8.47 de la mañana. Tras darle muchas vueltas, decidí aceptar la invitación de Ruggero para acompañarle a Peruggia, Asís y Spoleto donde tenía previsto visitar algunos de sus muchos amigos distribuidos por todas partes. Me costó decidirme. No porque no me atrajera la perspectiva de regresar a algunos lugares que no había visitado desde hace mucho tiempo y conocer otros nuevos sino porque mañana finaliza el plazo para solicitar la evaluación de mi último sexenio de investigación. Un trámite que amenaza con arruinarme las navidades. Para los que no estáis en el mundo universitario español esto os sonará a chino. Los que conocéis el sistema, sabéis perfectamente de que estoy hablando: de uno de esos procesos odiosos por los que tenemos que pasar los profesores universitarios de mi país cada seis años. Consiste en seleccionar las cinco publicaciones que consideres más destacadas de dicho periodo y explicar con las debidas justificaciones los motivos por los que consideras que han revolucionado el conocimiento de tu campo de estudio. No es que haya que escribir mucho, pero hay que pensar bien las palabras y aportar pruebas que convenzan a una misteriosa comisión evaluadora. Y más vale conseguirlo porque, de lo contrario, no solamente vas a notarlo en el sueldo sino también en el volumen de las obligaciones docentes. Hasta donde alcanza mi memoria, el plazo límite para presentar la solicitud de marras finaliza el 31 de diciembre. Aunque no tengo pruebas de ello, siempre he estado tentado de pensar que la elección del calendario no es arbitraria. De hecho, conozco colegas que han quedado fuera del proceso por pillarles en plenas celebraciones navideñas. Así que tengo que espabilarme para tenerlo todo listo hoy. Prefiero no apurar los plazos, no vaya a ser que mañana me lleve una sorpresa. A ver si soy capaz de llevar los documentos a la oficina de correos de la Piazza della Libertà antes de que cierren a las 15:00. Sigo más tarde con este post.
6:47 de la tarde. Por poco, ¡pero lo conseguí! Cuando unos minutos antes de las 2:30 he entrado en l’ufizzo postale me he llevado un buen susto: estaba abarrotado de gente, sólo funcionaban tres de las 7 ventanillas de atención al público y, tal como me ha informado una amable señora cuando he ido a recoger mi turno en la maquina expendedora, lo habitual es que a la hora en punto cierren sin contemplaciones con los sufridos usuarios del servicio. Por fortuna para mi, la cola larga era para los envíos nacionales. Así que después de cumplimentar varias veces unos “módulos” indescifrables he conseguido depositar mi sobre certificado dirigido a la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (CNEAI para los amigos) antes de que me dieran con lo sportelloen en las narices. Había que celebrarlo. Y mi modo de hacerlo ha sido tomando un café y una grappa en la terraza del San Gallo bajo los soportales de la plaza della Libertà.

Soportales de Piazza della Libertà desde el uffizo postale
Mientras ojeo la Gazzetta dello Sport se me ocurre que podría ser una buena idea aprovechar la tarde para visitar la exposición que se anuncia en el Palazzo Panciatichi. Está dedicada a las ceremonias que tuvieron lugar en Florencia en 1565 con motivo del matrimonio de Francesco de Médici, el mayor de los hijos varones de Eleonora. Por la forma en que daba la noticia el Corriere Fiorentino, me quedó claro que no era mucho lo que de ella cabía esperar. De hecho, ni siquiera tenia noticia de que en este palacio, que en su día fuera propiedad de una de las más conspicuas familias de la ciudad y hoy es la sede del gobierno de la provincia, hubiera una sala de exposiciones o algo parecido. La primera sorpresa al llegar ha sido la ausencia de indicaciones en la entrada del edificio. Pero no era un error mío ya que, efectivamente, la susodicha exposición existía. Si es que se le puede dar tal nombre a los cuatro paneles con reproducciones de baja calidad que mostraban el itinerario que siguió el cortejo de Juana de Austria, la esposa de Francesco, a su llegada a la ciudad. Me ha parecido vergonzoso y así se lo he hecho saber al único vigilante del lugar sorprendido de que alguien decidiera echar la tarde de un día como hoy visitando semejante bodrio.

Ingreso del palazzo Pancciatichi sin indicación alguna de la exposición
«Había que gastar como fuera el presupuesto destinado a actividades culturales antes de que finalizara el año», me ha respondido en un arrebato de sinceridad. En fin, ¡una vergüenza!
Al menos me que queda el consuelo de que Rugguero nunca falla y sus propuestas resultan ser siempre de lo más interesante. Y eso que cuando salimos de Florencia el lunes pasado a primera hora de la mañana, el tiempo era de lo más desanimante: frío gélido, niebla y un cielo encapotado amenzando lluvia. La primera etapa era Peruggia, donde Ruggero ha vivido durante algunos años y ahora pensaba almorzar con algunos amigos. Teníamos tiempo de sobra y no hacía falta correr tanto, más aún teniendo en cuenta la mala visibilidad. Pero mis argumentos para que levantara el pie del acelerador no produjeron el menor efecto.
«La carretera discurre paralela al Arno y en invierno siempre hay niebla. No te preocupes, la conozco bien» fue toda su respuesta.
La primera premisa de su razonamiento resultaba manifiesta por el nombre de las poblaciones que vamos dejando atrás: Figlne Valdarno, San Giovanni Valdarno, Pergine Valdarno… Mucho antes de lo que esperaba encontramos la indicación del lago Trasimeno.
«El lugar no tiene ninguna gracia. Sino fuera por la famosa batalla de Anibal contra los romanos, nadie se acordaría de él», me asegura con contundencia.
Esta claro que su opinión no coincide con la de Pia Celozzi Baldelli, una profesora de la Università di Roma Trè, que hace ya algunos años me invitó con Fernando Sánchez Marcos a pasar un fin de semana en su casa junto al lago. Por aquella época Fernando y Pia colaboraban con entusiasmo en la coordinación del programa Erasmus y llegaron a hacerse buenos amigos. Unos meses después de nuestra visita, ella pasó una breve temporada con Carlo, su esposo, en un balneario de la Garriga, una población cercana a Barcelona. Fernando y yo fuimos a recogerles para pasar un día juntos en Girona. Era un matrimonio encantador. Por eso me dejó helado la noticia del suicidio de Carlo poco después. Era un hombre vivaracho y muy simpático, de abundante melena plateada y gafas anaranjadas, siempre vestido con ropa juvenil de tonos llamativos. Muy a la itaniana. No he vuelto ha saber nada de Pia desde entonces. Quizá se habrá ya jubilidado. También Fernando, que era quien mejor la conocía, perdió el contacto con ella. Dejó de participar en las actividades de intercambio entre nuestras respectivas universidades. Debió de ser un golpe duro de encajar. Me entristece que las relaciones se deshilachen con tanta facilidad.
Tampoco he vuelto a saber nada de Ivo Comparato, un colega de la Universidad de Peruggia, con el que llegué a tener una relación asidua a raíz del mismo programa Erasmus. Compartíamos el interés por la historia de Nápoles sobre la que Ivo había escrito un libro que fue mi guía durante la primera incursión en el tema. Aprovechando el mismo viaje del que antes os hablaba, nos invitó, a Fernando y a mí, a cenar a su casa. Estaba muy orgulloso de su hija Marina que entonces daba sus primeros pasos en el mundo de la lírica y hoy es una reconocida mezzosoprano que actúa en los mejores teatros. Le pidió que cantara unas arias para nosotros. Por aquella época yo era un perfecto ignorante en la materia. Y no es que ahora haya dejado de serlo, pero gracias a la insistencia de Xavi Torras, ha empezado a corroerme el gusanillo de la ópera. Ivo es uno de los colegas más formales que nunca he conocido. Siempre con su corbata perfectamente anudada y sus gruesas gafas de pasta que le daban aspecto de sabio despistado. De ahí mi asombro por su reacción el último día de nuestra estancia en Peruggia. Había organizado una comida con varios colegas de su universidad en honor nuestro. La comida se alargó más de la cuenta. Yo tenía que tomar un tren para Roma. No podía perderlo porque esa misma tarde salía el avión de regreso a Barcelona y los horarios estaban muy ajustados. Ivo se ofreció a llevarme en coche a la estación. Jamás había visto a nadie conducir por unas callejuelas tan estrechas como son las del centro histórico de Peruggia a tal velocidad, sin consideración alguna por los peatones o las normas más elementales del tráfico. Conseguí tomar el tren. Cuando llegué a Roma todavía dos horas más tarde tenía todavía el susto en el cuerpo. Otro del que no he vuelto a saber nada. Antes de salir de Florencia pensé en llamarle para saludarlo, pero al final no lo hice. Me arrepiento. En las últimas décadas el mundo universitario ha vivido un proceso espectacular de internacionalización. Al precio, eso sí, de unas relaciones mucho más superficiales.
No esperaba este ataque masivo a los cuarteles de invierno de la memoria. Apenas escucho las explicaciones de Ruggero sobre los años que vivió en Peruggia. Por si fuera poco, en los últimos años esta ciudad ha sido para mí principalmente el escenario del terrible asesinato de Meredith Kercher, la estudiante hallada muerta tras una satánica juerga estudiantil que tanto revuelo llegó a levantar en la prensa mundial. Sin duda por la desconcertante identidad de la principal sospechosa, Amanda Knox, una americana de rostro angelical y enigmáticos ojos azules. He comprobado en directo la intensidad con que mis estudiantes italianos seguían el proceso judicial que finalmente acabó con su absolución. «Es el demonio» me llegó a decir en cierta ocasión Rosa Scala mientras caminábamos por la via del Proconsolo. «Sino fuera porque es tan guapa y una maestra en el arte de llorar en público aún estaría en la cárcel».
- Meredith Kercher
- Amanda Knox
No le comento nada de todo esto a Ruggero que sigue cantando las maravillas de la ciudad a la que estamos a punto de llegar. Como todavía falta una hora para la cita con sus amigos (cosa nada extraña teniendo en cuenta la velocidad a la que hemos venido) me proponer visitar la abadía de San Pietro. Acepto resignado. Lo que de verdad me interesa es la Galleria Nazionale dell’Umbria donde se encuentran algunas de las mejores pinturas de Perugino. Bueno, si fuera posible, también la Sala dell’Udienza del Colegio del Cambio que alberga sus frescos más famosos. Cuando trabajaba en Nápoles, procuraba visitar siempre que podía su Ascensión situada en una de las capillas laterales del Duomo. Era el mejor antídolo contra la sensación oprimente que siempre me dejaba la capilla del Tesoro de San Genaro. A pesar de que lo he intentado en diversas ocasiones, este año no he logrado visitar todavía su Cenacolo en el convento de Fuligno en Florencia, cuyos horarios compiten por su falta de lógica con los de la Villa de Castello. Se trata de una obra que señaló el momento culminante de su carrera. Lo que si he visto en múltiples ocasiones es su Ascensión de la Santíssima Anunziata. Lo de ver es un decir, porque la nave está siempre tan oscura que apenas si se distinguen los contornos de las figuras. Una obra que señaló el inicio de su declive.
Tras un breve paseo por el complejo de San Pietro —magnífico, sin duda pero apabullante— le propongo a Ruggero que cada uno vaya a lo suyo: él a sus amistades y yo a mis pinturas. Ahora es él quien acepta sin demasiado entusiasmo. Pero como la amabilidad le puede, se ofrece a acompañarme hasta el mismo palazzo dei Priori donde se encuentra la Galleria Nazionale. Nada más entrar aplico mi norma habitual: renuncio a la mayor parte de las salas y me dirijo directamente a lo que me interesa.

Galleria Nazionale dell’Umbria
Auge y caída de Pietro Perugino
Pietro di Cristoforo Vanucci, más conocido como Pietro Peruggino merecería un desagravio público por el desdén con que es tratado a diario por los miles de visitantes que abarrotan la Capilla Sixtina. Allí se encuentran algunas de sus mejores pinturas como la famosa escena de la entrega de las llaves a San Pedro. De esas que, de no compartir espacio con los frescos de Miguel Angel, mucha gente pagaría por ver. Aunque, a decir verdad, este desdén forma parte de su ondulante fortuna crítica. En su época, final del siglo XV y comienzos del XVI, llegó a ser considerado el pintor más importante de Italia, algo que, teniendo en cuenta quienes eran sus competidores, no es para tomárselo a broma. Pero no pudo aguantar el tirón y en sus últimos años cayó en desgracia.
Había nacido hacia 1448 en Città della Pieve, al sur del lago Trasimeno, pero su epifanía artística se produjo en Peruggia. La ciudad estaba viviendo por esos años una edad de oro gracias al chorro de dinero que permitió contratar los servicios de primeras figuras como el Beato Angelico o Benozzo Gozzoli. Sus ojos quedaron prendados de la luz de Piero della Francesca. Viajó a Florencia para formarse en la mejor escuela de pintores del momento, el taller de Andrea Verrocchio. Entre sus compañeros, Leonardo Da Vinci, Domenico Ghirlandaio, Filippino Lippi o Sandro Botticelli. Pero decidió no seguir el camino de su maestro: perfiles marcados, dramatismo y claroscuro. Lo suyo era el sfumato, los contornos suaves y la armonía del conjunto. Ah! y la luz de Piero.
Regresó a su región natal, Umbria, donde empezaron a llegarle los primeros encargos. Su sensibilidad para conectar con las tendencias devocionales en auge le proporcionó un reconocimiento inmediato. Su fama llegó hasta Roma donde el papa tenía siempre los tentáculos dispuestos para captar a los mejores artistas que pudieran contribuir a lustrar la basílica de San Pedro y los palacios apostólicos. Sus primeros trabajos en la ciudad eterna causaron tan buena impresión que Sixto V le encargó algunos de las escenas que debían cubrir las paredes de su capilla. Ahí se reencontró con dos de sus viejos compañeros florentinos, Ghirlandaio y Botticelli. Pintó dos frescos monumentales: el Bautismo de Cristo y la Entrega de las llaves a Pedro. Comenzaron a lloverle encargos, tanto en Roma como en Perugia y Florencia donde entró a formar parte del selecto grupo de artistas que trabajan para Lorenzo el Magnífico. Entró en una fase de actividad frenética que le obligó a mantener al mismo tiempo dos talleres, uno en Florencia y otro en Perugia, en los que dió trabajo a un creciente número de aprendices entre los que llegaría a contarse Rafael.

Entrega de las llaves a San Pedro
La clave del éxito fue su habilidad para acomodarse tanto a los gustos locales como a las exigencias de sus clientes. Entre estos últimos se encontraron instituciones religiosas y particulares impregnados por una práctica devota difundida por manuales de oración de gran éxito a finales del Quattrocento. Consistía ésta en la visualización interior de la historia sagrada de modo que el orante pudiera prestar su propio rostro y circunstancias a los personajes. Para estos devotos Perugino pintó figuras de refinada elegancia y dulzura cromática ambientadas en paisajes idealizados de suaves colinas y luz difusa que diluían las coordenadas del tiempo y el espacio en favor de una composición sosegada y solemne. Un lenguaje que contrastaba abiertamente con la mirada aguda y la observación analítica que mostró en los retratos.

Pietro Perugino. Crucifixión
El éxito tenía su precio: resultaba imposible producir tanto al máximo nivel. Comenzaron a llegarle las primeras críticas. Isabella d’Este, la exigente duquesa de Mantua, le encargó la decoración de su studiolo en el palazzo ducale con escenas alegóricas similares a las que tanto habían satisfecho años antes a Lorenzo el Magnífico. Pero no quedó satisfecha con el resultado. Luego vino el retablo para el altar mayor de la basílica de la Santissima Annunciata de Florencia que recibió críticas feroces por parte de algunos de los que hasta poco antes le habían mostrado su admiración. Con el nuevo siglo los gustos estaban cambiando rápidamente. Los clientes valoraban cada vez más la creatividad en la invención. Comenzó a ser tildado de excesivamente repetitivo por recurrir con exceso a las figuras de repertorio. Llegaba la hora de los grandes monstruos: Leonardo, Miguel Ángel y Rafael. Perugino no fue el único con dificultades para renovarse, pero la fama de los años anteriores cayó ahora sobre él como una losa. Los clientes le dieron la espalda y tuvo que despedir a sus trabajadores. Se refugió en Umbria donde trajó durante sus últimos años para pequeñas poblaciones que no podían permitirse grandes dispendios. Murió en 1523, víctima de la peste a la edad de 75 años. Fue enterrado en una fosa común. Se hundió en el olvido de donde vino a rescatarle la gran exposición que le dedicó en 2004 la Galleria Nazionale dell’Umbria.
Pienso en la transitoriedad de la fama mientras contemplo la Adoración de los Pastores, una de las tablas que integraron el imponente políptico que pintó para la iglesia de Sant’Agostino. Corresponde a sus últimos años, cuando ya había sido desterrados de los grandes centros artísticos italianos. Se trata de una composición irreal. La Virgen y San José, situados en primer plano contemplan, con asombro y un punto de indiferencia, al niño abandonado en el duro suelo de mármol que hace inútiles esfuerzos por incorporarse. En segundo término, unos pastores que más que reverentes parecen atemorizados. Entre ambos grupos una estructura de madera extremadamente sencilla y desproporcionadamente alta destinada a centrar la mirada del espectador. El paisaje del fondo ha sido reducido a la mínima expresión para privilegiar la centralidad de las figuras y evitar cualquier distracción. Búsqueda de la esencialidad. Figuras mórbidas, de vivos colores en tonos rebajados y contornos difuminados. Solemndad y sosiego. Perugino en estado puro.
Son casi las 2:30 cuando salgo de la Galleria. En pocos minutos abrirán el Colegio del Cambio. Me encantaría visitarlo. En la sala de las audiencias se encuenta el ciclo de pinturas sobre la concordancia entre la sabiduría pagana y la sabiduría cristiana por el que tantas alabanzas recibió Perugino en su momento. Pero si lo hago llegaré tarde a la cita con Ruggero para dentro de media hora. Y me quedaré sin comer. De modo que tras rodear rápidamente la fomosa Fontana Maggiore tomo el camino de regreso al aparcamiento. La plaza está prácticamente desierta a estas horas del mediodía. Tan sólo un pequeño grupo de mochileros concentrados en su bocadillo. Tengo el tiempo justo para hacer lo propio en un pequeño bar de la via Cavour. Y ojear la prensa local. Uno de mis vicios. Y, como era de esperar, llego tarde. Ruggero me está ya esperando.

Fontana Maggiore de Peruggia
«Tenemos que darnos prisa. Doriano nos espera en el hotel que nos ha reservado en Asís».
Ya en el coche, me describe el almuerzo con todo lujo de detalles. Me entero de que su principal objetivo era poner en contacto a dos grupos de amigos para que colaboraran en un proyecto social que lleva entre manos.
«Mientras que los florentinos se han acostumbrado a vivir del paisaje y los monumentos explotando al máximo las posibilidades del turismo, la Umbria es una región de pequeños empresarios con mucho empuje», asegura. «Han sabido crear un denso tejido de pequeñas industrias que se cuentan entre las más activas de toda Italia». Doriano, que será nuestro anfitrión durante la estancia en Asís es un buen ejemplo de ello. No podemos hacerle esperar. Y vuelve a pisar el acelerador como poseído por Saviatar.
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