Debo averiguar la razón por la que he dejado de recibir algunos de los correos informativos de las actividades de la Villa I Tatti. Por culpa de ello, la semana pasada me perdí la visita a la exposición Il principe dei Sogni en el Palazzo Vecchio guiada por Bruce Edelstein. En un primer momento pensé que quizá estaba dirigida a los fellows más jóvenes. Pero ayer, mientras tomábamos el café después del almuerzo, vi que algunos tenían prisa para no perder el pulmino.
—«El pulmino, para ir a donde», pregunté.
—«¿No te has enterado? Hay una visita programada a la Fondazione Longhi.
No tenía ni idea. Así que me dirigí directamente a Jonathan Nelson que es quien se supone que controla la distribución de los correos
—«Con la marcha de algunos fellows y la llegada de otros se ha producido un problema y es posible que a algunos no os estén llegando las noticias», me respondió sin darle la menor importancia.
En ocasiones Jonathan me desconcierta: puede pasar de ser la persona más atenta del mundo, pendiente de los menores detalles, a practicar una completa indiferencia hacia las necesidades de los demás. O quizá es que no he aprendido a leer su rostro habitualmente inexpresivo.
Le pregunto si merece la pena la visita a la Fundación Longhi. «Por supuesto que sí. Si no has estado nunca, deberías unirte al grupo».
Salgo corriendo. Cuando llego a la plazoleta frente al Granaio, donde habitualmente se encuentra estacionado el pulmino que sirve para trasladar a los fellows desde la VIT a la ciudad, Gennaro, el conductor, está ya cerrando las puertas. No deja de sorprenderme la habilidad con que se mueve a pesar de que le falta una pierna. Le pido si me puede esperar mientras recojo mis cosas para seguirle en moto. «La visita está programada para las 3 y no podemos llegar tarde», me responde. «Trataré de ir despacio, seguro que nos alcanzarás». Seguro que no, pienso mientras subo a toda velocidad hacia mi escritorio. Y, efectivamente, así fue. De modo que, una vez más, tuve que abandonarme a la suerte del google maps, que siempre me acaba llevando a los sitios después de perderme varias veces. No resulta sencillo consultar el mapa y conducir una moto al mismo tiempo. Además, la Fondazione Roberto Longhi, que ocupa la que fue vivienda del famoso historiador del arte, en la Via Benedetto Fortini, 30, una zona suburbana de estrechos senderos entre tapias y villetas sin numerar no es precisamente un lugar de facil acceso.

Entrada de la Villa Il Tasso. Fondazione Roberto Longhi
Cuando llego la visita ha empezado ya. Así que no me queda más remedio que llamar al timbre y esperar a que me abran. Lo hace una especie de mayordomo que me conduce a la biblioteca. Está repleta de visitantes situados de pie alrededor de una gran mesa central. Descubro que participan también en la visita los becarios del Kunsthistorisches Institut que, por lo general, son bastante más jóvenes que los investigadores de la VIT. La persona que lleva la sesión, un hombre delgado de cabeza rapada y aspecto de bibliotecario aplicado, está tratando de lograr que nos presentemos pero nadie se anima a abrir el fuego. No le veo ningún sentido y no estoy dispuesto a hacerlo de modo que antes de que llegue mi turno me desplazo disimuladamente a la zona de los que ya lo han hecho. Por el rabillo del ojo constato que no soy el único: al menos Ivano dal Prete y Luisa Capodieci hacen lo mismo.
Es el momento de glosar la figura de Roberto Longhi (1890-1970). Profesor universitario, en Bolonia y Florencia donde formó una escuela de influyentes seguidores, el director de cine Pier Paolo Passolini y el novelista Giorgio Bassani entre otros, llegó a ser uno de los críticos de arte más influyentes en la Italia del siglo XX. Rehabilitó a Caravaggio. Su gran pasión fue Caravaggio, sobre el que escribió su tesis doctoral y organizó algunas exposiciones memorables que marcaron un hito en su fortuna artística. Pero sus intereses fueron muy amplios: desde Piero della Francesca, al que contribuyó a dar a conocer, hasta los pintores impresionistas del siglo XIX. Colaboró con diversos medios de comunicación como crítico de arte contemporáneo y fundó una revista, Paragone, que todavía hoy es un punto de referencia para los estudiosos de la relación entre las artes figurativas y la literatura. Confieso que no he leído muchas cosas suyas pero recuerdo perfectamente uno de sus artículos que me resultó de gran utilidad cuando estudiaba las pinturas del palazzo reale de Nápoles. Estaba dedicado a Battistello Caracciolo, el principal seguidor napolitano de Caravaggio, autor de los frescos de una de las salas del palacio.

Roberto Longhi
La amplia estancia donde nos encontramos era su biblioteca y lugar habitual de trabajo; en un altillo, junto a la ventana que da al jardin, se encuentra su fichero personal, un espacioso mueble de madera hecho a medida y el escritorio que utilizaba para trabajar (exactamente igual que lo dejó, asegura nuestro guía) ocupado por su máquina de escribir y un enorme cenicero: era un fumador empedernido como se puede apreciar en todas sus fotografías. Hoy no podría trabajar en ninguna biblioteca, pienso.
Longhi no se conformó con dedicarse al estudio, la docencia y la crítica artística. Fue también un sagaz coleccionista. Su vivienda, que luego visitaremos, anuncia el guía, es en realidad un museo que refleja sus preferencias artísticas en diversas etapas de su vida. Pero antes vamos a tener ocasión de admirar la joya de la corona anuncia, como si de un prestidigitador se tratara, mientras señala la puerta del fondo que acto seguido se abre de par en par dando acceso a dos empleados que, con sumo cuidado, transportan un objeto cubierto por una tela que depositan delicadamente sobre la mesa. Lo que aparece ante nosotros cuando retiran el envoltorio es nada menos que el muchacho mordido por un lagarto de Michelangelo Merisi da Caravaggio.

Caravaggio: Muchacho mordido por un lagarto. Fondazione Longhi.
La tela transmite una atmósfera irreal. Como si de una captura de pantalla se tratara, muestra la repulsión del chico de aspecto afeminado ante la inesperada mordida de un lagarto que emerge de entre las flores y frutas donde se había escondido. Tan irreal como que los lagartos no tienen dientes. Una excusa para reflexionar sobre una de las cuestiones que más interesaban al pintor en esa época de su carrera poco después de trasladarse a Roma: ¿como transmitir a través de los pinceles los estados de ánimo, los affetti como eran designados en el lenguaje artístico del momento, esto és la reacción emocional de las personas ante las diversas sensaciones. Una reflexión planteada por Leonardo Da Vinci en su Tratado de la Pintura que el joven Caravaggio (no mucho más de 25 años cuando pintó la tela) había devorado ávidamente. Respuesta: mediante las arrugas verticales del entrecejo, la tensión nerviosa de la mano, la lágrima intuida en un ángulo del ojo derecho y la punta de la lengua sutilmente humedecida. Así logra condensar en el rostro del muchado la sensación de horror, dolor y sorpresa.
Ahí están ya presentes los teatrales efectos lumínicos que caracterizarán toda su obra: el chorro de luz oblicuo que, como un rayo encendiendo la oscuridad, penetra a través de una ventana situada fuera del campo de visión del espectador, atravesando el agua que satura la vasija de cristal. ¡Caravaggio en estado puro! Es decir, envolviendo sus personajes en un celofán de provocativo erotismo, explícito en algunos detalles como la espalda semidesnuda del efebo, sus labios carnosos o la ostentosa peluca desmelenada, implícito en otros, como las cerezas emparejadas del primer plano, una directa evocación sexual, el jazmín blanco que alude al deseo o la rosa en el cabello, un símbolo de enamoramiento. ¿Un reflejo del ambiente que se respiraba en el palacio de su patrón en esos momentos, el cardenal Francesco Maria del Monte, amante de las fiestas con representaciones teatrales y musicales protagonizadas por travestidos jovencitos ataviados all’antica.
Dejo para mentes más agudas (o quizá más calenturientas) la discusión sobre si el muchacho es Mario Minniti, el amigo, colaborador y quizá amante de Caravaggio, si el lagarto es una alegoría del pene o si el dedo mordido simboliza la castración provocada por la boca desdentada del lagarto, trasformada aquí en una suerte de vagina dentada, que castiga la líbido excesiva. Lo que resulta evidente es que nos encontramos ante una fábula moral sobre la invisible barrera que separa el placer del dolor.
Para ilustrarnos sobre estas cuestiones es nada menos que Mina Gregori quien toma ahora la palabra. No me había fijado hasta ahora en su presencia, menuda, frágil y señorial. Fue una de las discípulas predilectas de Longhi y es ahora una leyenda viva entre los estudiosos italianos del arte. Me sorprende su coquetería y su voz todavía firme a pesar de sus más de noventa años. Y la lucidez con las que expone la intuición profética del maestro al adquirir esta obra en un momento, 1928, en el que Caravaggio formaba parte del ejército de pintores barrocos caídos en el olvido.

Mina Gregori
Turno para las preguntas antes de emprender el recorrido por la vivienda-museo. La mayoría giran en torno a las ideas estéticas de Longhi y su método de trabajo. Me cuido muy mucho de plantear la que me ronda por la cabeza: ¿como se las ingenió el hijo de un maestro de escuela rural para formar una colección de esta magnitud con el discreto sueldo (aunque en Italia no tan discreto) de profesor universitario? ¿Para qué poner en aprietos a nadie cuando uno conoce la respuesta de antemano? Con apenas 22 años y sus estudios universitarios recién concluidos, Longhi se ofreció a Bernard Berenson para traducir al italiano su Italian Painters of the Renaissance. Pensaba que la vía Berenson era el camino adecuado para acceder a la verdad de los grandes maestros italianos del pasado. ¿O quizá lo que estaba buscando era la vía para aproximarse a Berenson, ya por entonces un influyente crítico y mediador artístico? Sea como fuere, lo que iba a ser el inicio de una fructífera relación se transformó pronto en una rivalidad no siempre exenta de cierto encono. Mantuvieron las formas, pero compitieron por el dominio del mismo corral. ¿Por diferencias en gustos estéticos o métodos de trabajo? Por supuesto que no. Nadie se enfrenta a nadie por eso. La suya fue una lucha por el poder. Lo tengo bien comprobado en mi departamento en la universidad. Nunca hemos discutido por interpretaciones sobre el pasado. Cada quien mantiene las suyas y santas pasquas. Hemos discutido, y mucho, cuando teníamos potestad para tomar decisiones que se referían, sobre todo, al fichaje de nuevos docentes. Cuando esta potestad nos ha sido arrebatada, para transferirla a instancias lejanas e impersonales, se ha instalado entre nosotros una pax que más que la romana es la de los cementerios.
¿Y por qué poder compitieron Longhi y Berenson? Básicamente por el que en la Iglesia Católica siempre ha sido conocido como el poder de las llaves, esto es, el poder de atar y desatar, de salvar o condenar, de enriquecer o arruinar. A fin de cuentas a eso es a lo que se dedican los pontífices de la autenticidad, que no otra cosa son los atribuidores de obras de arte. Para entenderlo basta imaginar lo que puede ocurrir si alguien (sea Longhi, Berenson o cualquier otro reconocido santurrón) te dice que aquella pintura que cuelga del salón de la casa familiar, que nadie sabe muy bien como ha llegado hasta allí pero que siempre ha sido considerada obra de un autor modesto o incluso desconicido, fue pintada en realidad por un gran maestro. O que el autor no es tan modesto como erróneamente se había pensado. O, más aún, si alguien te aconseja adquirir por un precio humilde una obra, cuyo propietario está convencido que no vale más de lo que le ofreces, a sabiendas de que su valor en el mercado es muy superior al que vas pagar. Claro que las cosas también pueden ir al revés, y resultar que a ese alguien se le ocurre certificar que la joya de tu colección no es en realidad del autor que pensabas o aconsejarte pujar fuerte en una subasta por una obra que no vale ni mucho menos la cantidad que vas a desembolsar. Pero así es como funciona el mercado artístico de piezas sin firmar como eran la mayoría de las que Longhi y Berenson certificaban. El negocio del arte siempre ha necesitado de conoisseurs que certifiquen la originalidad de las piezas. Y muchos de estos, sabiendo de su papel determinante, se comportan como santurrones que pontifican.
Todo eso ayuda a entender mejor por qué Berenson pudo levantar un sofisticado complejo como la Villa I Tatti y Longhi formar una admirable colección de pinturas en su villa renacentista situada en una de las mejores zonas en las afueras de Florencia.
Para entendernos, Longhi fue un mandarín en un país como Italia en el que los críticos de arte ejercen una de las actividades socialmente más reconocidas. Nada tiene de extraño que hayan llegado a constituir una estirpe de aristócratas belicosos. Señores de la guerra; de una guerra emprendida con guantes y ojo de águila pero cruenta al fin y al cabo. No en vano el primer auténtico historiador del arte fue Giorgio Vasari, que dividió a sus colegas entre amigos y enemigos. Que sus campos de batalla sean las obras de los maestros antiguos no altera la fiereza de estos sabios refinados que hoy día sigue contando con aguerridos guerreros. Y sino que se lo pregunten a Antonio Natali, el antiguo director de la Galleria de los Uffizi y aspirante al trono de Longhi.
Al parecer, Longhi acarició la idea de escribir un libro sobre las rencillas en la historiografía del arte. El libro nunca llego a ver la luz. Ignoramos si, de haberlo hecho, hubiera aprovechado la oportunidad para hacernos partícipes de las múltiples escaramuzas, polémicas y alguna que otra mezquindad académica que jalonaron su la larga e intensa existencia. Uno de sus más aguerridos contendientes, Federico Zeri, confesó en una entrevista que su método de investigación no era ajeno a la influencia de la serie negra.
De la biblioteca en la que nos encontramos nos dirigimos en fila india a la zona que fue propiamente la vivienda de Longhi, entre cuadros de artistas de primer nivel. Al alcanzar un angosto pasillo, nuestro guía anuncia que siendo un grupo numeroso nos tendremos que dividir en dos. Comienza a contar y se para justamente al llegar nonde me encuentro. «A partir de aquí tendréis que esperar a que haya finalizado el recorrido de la primera parte» Me da rabia tener que esperar. La verdad es que no sé por qué esta última temporada tengo siempre tanta prisa por salir de los sitios. Decido tomármelo con calma. Justo detrás de mí se encuentra Francisco Bastitta Harriet, uno de los fellows recién llegados. Se trata de un joven profesor de Filosofía Medieval y del Renacimiento en la Universidad de Buenos Aires que ha venido acompañado por toda su familia lo que incluye, además de su mujer y tres hijos todavía muy pequeños, a la suegra.
—«Estoy agradecido de que haya querido acompañarnos se adelanta, quizá intuyendo que le voy a hacer una broma facil, ya que de este modo ayuda a mi mujer que está embarazada del cuarto, y pueden hacer planes mientras yo estoy en la VIT».
Acude a mi recuerdo Camilla Baker. No la he vuelto a ver desde la fiesta de Navidad y tampoco he consultado recientemente su blog. Ni me atrevo a preguntarle a Nicholas porque se supone que no sé nada de la desazón en que vive su mujer. Con su sonrisa permanente, su marcado acento porteño y su melena siempre desaliñada Francisco resulta una persona entrañable que logra inmediatamente acortar distancias con su interlocutor. En este caso, yo. Transmite pasión por su campo de estudio. «Mi tesis doctoral trató sobre la recepción en el Renacimiento de los padres de la Iglesia. Durante los meses que esté aquí me propongo centrarme especialmente en uno de ellos, Gregorio de Nisa. Me resulta muy excitante trabajar tan cerca de la abadia florentina en cuya biblioteca estudiaron muchos de ellos». Según sus informaciones, la mayoría de estos humanistas residieron en Fiesole y le gustaría localizar sus casas. Me ofrezco para acompañarle con la moto en sus indagaciones, cosa que acepta encantado.
Finalizada la visita nos encontramos en el jardin de la villa Il Tasso un grupo de tattiani, el sustantivo que Jonathan suele utilizar en sus correos colectivos para designar a nuestra comunidad: Courtney K. Quaintance, Christian K Kleinbub, Holly Flora, Elsa Filosa, Luisa Capodieci, Francisco Bastitta Harriet, Giulia M Torello-Hill y Mariano Pérez Carrasco y yo. Mientras intercambiamos impresiones, Giulia, que es quien suele tomar la iniciativa en estos casos, propone ir a tomar algo juntos. Tras las vacaciones navideñas me propuse participar más en la vida social con mis colegas así que acepto sin dudar. Jenifer Sliwka sugiere el Signorvino, un local cercano al Ponte Vecchio. Elsa ofrece su Cinquecento destartalado para llevar a quien lo desee. Yo ofrezco una plaza en mi moto. «Mejor bajamos andando», responden los demás casi al unísono. No sé de quien se fían menos, si de ella o de mí.
Como siempre que estoy seguro de conocer el camino, me vuelvo a desorientar. Tras sortear varios embotellamientos provocados por madres que a esta hora de la tarde recogen a sus hijos en la salida de la escuela, me encuentro frente a Porta Romana. Se supone que no tenía que pasar por aquí pero, al menos, ya estoy orientado. Aunque quede algo distante del punto de encuentro, decido aparcar en la plazoleta del Museo Galileo. Es mi lugar habitual cuando voy al centro ya que sé que ahí siempre encuentro espacio disponible. Cuando llego a Signorvino todavía no lo ha hecho nadie. Curioseo entre las estanterías repletas de botellas de vino de las más diversas procedencias. Apenas unos minutos. El tiempo suficiente para concluir que nunca voy a comprar una botella en este lugar de precios escandalosos. No sé como a Jennifer se le ha ocurrido proponer este sitio. Lo descubro a los pocos minutos: está muy cerca de su casa en la Costa di San Giorgio.
—«En realidad es un apartamento propiedad de la VIT. Me lo asignaron, me aclara, porque por mi trabajo me convenía vivir en el centro de la ciudad».
Explicación sorprendente habida cuenta de que Jennifer trabaja sobre los mosaicos de la catedral de Siena. Pero no es momento de indagaciones sino de encontrar una buena mesa en la terraza junto al río con una excelente vista a la fachada de la Galería de los Uffizi. Estos últimos días el frío ha decidido tomarse un descanso así que decidimos aprovechar la ocasión. Y así, de paso, Elsa podrá fumar tranquilamente. Animados sin duda por el vino que nos acaban de servir, la conversación se centra pronto en nuestra fortuna por los meses que estamos viviendo. Siempre que se plantea el tema siento el aguijón de la responsabilidad. ¿Estoy aprovechando suficientemente esta oportunidad que quizá no se volverá a repetir? Enseguida compruebo que no soy el único que siente la mordedura.

Con Christian y Holly en Signorvino
—«Dentro de dos días pasaremos el ecuador de nuestra estancia en la VIT» observa Holly.
Me sorprende que sea precisamente ella quien lo recuerde teniendo en cuenta que su periodo sabático es de dos años.
—«Es cierto, me responde, pero el curso que viene ya no estaremos juntos».
Definitivamente, Holly es la más sentimental del grupo.
—«Bueno, no nos pongamos melancólicos y tomemos una fotos para recordar de este momento», interrumpe Courtney a quien espera un futuro mucho más incierto que a Holly.

Jennifer, Francisco y Giulia
Observo la escena y me llama la atención la rapidez con que se han integrado los dos argentinos, Francisco y Mariano, recién llegados. Para ellos la aventura está empezando. Mariano, siempre con su gorra plana y su chupa de cuero, parece el más feliz de todos. Su esposa se ha quedado en Buenos Aires y él vive solo en uno de los apartamentos del complejo de San Martino.
—«¿Cómo piensas regresar?» le pregunto mientras nos despedimos.
Viendo lo complicado de la combinación, me ofrezco para llevarle, cosa que ahora acepta sin pensárselo dos veces.
—«Hace días que no te veo a la hora de comer», le comento mientras nos dirigimos al aparcamiento.
—«He pasado un tiempo horroroso. Tenía vómitos y fuertes dolores de estómago. Estoy solo y no quería molestar a los demás. Pensé que algo me habría sentado mal, pero las molestias no desaperecían. Todavía no tengo suficiente confianza con mis vecinos para pedir ayuda. Así que decidí visitar al médico. Me respondió que todo que tenía era estrés. Llegué decidido a aprovechar al máximo esta oprtunidad trabajando hasta donde mis fuerzas dieran de sí. Algunos días dormía muy poco y comía cualquier cosa y a destiempo. Ahora he decidido tomármelo con más tranquilidad».
Mariano parecía el más feliz de todos.
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