Isabel y Edith. En fin, si en vez de investigar en Florencia lo hiciera, ¡quien sabe donde!, seguramente no se me plantearían estas disyuntivas.
Viernes, 5 de febrero: Visita de Attilio Antonelli.
Ya os lo he mencionado en alguna ocasión. Attilio trabaja en la Soprintendenza per i beni architettonici, paesaggistici, storici, artistici et etnoantropologici per Napoli e provincia. Imposible de memorizar, ¿verdad? Deberían concederle un premio al genio que se le ocurrió este nombre. Como tantas cosas en Italia debe ser el resultado de arduos equilibrios políticos y luchas de poder. Para decirlo en dos palabras: Attilio se ocupa de reconstruir la historia del Palazzo Reale de Nápoles. Lo conocí casi por casualidad hace ya más de quince años mientras me planteaba escribir sobre las pinturas de las salas nobles del edificio – La mirada italiana-. Me lo presentó Mauro Scarpelli, un estudiante de derecho que vivía como yo en la residenza Monterone, del que no he vuelto a saber desde hace muchos años. Desde entonces Attilio se convirtió en mi lazarillo para transitar por los inextricables vericuetos de las bibliotecas, archivos, museos e instituciones napolitanas donde se encontraba la información que necesitaba. Aunque nacido en Viterbo lleva mucho tiempo afincado en Nápoles, ciudad de la que, aunque se resista a reconocerlo, está enamorado y conoce como pocos. La de Attilio es la historia de una vocación tardía a la actividad investigadora. «No soy un académico y escribir no es lo mío» me contestó la primera vez que le propuse publicar sus trabajos. Lo suyo, entonces como ahora, era guiar al tropel de presuntuosos sabelotodo que, como era mi caso, pretendían adentrarse en la selva napolitana con la seguridad de que iban a encontrar ellos solitos el tesoro. ¡Vana aspiración! Hasta que un día decidió cambiar el rumbo. El resultado está siendo una monumental colección de libros sobre las ceremonias de los virreyes españoles que vivieron en el palacio real. Su convicción, que comparto plenamente, es que la arquitectura de estos edificios sólo se entiende a la luz de las ceremonias que en ellos tenían lugar. Para mí siempre ha sido un misterio el modo como ha conseguido los medios económicos para publicar unos libros tan bien cuidados. Pero, él tiene sus recursos. Hace unas semanas me anunció la inminente publicación del tercer volumen de la colección y me pidió si estaría dispuesto a intervenir en el acto de presentación que tiene previsto realizar a finales de este mes de febrero. Como me vio titubear, decidió venir a Florencia para acabar de convencerme. Sabe perfectamente que no voy a negarme, aunque la propuesta me pille a traspié.

Quedamos en encontrarnos en la estación de Santa Maria Novella. Su tren tenía prevista la llegada a las 10:22. Por suerte Ruggero me prestó su Seat Ibiza para ir a recogerlo y desplazarnos desde ahí a la VIT. Mi propuesta de hacerlo en moto ni siquiera fue considerada por Attilio lo que, ciertamente, me ha complicado no poco las cosas. Era la primera vez que conducía entre el caos circulatorio del centro de la ciudad especialmente intenso a estas horas de la mañana. Imposible aparcar en la calle, así que decidí hacerlo en el parking subterráneo de la estación. Por fortuna, el frecciarossa llegó puntual. Él lo hizo, como siempre, acelerado y refunfuñando por el funcionamiento de los servicios públicos. Ya de camino al aparcamiento, atravesamos el centro comercial situado en el subsuelo de la estación. Como es en él habitual, no perdió la ocasión de protestar: «en toda Italia están convirtiendo las estaciones en mercados». Prefiero no contestarle porque, así de entrada, me siento incapaz de vislumbrar donde está el problema.
Como ya me había dejado claro cuando me anunció su viaje, uno de sus objetivos era conocer la VIT. Mientras esperaba la llegada de su tren recordé que él fue, durante una cena en casa de Xavi Torras en Barcelona, uno de los primeros que me habló de su existencia y de la figura de Bernard Berenson. Así que lo había planificado todo para que la visita saliera del mejor modo posible. Empezando por el itinerario. Decidí llevarlo por San Domenico de Fiesole para mostrarle el convento donde vivió el beato Angélico y la sede del Instituto Universitario Europeo situada a pocos metros de este último. Convencido como estaba de mis dotes como guía turístico, me causó una cierta decepción su escaso interés por mis explicaciones. Lo que le ocupaba la cabeza en estos momentos era la presentación de su libro. Y lo que a mí más me inquietaba era la comida con mis colegas. Su espontaneidad desconcertante, muy alejada de las prácticas sociales académicas, me han sacado los colores en más de una ocasión. No sabía como ello encajaría con las formalidades de la VIT. Además, Jonathan Nelson no me lo había puesto fácil. Alina Payne se encuentra estas semanas en Boston participando en el Annual Meeting de la Renaissance Society of America, así que se ha quedado como responsable de lo que él entiende como la aplicación estricta del reglamento. Y ese reglamento prevé, tal como me recordó cuando le sugerí la posibilidad de invitar a Attilio a comer con nosotros, que debería haber solicitado autorización a la directora. Si finalmente accedió fue porque justamente ese día coincidía con una visita a la cúpula del duomo organizada por Margaret Haines, una de las investigadoras eméritas, a la que asistiría la mayoría de los fellows y, por lo tanto estaríamos pocos a comer. Todavía la noche anterior me escribió un correo planteando no sé qué problema sobre la presentación prevista de los invitados antes de iniciar el almuerzo. Le respondí que me encargaría de ello, lo que pareció tranquilizarle. En puridad, la responsabilidad de sustituir a Alina le correspondería a Michael Rocke como director de la biblioteca, pero por lo visto no está por la labor y, para mi desgracia, pasa de hacerlo.
Tras saludar a Patrizia en la recepción (sigue siendo mi mejor aliada en esta casa) y recorrer algunas salas de la biblioteca, decidimos pasear por el jardín hasta la hora del almuerzo. Y, en el momento menos esperado, tras unos matorrales apareció Jonathan. Cruzo los dedos mientras hago las presentaciones. Como suelen hacer la mayoría de mis colegas, Jonathan trata con gran deferencia a los responsables de las instituciones públicas italianas. Nunca se sabe cuando tendrás que acudir a ellos. Mucho menos impresionable que yo por las ínfulas de esta institución, Attilio se explaya a gusto sobre su actividad en palazzo reale y su colección de libros mientras, lo percibo claramente, se reblandece la rigidez inicial de su interlocutor. Suspiro aliviado. Además, ambos comparten interés por una de las ramas de la familia Médici instalada en el Reino de Nápoles. «Él sí que sabe, y ni como tú» me espeta Attilio en un momento de la conversación. No me molesta lo más mínimo. Al contrario. Jonathan acoge el comentario como un cumplido, lo que me allana el terreno. Ya durante el almuerzo, que hoy tiene lugar en el comedor pequeño, uno de mis espacios preferidos, de paredes forradas de libros y una tierna imagen de la Virgen con el Niño coronando la chimenea, se mantiene la misma tónica. Attilio hace enseguida buenas migas con Josko y Michael, mientras yo decido dejarlo a su aire y departir con Ingrid Houssaye. No se me ocurrió otra cosa que invitarle a viajar a Barcelona para impartir una de las conferencias en el Instituto Europeo del Mediterráneo que organiza mi departamento. No sé por qué lo hice. Seguramente para quedar bien con ella.
Finalmente, todo ha ido mejor de lo esperado, pensé mientras salimos de nuevo al jardín después de tomar el café. Me da rabia que después de después de seis meses me sigan preocupando tanto lar formalidades de la VIT. Pero no puedo evitarlo. Así son las cosas. Si por mí fuera, hubiera dado por concluida la visita a la VIT. Pero Attilio insistió en entregar a Michael los ejemplares de sus libros que ha traído para depositar en la biblioteca. Lo hacemos y emprendemos el camino de regreso a la estación del tren, no sin antes haber saludado a Ruggero en la AdeiP y comprar un vinsanto en EatIaly, una cadena de tiendas de productos locales a la que nunca hasta ahora había prestado atención pero que él aprecia mucho, y un magneto en un local de cachivaches.
Sábado 6 de febrero
Fin de semana de carnaval, una celebración que en Florencia tiene ante todo connotaciones infantiles. O, al menos, así me lo ha parecido a mí. Quizá porque durante estos últimos días las fachadas de todas las escuelas se han cubierto con carteles anunciando diversas actividades para la ocasión. Después de varios intentos fallidos, decido que de hoy no pasa sin visitar la basílica de Santo Spirito. En parte porque tengo todavía impresas en la retina las imágenes del funeral de Ashley que, como os dije, se celebró allí. En realidad, mi principal motivación era el crucifijo conservado en la sacristía atribuido a Miguel Ángel. Si la historia es cierta, en 1492, tras la muerte de su protector Lorenzo el Magnífico y la reacción contra los Médici que se produjo en la ciudad, un joven Miguel Ángel de poco más de 17 años, encontró refugio en la comunidad de frailes que regentaba el lugar. No sólo eso. Obtuvo autorización del prior para examinar los cadáveres de los enfermos que fallecían en el hospital que el convento tenía. Uno de ellos, un adolescente de catorce años fue el modelo para esculpir en madera el crucifijo que donó a la iglesia como agradecimiento por la acogida. La azarosa historia de la escultura, desaparecida durante más de ciento cincuenta años y reencontrada bajo una espesa capa de pintura que exigió una limpieza a fondo para retornarla a su aspecto original, ha suscitado intensos debates sobre quien fue en realidad su autor. Decido creerme la versión de quienes han visto en la torsión del cuerpo, la inclinación de la cabeza y la apariencia andrógina del crucificado, algunas de las características presentes en otras obras posteriores de Miguel Ángel. Y como estoy solo en la majestuosa sacristía, opto por disfrutar del momento. Eso sí, mirando de vez el cuando el reloj, no vaya a ser que dé comienzo la Misa y me impidan recorrer, aunque sean unos minutos, las naves de la basílica. Me gustaría entender por qué los estudiosos de la arquitectura han insistido tanto en que, a diferencia de lo que ocurrió en la basílica de San Lorenzo, aquí las ideas de Brunelleschi fueron aplicadas con toda fidelidad a pesar de que el arquitecto falleció dos años después de iniciadas las obras. Sin restarle méritos a las tres naves centrales, lo que de verdad me entusiasma es el bosque de columnas del transepto sosteniendo sus arcos entrelazados como si de un tupido palmeral se tratara. Pero me avisan de que va a empezar la Misa de modo que o bien me quedo en la ceremonia o me voy a la calle. Me voy a la calle.
No resisto la tentación de ilustrarme sobre la arquitectura de la basílica con la Guía de Touring Club, mi inseparable compañera durante las visitas sabatinas. Pero hace demasiado frío como para sentarse en las gradas del sagratofrente a la desnuda fachada de voluptuosas curvas, ahí sí que el proyecto de Brunelleschi quedó frustrado, abarrotadas durante el verano, desiertas en esta tarde de pleno invierno, así que me dirijo a la cafetería Ricchi en la misma plaza de Santo Spirito y me acomodo en la barra. Entra un grupo de niños disfrazados pidiendo el aguinaldo mientras los padres se quedan observando tras los cristales. Al parecer, se trata de una tradición local durante estos días de carnaval. Los camareros que ya están preparados les ofrecen un recipiente de dulces mientras el resto de la clientela contempla la escena con ojos de vaca. Los italianos adoran a sus niños. Quizá para compensar su mala conciencia. Dentro de no muchos años algunas de estas candorosas criaturas tendrán que buscarse la vida fuera del país porque esos mismos adultos ahora encandilados se van a negar a repartir con ellos el pastel. Italia adora a sus niños y desprecia a sus jóvenes, me dijo en una ocasión Francesca Regni que, claro está, tuvo que buscarse la vida lejos de su amado Corinaldo natal.
Regreso a las páginas de la Guida del Touring Club Italiano, le guide rosse como son popularmente conocidas por el color de su portada. Pero no va a resultar una tarea fácil. Uno de los clientes del local, un señor de edad avanzada con aspecto de echar la tarde y ganas de conversación, me interrumpe antes de que haya podido leer unas pocas líneas. «Yo tengo toda la colección», me dice. «Son las mejores guías turísticas del mundo». Y en esto no puedo más que darle la razón. Hasta donde sé, no hay nada parecido en España. Son guías con aspecto de misal, sin fotografías ni informaciones sobre tiendas, restaurantes y locales nocturnos. Puro texto, tan sólo algún que otro croquis, centrado en la historia, el paisaje y el arte escrito en muchos casos por expertos en la materia. Aunque había tenido ocasión de hojearlas durante mis visitas a Nápoles, fue Milena Viceconte quien me enseñó a valorarlas. En la biblioteca de la AdeiP hay una buena colección de ellas. Hablando con mi compañero de barra, me percato de que son un orgullo nacional.
Domingo, 7 de febrero
Cada quien tiene sus propios gustos. A Giancarlo Polenghi, la que le motiva es zona de Lucca con sus desafiantes promontorios punteando el territorio; según me confesaba esta mañana, mientras recorríamos la Autostradale rumbo a San Gimignano, a Ruggero le atrae más bien la de Arezzo con su paisaje alpino. Mi Toscana predilecta es justamente la que estábamos recorriendo, dejando atrás la campiña que rodea Sant’Andrea in Percusina, San Casciano in Val di Pesa, San Donato in Poggio o Poggibonsi. Lo confieso, tiene poco mérito. Es la Toscana de las postales turísticas con sus colinas ondulantes surcadas por enhiestos cipreses, cepas altas y melancólicos olivos. Eso sí, por favor, sin las bicicletas vintage con sus cestitas de flores apoyadas sobre un murete ocre junto a la entrada de una osteria de época. Me repugna la imagen naif y tontorrona proyectada por películas como Bajo el sol de la Toscana, si bien todavía no conozco la zona de Cortona y Montepulciano donde fue rodada. Tiempo habrá de ello. O eso espero, porque los meses avanzan y es todavía mucho lo que resta pendiente.
No nos quedaba otra que salir temprano si queríamos regresar para comer, como era nuestro plan, ya que la distancia entre Florencia y San Gimignano es de algo más de una hora. Así que, cuando poco antes de las 10 hemos estacionado nuestro Ibiza en el amplio aparcamiento situado fuera de las murallas, podíamos estar seguros de ser los primeros visitantes de la jornada. No era de extrañar teniendo en cuenta la temperatura que apenas superaba los cero grados. «Una época magnífica para venir a San Gimignano», asegura Ruggero. «Normalmente está desbordado de turistas». ¡Quien les iba a decir a los florentinos que las torres que ellos demolieron en su ciudad por considerarlas propias de un pasado salvaje iban a ser, cinco siglos más tarde, el principal polo de atracción turístico de San Gimignano! Claro que películas como Belleza Robada(Stealing Beauty) de Bernardo Bertolucci o Te con Mussolini de Franco Zeffirelli también han puesto su grano de arena. La mayoría de los comercios de la via San Giovanni, la principal arteria comercial de la población, están todavía cerrados; otros se desperezan con la parsimonia de quien no espera nada del día que comienza. ¿Qué diablos pintará en un lugar como este un museo de la tortura?, me pregunto cuando pasamos frente a él. Detesto esta clase de locales que como si de una tienda de bisutería barata se tratara han proliferado en los últimos años en tantas ciudades turísticas. No nos engañemos, el único objetivo que persiguen, so capa de una supuesta denuncia de las crueldades cometidas por gobernantes autoritarios, es el lucro de sus promotores. Y el resultado, la trivialización del dolor. Repugnante.

Con el tiempo, ya lo tengo aprendido. Los desplazamientos con Ruggero incluyen siempre un alto en un local de comestibles para adquirir productos del lugar que luego comparte, con indisimulada satisfacción, en la mesa de la AdeiP. Así que nuestra primera parada ha sido en la cantinetta del Bati de la via San Matteo para adquirir un par de modestas botellas de vino, a 6€ la unidad. Y un horrible magneto con la imagen de las torres de San Gimignano. Hubiera preferido hacerlo al final de la visita porque esto nos va a obligar a cargar con ellas toda la mañana, pero para Ruggero lo primero es lo primero. Y yo prefiero no protestar. Como tampoco lo hago cuando propone dirigirnos desde ahí a la iglesia de Sant’Agostino. No porque no me interese sino porque, teniendo en cuenta el escaso tiempo de que disponemos, preferiría concentrarme en el palazzo comunale. Es una decisión que cada vez aplico más a rajatabla: fijar mi atención en un punto y descartar todo aquello que no voy a poder digerir con el tiempo que requiere. Me reafirmo en ella cuando, a los pocos minutos de haber entrado, abandonamos Sant’Agostino. Me parece una descortesía con Benedetto da Maiano, Piero del Pollaiolo, Ridolfo del Ghirlandaio o Benozzo Gozzoli, por mencionar tan solo a algunos de los artistas de primer nivel representados en sus altares y capillas, haber pasado por delante de algunas obras sin apenas detenernos, aunque solo sea para darles las gracias. Además, me temo que esta parada nos va a obligar a hacer lo mismo con el palazzo comunale o del popolo, máxime si queremos subir hasta lo alto de la torre lo que, por supuesto, hacemos tras pagar una entrada de 10€ y recibir la preceptiva advertencia sobre el número de escalones y la conveniencia de medir nuestras fuerzas antes de intentar la ascensión. Cuando todavía no habíamos alcanzado la mitad del trayecto el pundonor nos impide a ambos reconocer que las habíamos sobrevalorado. Pero el esfuerzo merecía la pena. Desde lo alto podemos disfrutar de un paisaje espectacular de la campiña circundante. Sin duda, cualquier posible atacante de San Gimignano debería emplear mucho ingenio para acercarse a la población sin ser visto desde este punto. Nos entretenemos demasiado, de modo que apenas nos quedan unos minutos para formarnos una idea muy superficial del museo cívico situado en la segunda planta del edificio. Salgo sin saber con precisión el motivo que trajo a Dante hasta este lugar donde pronunció un famoso discurso en favor de la causa güelfa, en el espacioso salón que hoy lleva su nombre, ante el podestà i el consejo general.
Una de las razones de nuestro precipitado regreso a Florencia es que nos esperaba todavía, por la tarde, otra actividad. Tanto Ruggero como yo deseábamos participar en ella, si bien por razones muy distintas. Se trataba de la Giornata per la Vita que cada año se celebra en la iglesia del Carmine. A él le interesaban los parlamentos y, todo sea dicho, dejarse ver por los organizadores. A mí, la posibilidad de visitar al final del acto la capella Brancacci. Como el inicio de las sesiones estaba previsto para las 15:30 y el Carmine se encuentra en el otro extremo de la ciudad, tenemos que salir corriendo nada más acabar de comer, todavía con el postre en la boca. Se suma al plan Ignacio Valdés, un pintor sevillano venido para impartir clases en una escuela de arte, que desde el mes de enero reside en la AdeiP. Pero él se lo toma con más calma. Enemigo mortal de las prisas decide que llegará por su cuenta dando tranquilamente un paseo en bicicleta. Llegamos tarde. En parte porque hemos tenido que aparcar junto a la porta di San Frediano y caminar durante el último tramo. Cuando entramos en la sala aneja a la nave de la iglesia donde se celebra la reunión, uno de los organizadores está presentando a la ponente, Giorgia Benusiglio. Se trata de una mujer joven que se explica con gran soltura y vehemencia, como quien está acostumbrada a exponer su historia en público. Sin duda, una historia triste que tiene que ver con la caída en el agujero de la droga y su posterior camino de redención. No tengo la menor duda del interés humano de todo lo que nos cuenta, pero, sinceramente, no estaba preparado para un discurso como ese. Lo que estaba era terriblemente cansado y por momentos me quedé dormido. Algo que, quienes me conocen, saben que me ocurre con frecuencia y que, ciertamente, me tiene muy preocupado, aunque sólo sea por los bochornos que por ello he tenido que soportar.
Cuando parecía que, finalmente, llegaba el momento por el que estaba allí, tomó la palabra, leo su nombre en el programa, Alessandro Bicchi, un clérigo encargado por la diócesis de inventariar los tesoros artísticos conservados en sus parroquias y, llegado el caso, tratar de recuperar con la colaboración de los carabineri, aquellas que un día se esfumaron con métodos frecuentemente inconfesables. Vaya, para entendernos, alguien que no haría precisamente buenas migas con Bernard Berenson. Sus explicaciones sobre la capilla Brancacci me resultan de lo más interesante. Y más me hubieran resultado de haberlas expuesto frente a las propias pinturas. Sobre todo, sabiendo que teníamos el tiempo limitado puesto que a las 18 estaba prevista la celebración de la Misa en la nave central de la iglesia presidida nada menos que por el propio cardenal de Florencia. Ahí van algunas de las notas que he tomado durante su parlamento aunque, soy consciente, están seguramente de más por tratarse de una obra de arte tan conocida.

La capilla, situada en transepto de la iglesia de Santa Maria del Carmine fue fundada a finales del Trescientos por uno de los principales magnates de Florencia, Piero Brancacci. Fue sin embargo su nieto Felice, uno de los principales actores del combate político de la ciudad en la primera mitad del siglo siguiente, quien encargó la decoración pictórica a Masolino da Panicale, un pintor que los estudiosos han considerado habitualmente como representante de los compases finales del gótico, justo anterior a la gran revolución que estaba por llegar. El objetivo era cubrir sus paredes con escenas de la vida de San Pedro, no sólo el protector de la familia sino también, cosa nada despreciable en un momento en el que el pontífice romano acababa de regresar a Roma tras los años de residencia en Aviñón, el primer jefe de la Iglesia católica. Por fortuna para los Brancacci (y para nosotros), en el momento de recibir el encargo (1424) Masolino estaba muy ocupado con otro encargo en la vecina población de Empoli. Así que no le quedó más remedio que echar mano de sus ayudantes. Entre ellos se encontraba un joven de 23 años, Tommaso di ser Giovanni di Mone Cassai, más conocido como como Masaccio que al año siguiente, cuando su maestro abandonó el proyecto, se hizo cargo del mismo. No tuvo tiempo de completarlo, en parte porque moriría tres años más tarde, pero, sobre todo porque los enfrentamientos con los Médici obligaron a su patrón a abandonar la ciudad. Tuvo tiempo, eso sí, de acabar algunas escenas que señalarían un parteluz en la evolución del arte occidental. Desaparecía por completo la artificiosa decoración que había acompañado la pintura medieval, el espacio se convertía en una realidad concreta y definida y los personajes abandonaban su condición de estereotipos para convertirse en seres vivos dotados de volumen y relieve psicológico. La pintura empezaba a presentar el mundo tal como éste se mostraba a los ojos de su observador. Varias generaciones de artistas posteriores acudirían a esta capilla para aprender la lección. Uno de ellos fue el propio Miguel Ángel que tanto le debía a Masacio cuando realizó la capilla Sixtina. Nosotros nos hemos tenido que conformar con una visión superficial, breve y a distancia. Pero, al menos, ¡Por fin! hoy he podido estar en la capilla Brancacci. No me quejo.
