No imaginaba que me fuera a hacer tan costosa la adaptación al estilo de vida de la VIT. A pesar de que me lo habían advertido, ignoraba que el ritmo fuera tan pautado e incluyera tantos compromisos. Seguramente, pensé los primeros días, esto me ocurre porque estoy acostumbrado a funcionar bastante por libre y me resisto a amoldarme a las pautas de las actividades sociales académicas. Reconozco que me ocurre algo similar cuando estoy en Barcelona y me pongo nervioso si las comidas en grupo o los típicos coffee-break de los congresos se alargan demasiado. Cuando asisto a las reuniones científicas de la Fundación Española de Historia Moderna procuro evitar las excursiones o las visitas colectivas. Ya sé que al decir esto puedo dar la impresión de ser una persona huraña y poco sociable. Pero, al menos así lo creo, no tiene nada que ver con esto. Tengo muchas amistades y lo paso fenomenal haciendo actividades con ellas pero cuando se trata del trabajo, tiendo a pensar que son una pérdida de tiempo. Me doy cuenta de que en cierto modo se trata de un defecto ya que los encuentros informales son importantes en mi trabajo. El curso pasado me propuse “perder” más tiempo con mis colegas participando en las tertulias que suelen formarse en mi departamento cuando dos o tres se encuentran en el pasillo. Creo que no siempre lo conseguí.
Mi problema en la VIT es que estos encuentros informales forman parte esencial de la práctica cotidiana. Quizá tienen que ver con las costumbres académicas en el ámbito anglosajón pero ello no quita que siga pensando que aquí son algo exageradas. Me confirmé en esta opinión cuando se lo comenté a Melissa Calaresu que enseña en la universidad de Cambridge y a Magdalena Sánchez que lo hace en el Gettisburg College. Ambas coincidieron en que lo que aquí ocurre nada tiene que ver con lo habitual en sus respectivas universidades. En fin, que tendré que esforzarme más para acomodarme a un horario que, por otro lado, estoy seguro de ello, tiene aspectos muy positivos. Trabajo rodeado de personas muy interesantes y sería un error desaprovechar la ocasión de beneficiarme de ello.
Lo que más me cuesta aceptar del horario tattiano son las pausas para las comidas. A las 11 se sirve en el granaio (el edificio que me pareció el primer día un almacén para los aperos de labranza y que resultó albergar, además de algunas oficinas, el local social de los investigadores) el café con la schiacciata, la variante toscana de la foccaccia, cocida al horno y condimentada con aceite y sal que desaparece en un plis plas apenas los camareros la depositan sobre la mesa de la sala. A las 13:15 comienza el ritual del almuerzo que consta de tres fases. La primera consiste en el aperitivo que se sirve a diario en el espléndido salone Sassetta con su artesonado de madera de roble tallada, su chimenea de pietra serena (tan apreciada por los arquitectos del Renacimiento que hasta fechas recientes se extraía de las vecinas Cave di Maiano) y su mobiliario acorde con los tres excepcionales paneles que representan al beato Ranieri, San Francisco y San Juan Bautista procedentes del monumental retablo de Borgo San Sepolcro pintados a mediados del siglo XV por Stefani di Giovanni, más conocido como Sassetta. Se trata, todo hay que decirlo, de un aperitivo sencillo, consistente en zumo de tomate o Martini Bianco más algunos frutos secos para picar. Cabe esperar que más adelante, cuando nos conozcamos un poco mejor, las conversaciones se irán animando pero hasta el momento comienzan siempre por un how are you o un come va que, al menos para mí, resultan siempre las preguntas más difíciles de responder. A eso de las 13:30 hace su entrada en la sala Stefano, el maggiormo que se dirige a Alina Payne para indicarle que la comida esta servida. Al gesto de la directora desfilamos obedientes a la sala contigua donde se encuentra el comedor ocupado de un extremo a otro por una alargada mesa. Una vez acomodados, Alina, que se sienta siempre a la cabecera, hace sonar el vaso con una cucharilla para reclamar silencio. El primer día pensé con sorpresa que iba a bendecir la comida o algo por el estilo. Nada de eso. Es el momento de presentar a los invitados del día (al parecer casi siempre hay alguno), comunicar las últimas noticias o, simplemente, ofrecer alguna reflexión sobre lo afortunados que somos por encontrarnos en un lugar como este. Todavía no estoy a tiempo de juzgar la comida servida por unas camareras siempre sonrientes uniformadas en color negro con delantal, solapas y botones blancos que, a pesar de algunos murmullos de desaprobación, me ha parecido de lo mejor cocinada. Lo que que sí estoy en condiciones de asegurar es que el vino, procedente de las viñas de la villa, es magnífico. Tendré que ser prudente con él si quiero trabajar por las tardes. Confieso que éste es para mí el momento más embarazoso de la jornada, sobre todo cuando tras el primer vaso de vino se abre el fuego cruzado de conversaciones en inglés con frases entrecortadas. El primer día opté por escuchar y asentir sonriente a todo lo que se decía. Pero ante el riesgo de ser tomado por un idiota mi estrategia de hoy ha consistido en tratar de concentrarme en un solo interlocutor. No me ha dado mal resultado y, además, prefiero ser tomado por pesado insociable.
La tercera fase del almuerzo consiste en tomar el café que nos encontramos servido en la Azalea terrace. Los efectos de la comida son incuestionables a juzgar por el ambiente mucho más relajado que en aperitivo. El sol blando de estos primeros días de septiembre y las vistas al monumental jardín son toda una invitación a repantingarse en las sillas dispuestas alrededor de las mesas bajas y disfrutar del momento, cosa que, especialmente mis colegas de más edad, aceptan con gusto. Me ha llamado la atención la rapidez con la que casi a diario desaparecen rumbo a la limonaia un pequeño grupo de los varones más jóvenes. ¿A dónde irán?, pienso. Tendré que averiguarlo. A los pocos minutos algunos, especialmente las mujeres, comienzan a mirar el reloj con impaciencia. Hago lo mismo. Son casi las tres de la tarde. Sólo quedan dos horas y media para el tercer acto del programa gastronómico.
Según nos indicó Jonathan en un correo del martes pasado, mientras el tiempo lo permita el té se servirá en la Azzalea terrace. Hoy ha sido el primer día en que, más que nada por curiosidad, he bajado a tomarlo. Sea porque los estómagos estaban ya satisfechos o porque a estas horas de la tarde el remordimiento había empezado a hacer mella en la conciencia de mis colegas, lo cierto es que la participación era muy inferior a la de las dos reuniones anteriores. Quizá también por eso, la presencia de trabajadores de la villa (bibliotecarios y personal de la administración sobre todo) que suelen almorzar aparte, era muy superior. Ha sido una buena ocasión para saludar a alguno de ellos. Aunque tendré que ser prudente: la jerarquía en la Villa i Tatti es llamativamente acusada y, me ha parecido que no todos aceptan de buena gana lo que pudiera parecer privilegios de los fellows. Decido que, en lo sucesivo, a no ser que tenga un buen motivo para hacerlo, voy a prescindir de esta reunión. Sin duda alguna tanto mi productividad como mi barriga saldrán beneficiados.