La distancia entre Peruggia y Asís es de apenas 25 km que, a la velocidad que conduce Ruggero, engullimos en pocos minutos. Doriano nos espera a las cinco de la tarde en el hotel Cenacolo. Pero primero hay que encontrarlo. Se supone que mi misión es hacer de copiloto pero las indicaciones de google maps resultan de lo más confuso. Al menos para mí que tengo un sentido nulo de la orientación. Durante estos meses estoy viviendo una relación de amor-odio con el navegador de mi teléfono. Nos detenemos junto a la enorme basílica de Santa Maria degli Angeli, en cuyo interior se encuentra nada menos que la Porciuncula, la pequeña capilla donde San Francisco se reunía con sus seguidores. «Mejor preguntamos», sugiere Ruggero. Allí vamos. Tras varios intentos fallidos decidimos entrar en el restaurante donde los empleados están preparando la cena de fin de año para un público que a juzgar por el número de mesas, se prevee multitudinario. Por fin conseguimos orientarnos. El problema no era tanto el lugar como la vía del tren, que obliga a dar múltiples vueltas antes de alcanzar nuestro destino.

Basílica de Santa Maria degli Angeli
Su aspecto no engaña. El hotel Cenacolo Assisi, que ese es su nombre completo, ocupa el edificio que había sido un antiguo convento franciscano. Su interior, organizado alrededor de un enorme claustro, confirma la impresión. Doriano se ha encargado de reservar nuestras habitaciones.
— «Preferiría que no tuviera que pagarlas él», le comento a Ruggero mientras le llama por teléfono desde el hall para anunciarle nuestra llegada. «Al menos, no la mía. A fin de cuentas, no nos conocemos de nada».
—«Me parece que tienes pocas posibilidades de conseguirlo», me responde. «Pero no te preocupes, tengo confianza para decírselo directamente si es lo que quieres».
Doriano aparece a los pocos minutos. Y a la pregunta de Ruggero, no deja escapatoria. «Las habitaciones ya están pagadas. Este es el lugar donde hospedamos a nuestros clientes y vosotros sois mucho más que eso». No le calculo más de cuarenta años, alto, robusto, pelado y risueño. A pesar de ser el dueño (o, para ser precisos, el hijo del dueño) de una importante fábrica de mobiliario de cocina, cuccine Floritelli, trata a Ruggero con suma deferencia. Los hilos que tejen las relaciones personales entre los italianos son demasiado sutiles para lo que estoy habituado, así que no consigo entender del todo el origen de su amistad. Pero me queda claro que, por algún motivo que ignoro, Doriano le está muy agradecido. Se deshace en explicaciones para justificar el motivo por el que no podrá quedarse a cenar con nosotros. Eso sí lo entiendo: su esposa le abandonó dejandole con una hija de corta edad que ahora está a su cargo; tiene que estar con ella para darle la cena. Pero se ofrece a acompañarnos para dar un paseo por Asís.

Desde mi habitación en el hotel Cenacolo. Al fondo la ciudad de Asís y la basílica de San Francisco iluminada
Como otras muchas poblaciones de origen medieval en esta zona del país, en la que los conflictos constantes obligaba a ponerse a buen recaudo, Asís se encuentra en lo alto de una colina. Y, como casi todas ellas, tiene un enorme aparcamiento en la base de la misma desde donde arrancan las escaleras mecánicas que conducen al centro de la población. Cuando se informa de mi oficio y los motivos que me han traído hasta aquí, Doriano empieza a tratarme casi con tantanta deferencia como a Ruggero. «Pensaba haceros una explicación de la historia de la ciudad pero en presencia de un professore, prefiero callar» De nada sirve mi insistencia en que, muy a mi pesar, soy un perfecto ignorante de la historia de Asís.
Las estrechas callejuelas del centro histórico están, a pesar del frio gélido, de lo más animado a estas horas de la tarde. Nada que ver, sin embargo, con los paseantes de Florencia. Aquí no hay turistas sino devotos de los dos santos más emblemáticos del catolicismo italiano. Doriano se despide de nosotros frente a la basílica di Santa Chiara, no sin insistirnos antes para que le visitemos mañana en su fábrica.

Basilica di Santa Chiara
«Lo primero que tenemos que hacer es visitar el crucifijo que le habló al santo» me dice Ruggero. Dicho y hecho. Entramos en la basílica, en la que a esta hora se celebra el oficio religioso y nos dirigimos directamente a la capilla situada a la derecha de la nave central donde se encuentra el Cristo. Como era de esperar, atiborrada de devotos.
En realidad este crucifijo de más de dos metros de alto, se encontraba originariamente en la minúscula capilla de San Damiano situada fuera de las murallas, en la ladera de la colina. Según la tradición, mientras el hijo de un rico comerciante del lugar, estaba rezando frente a él oyó la voz que le decía «Francisco, vete y repara mi iglesia, que se está cayendo en ruinas». El sorprendido orante (que en realidad se llamaba Giovani di Pietro Bernadone) interpretó que la orden de la voz misteriosa se refería al ruinoso edificio donde se encontraba. Obediente, se consagró con irrefrenable determinación a la misión de restaurar no solamente de éste sino de otros lugares de culto en los alrededores de su ciudad.

El Cristo parlante de San Damiano
Su padre, un próspero comerciante de telas, reaccionó enfurecido ante el repentina transformación de un hijo que tanto había apreciado hasta entonces los placeres de la vida. Creyendo que se trataría de una fiebre pasajera, no se le ocurrió mejor remedio que encadenarlo en un calabozo. El prisionero no cedió ni un milímetro. Cuando sin saber que hacer lo condujo hasta el obispo de la ciudad confiando que lo hiciera entrar en razón, Francisco se despojó de sus vestiduras y ante la atónita mirada de los presentes, declaró su voluntad de practicar una pobreza radical y una estricta observancia del evangelio. El prelado se puso de su parte y su padre no tuvo otro remedio que ceder.

Asís. Frescos de Giotto en la basilica di San Francesco. El santo orando ante el Cristo de San Damiano y despojándose de sus vestiduras ante su padre y el obispo de la ciudad
Siguió dedicado al mandato de reconstruir iglesias. Fue en una de sus preferidas, conocida como la Porciúncula por sus diminutas dimensiones, donde acabó de ver con claridad el camino. La misión que el crucificado le había encomendado era, en realidad, la de reconstruir la iglesia católica carcomida por la opulencia mundana de sus pastores y la ignorancia de sus fieles.
Reunió a un pequeño grupo de seguidores y se ofreció para cuidar leprosos y desempeñar las tareas más humildes entre los campesinos de la zona. Se hacían llamar los hermanos menores. Su número creció rápidamente, no sólo en Italia sino también en el sur de Francia y la península ibérica. Renunciarían a toda propiedad y se alimentarían de las limosna que obtuvieran. Empezaron a ser conocidos como frailes mendicantes. Viajó a Roma para doblegar las reticiencias del papa que se resistía a aprobar una organización que proponía un estilo tan extremado de vida. De regreso a Asís conoció a Clara. La hija de una de las principales familias de la nobleza local, impresionada por la transformación del hijo de los Bernadone, le prometió completa sumisión. Francisco puso en sus manos la organización de la rama femenina de la orden. Clara se instaló en San Damiano donde organizó su propia comunidad y transcurrió el resto de sus días.
Eran tiempos de desmanes en nombre de la recuperación de la tierra donde había vivido Jesucristo. En 1219 viajó a oriente con la intención convertir musulmanes y frenar excesos de los cruzados. Fracasó en ambos objetivos aunque logró dejar boquiabierto al sultán de Egipto al demostrarle que era capaz de caminar sobre el fuego. Y dejó un grupo de frailes que hasta el día de hoy han seguido desempeñando una tarea decisiva en la custodia de los santos lugares. La Iglesia Católica, y con ella los arqueólogos del mundo entero, jamás se lo agradecerán bastante.
Al regreso encontró su organización desbarajustada. Entendió que no bastaba con apelar al espíritu sino que, además, había que poner orden. Sin duda éste no era su punto fuerte. Optó por implorar la luz de lo alto retirándose al monte Alverna, un lugar solitario al norte de Asís donde posteriormente fue levantado el santuario en su honor que trecientos años más tarde visitaría Eleonora para cumplir su voto por haberle concedido un hijo varón al que, por supuesto, llamó Francesco. Allí obtuvo la más intensa de sus experiencias místicas selladas con las heridas en las manos, los pies y el costado, los estigmas, como las que produjeron los clavos y la lanza en el cuerpo del crucificado. Nunca más dejaron de sangrar. La experiencia lo dejó extenuado. La noticia de los estigmas corrió como la pólvora y su popularidad se desbordó. Buscaba la paz y un silencio que se mostraba cada vez más esquivo. Quería regresar a la Porciuncula. Allí falleció el 3 de octubre de 1226. Tenía 44 años. Ni siquiera transcurrieron dos más antes de que fuera elevado a los altares.

Asís. Frescos de Giotto en la basilica di San Francesco. El santo recibe los estigmas en La Verna
— «Supongo que iremos a la Porciuncula», le comento a Ruggero mientras contemplamos entre empellones, el crucifijo parlante.
— «Por supuesto, pero antes tenemos que visitar la basílica de San Francisco».
—«Pues ya podemos darnos prisa sino queremos que nos cierren»
Son casi las 7 de la tarde cuando nos plantamos en la explanada frente a la enorme basílica, situada en un extremo de la población, donde se veneran los restos del santo.
— «Ni pensar en la posibilidad de visitarla con calma» asegura Ruggero.
— «¿Ni siquiera los frecos de Giotto en la nave superior?».
La respuesta nos la da uno de los responsables del servicio de orden: «se acabó la hora de las visitas». Así que tenemos que conformarnos con contemplarlos a distancia desde el atrio que es casi lo mismo que nada. Resulta obvio que no se pueden hacer tantas cosas en un mismo día. Al menos, sin embargo, nos queda la opción de visitar la nave inferior a la que se accede por una angosta escalera más pensada para ser transitada por una comunidad de apacibles frailes que por la multitud de agitados peregrinos. El ambiente me resulta agobiante: techos bajos, humedad y humo de velas. Apenas hay espacio para moverse entre la gente. Nos abrimos camino, dificultosamente, hasta la capilla del sepulcro. Está claro que no hemos elegido el mejor día para venir.
¡Volveré a Así!

Asís. Basílica de San Francesco. Nave superior con los frescos de Giotto a derecha e izquierda
Nos queda todavía el último objetivo de la jornada. Ambos lamentamos no haber entrado en la basílica de Santa Maria degli Angeli, donde se encuentra la Porciúncula, cuando nos detuvimos junto a ella para tratar de localizar el hotel. Pero eso ahora no sirve de nada. Así que desandamos las estrechas callejuelas de ambiente navideño evitando la tentación de detenernos en la multitud de tiendecitas donde se ofrece las más variopintas figuras de belén. Por algo fue San Francisco quien dió origen a esta tradición, pienso mientras caminamos a paso ligero.
Por mucho que sean peregrinos, el comportamiento de los visitantes de Asís apenas difiere del de los turistas de Florencia: se concentran todos en los mismos puntos. Gracias a ello se visita con cierta tranquilidad los lugares situados fuera de las rutas trazadas. Claro que el aspecto actual de esta pequeña capilla es sólo un pálido reflejo de lo que debió ser el lugar donde Fransico se reunía con su primeros seguidores. Pero, al menos, podemos sentarnos tranquilamente, y dejar volar la imaginación.

Iglesia de la Porciúncula en el interior de la basílica de Santa Maria degli Angeli
— «¿Cuál es el plan para mañana? inquiero a Ruggero mientras cenamos en el restaurante del hotel, un espacio, amplio y elegante en el que somos casi los únicos comensales.
—«Nos queda todavía mucho por hacer, así que hay que levantarse temprano. Para empezar, a las 7 son los laudes en la capilla de San Damiano. A las 9 nos espera Doriano para mostrarnos su fábrica y mi amigo Onorio a las 12 en la plaza del mercado de Spoleto.
— «Non ce la faremo», es toda mi respuesta.
— «Más nos vale que sí, porque entre medio tenemos que pasar por Montefalco para comprar unas botellas de vino sagrantino»
— «De acuerdo con todo. Pero si vamos a Montefalco tenemos que entrar también en el convento de San Francesco. Mañana es el último día para visitar la Maddona della Cintola de Benozzo Gozzoli»
— «Non ce la faremo», es ahora su respuesta.
Ya en la habitación del hotel (mañana tengo que agradecerle nuevamente a Doriano la elección) trato de poner en orden los recuerdos de la jornada, mucho más intensa de lo que preveía. Pero estoy agotado, así que tendré que dejarlo para la vuelta.
Es todavía noche cerrada y hace un frío que se ríe de nuestros tabardos y bufandas cuando a las 6.30 de la mañana salimos del hotel rumbo a San Damiano. «Es un espacio minúsculo y seguro que habrá mucha gente, así que nos conviene llegar con antelación» asegura Ruggero mientras trata de reblandecer la capa de hielo depositada durante la noche en la luna del Seat Ibiza.
Y no le faltaba razón. A pesar de ostentar el pomposo título de santuario, la pequeña capilla donde oró San Francisco situada junto al cenobio donde vivió Santa Clara apenas tiene capacidad para una treintena de personas. Me sorprende la presencia de numerosas familias con niños de corta edad, embutidos en pasamontañas de los que apenas sobresalen su nariz, que dormitan junto a sus padres. Ni un sólo banco libre. Nos acomodamos en el duro suelo. Bueno, no tan duro ya que, inmediatamente, una mujer de mediana edad, sonrisa amplia y atuendo de excursionista, nos facilita unos cojines. A las 7 en punto aparece un fraile jovencísimo, quizá no tenga más de 25 años, que se dirige al pequeño órgano situado a la izquierda del presbiterio. Apenas necesito unos segundos para descubrir que la mayoría de los presentes son doctores en la materia. Así que suenan las primeras notas, se arrancan a cantar con un entusiasmo que desafía la hora y la temperatura. Soy de los pocos que necesita echar mano del folleto que nos han distribuido en la entrada. Es la segunda vez en mi vida que tomo parte en una función de este tipo. La primera fue en Montserrat hace ya un montón de años. Me llevó mi buen amigo Toni Canal, propietario de Idea Books, una magnífica editorial de libros de diseño, el mismo día en que tenía que realizar las pruebas para optar a un puesto de profesor tiular en mi universad. ¡Todo ayuda, fue su principal argumento!

Oratorio de San Damiano
La ceremonia transcurre según la pauta de una inmemorial tradición litúrgica: himnos sencillos y conmovedores, lecturas bíblicas e intervalos de silenciosa reflexión.
— «Abre Señor mis labios y mi boca cantará tus alabanzas», clama con voz recia otro joven franciscano.
— «Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la roca que nos salva», responden al unísono los asistentes. (salmo 94).
Me impresionan sobre todo los silencios. Ni el menor murmullo a pesar de que estamos como sardinas en lata. No se lo digo, pero agradezco a Ruggero la posibilidad de disfrutar de una de las vivencias espirituales más intensas que he experimentado en mucho tiempo. Mientras haya personas, jóvenes muchas de ellas, que aprecien de esta forma el silencio, habrá esperanza, se me ocurre pensar. Quizá es un pensamiento banal, lo reconozco.
De nuevo en el hotel, disfrutamos de un desayuno muy poco franciscano. Eso sí, a toda velocidad (como ya es habitual en este viaje) para llegar puntuales a la cita con Doriano.
«Les está esperando en su oficina», nos indica el guardia de seguridad así que llegamos a la entrada de la nave situada en el polígono industrial de Navello. Se nota a la legua que está muy acostumbrado a guiar a los visitantes por las instalaciones. Sus especialidad, nos explica, es la fabricación de cocinas a medida de alto standing. Uno de sus últimos clientes, continúa, ha sino un “onorevole”, vaya, un diputado de la cámara de representantes, que aflojó nada menos que cuatrocientos mil euros por la de su nueva residencia en Peruggia. Me ahorro el comentario sobre el tufo de corrupción mafiosa del dispendio. Imagino que Doriano es la clase de persona en la que piensa Ruggero cuando muestra su admiración por los empresarios de la Umbria. Sin duda, un hombre imaginativo y emprendedor. No solamente fabrica cocinas sino que enseña a cocinar mediante un sistema de cursos a distancia que, por lo visto, están teniendo gran éxito en todo el mundo. A nuestra observación sobre el vetusto mobiliario de la cocina de la Academia dei Ponti, reacciona sin pensarlo: «enviadme las medidas y os lo cambiaré por un conjunto de aluminio. Será un honor regalaroslo». No salgo de mi asombro. ¿Qué espera de nosotros? Bueno, mejor dicho, ¿qué espera de Ruggero? porque está claro que de mí poco puede esperar, aunque me sigue tratando con una diferencia que no deja de producirme cierto incomodo. Por fín se deshace el nudo. Entre sus proyectos inmediatos se encuentra la creación de una cadena de hamburgueserías. «Algo muy especial», por supuesto. Y espera que Ruggero le ayude a encontrar un buen local en el centro de Florencia. Haber empezado por ahí, pienso.
Ya en el coche, camino de Montefalco, opto por medir mis palabras sobre el encuentro con Doriano. A fin de cuentas, estoy seguro de que Ruggero tampoco necesita que le haga discursitos sobre la conveniencia de ser prudente con esta clase de relaciones que con tanta facilidad suelen pasar de la adulación al encono. Además, prefiero concentrarme en el ondulado paisaje blanco de viñedos aletargados que se abre ante nosotros al poco de abandonar la strata statale para enfilar una estrecha carreterita que atraviesa una cadena de pequeños núcleos (Pietrarossa, Fabri, Poggetto…) cuya principal actividad económica salta a la vista. «Es un paisaje más agreste que el de la Toscana, pero no exento de encanto», observa Ruggero.

Montefalco. Vista general
Son casi las 11 cuando llegamos a Montefalco, que resulta ser un abigarrado conjunto de rústicas construcciones de piedra y descomunales iglesias arracimadas tras las murallas en lo alto de una suave colina. Apenas llegamos a la piazza del municipio nos percatamos de que el problema no va a ser encontrar un lugar donde adquirir el preciado Sagrantino sino escoger entre la abundante oferta. Nos decantamos por la enoteca di Benozzo sin otro criterio que la proximidad al lugar donde hemos aparcado. «¿Qué diferencia hay entre una botella de 194 euros y otras de 18?» se nos ocurre preguntar como dos palurdos que somos. La oronda dependienta nos observa con cara de pasmo. Ya que todos son muy buenos, según nos asegura, nos decidimos por los más sencillos. Nuestro presupuesto tiene sus límites y 50 euros por dos botellas de vino tampoco está nada mal.

Montefalco. Convento di San Francesco. Iglesia
El antiguo convento de San Francesco, que ahora es el museo municipal de Montefalco, se encuentra a pocos metros de la plaza. Está prácticamente desierto a pesar de ser días de vacaciones y ofrecer la posibilidad de contemplar unas de las mejores pinturas de Benozzo Gozzoli, el discípulo predilecto del beato Angelico. No me importa lo más mínimo que se prestara descaradamente a la manipulación histórica y las necesidades propagandísticas de las familia Médici cuando les pintó la cabalgata de los reyes magos en la capilla de su palacio. Su maestro nunca se hubiera ofrecido a hacerlo. Pero esta es otra historia sobre la que espero volver algún día. Ahora toca disfrutar no solamente de la Madonna della Cintola sino también de los frescos en el ábside de la iglesia de este convento en los que narró con una ternura conmovedora la historia del santo de Asís.

Benozzo Gozzoli. Madonna della Cintola
“Resulta irresistible la sugestión de sus obras juveniles, escribió de él Bernard Berenson. Se diría que están pintadas por un fray Angelico que hubiera olvidado el cielo para enamorarse de la primavera y el mundo”. «Un miracolo di azzurro e di oro», escribe por su parte Antonio Paolucci, el director de los museos vaticanos, en el folleto de mano que nos han entregado después de pagar los ocho euros de la entrada. Conservamos el documento del encargo que le hizo hacia 1450 un tal fray Antonio. Debía ser un cuadro de altar de forma cuadrada, como defendía Leon Battista Alberti en su tratado De Pictura, sin decoraciones vegetales ni pináculos dorados tan del gusto de la época; concebido y organizado según las reglas de la perspectiva como hiciera fray Angelico y habían enseñado Masaccio, Donatello y Brunelleschi; y presentarse a la vista con “amistà dei colori”, acudiendo al variado juego cromático utilizado por sus ilustres predecesores que “pigliano variazione dai lumi”. Todo un reto para un joven de 30 años. El resultado fue una de las obras maestras del primer Renacimiento. La Virgen aparece sentada sobre un trono de nubes mientras asciende al cielo envuelta en un halo de luz dorada, acogida por un coro de serafines delicadamente perfilados sobre un fondo de oro con velaturas rojizas. El apostol Tomás, que había dudado de la resurrección de Cristo, recibe de manos de la Virgen una cinta como testimonio de su milagrosa ascensión en cuerpo y alma a los cielos. Mientras lo contemplo, me viene a la cabeza que esta es una devoción muy popular en Tortosa donde muchas mujeres llevan el nombre de Cinta o Maria Cinta. Pero ahora me doy cuenta de que la historia que narra Gozzoli no encaja con la que me explicó, hace ya muchos años, mossen Manuel García, el archivero de la catedral en una de mis visitas mientras hacía mi tesis doctoral. Al menos en Tortosa la tradición asegura que la Virgen se apareció a un sacerdote entregándole una cinta como prenda de su intercesión maternal. Claro que ambos relatos, bastante inverosímiles por otro lado, responden a la misma intención de presentar la cinta como un vínculo, que a través de María, une el cielo con la tierra. El cielo del beato Angelico y la tierra de Benozzo Gozzoli.

Montefalco. Benozzo Gozzoli. Historia de San Francisco
Y otra vez a correr. Apenas dos minutos para ojear los frescos de San Francesco en el ábside de la iglesia, que merecerían una mañana entera, y directos al coche para no llegar tarde a Spoleto. Me estoy comportando como un turista de la peor especie. Pero, ¿qué puedo hacer?. A estas alturas, no me apetece nada conocer a los amigos spoletini de Ruggero a pesar de que me atrae mucho visitar la ciudad. ¡Pero no de este modo!
Además, este post está resultando larguísimo y la ciudad de Spoleto es digna de una entrada sólo para ella. Máxime teniendo en cuenta que nuestro guía, Onorio, no era un cualquiera sino un arquitecto que se gana la vida (muy bien a juzgar por el coche con el que nos lleva desde la plaza del mercado hasta el pie de la rocca albornoziana), restaurando monumentos históricos. Una persona con buenos contactos, pienso.
Nuestra visita comienza con un paseo por los alrededores de la muralla con parada en el famoso mirador desde el que se divisa el viejo acueducto que conecta con la base de la apabullante Rocca Albornoziana, la fortaleza constuida por el cardenal español Egidio Albornoz en el siglo XIV cuando la población formaba parte de los dominios pontificios. La verdad es que no siento especial atracción por esta clase de construcciones pero no me atrevo a cuestionar el programa de Onorio que lo tiene todo milimetrado. Así que tras un sinfín de escaleras metálicas y ascensores nos plantamos en el punto más alto de Sploleto desde donde se divisa, esto hay que reconocerlo, una perspectiva magnífica. «No podemos entretenernos mucho, ya que a las 2 nos espera Michele para ir a comer juntos», recuerda Ruggero. Michele es otro de sus amigos, también de Onorio pero vuelvo a no entender la relación que les une. Dispone de poco tiempo, anuncia nada más saludarnos, por lo que se ha permitido reservar el lugar para el almuerzo.

Spoleto. Acueducto y Rocca Albornoziana desde el mirador
Tengo que encontrar una farmacia lo antes posible, pienso mientras descendemos por las cuidadas y desiertas callejuelas del centro histórico camino del restaurante. El resfriado que ayer dio sus primero avisos se ha convertido en un torrente ante el que nada sirven los varios paquetes de pañuelos de papel que ya he consumido en lo que llevamos de día. Por fortuna despachamos el almuerzo en un plis plas, no sólo por las prisas de Michele sino también por las del del dueño del restaurante que nos ha mirado varias veces como diciendo que es muy tarde y tengo que cerrar.
¡Menos mal que logro localizar una farmacia camino del duomo, última visita de la jornada!

Duomo de Spoleto
No logro recordar el programa de la televisión italiana que, según nos explica orgulloso Onorio, se rodó en la plaza del duomo de Spoleto pero lo cierto es que la imagen que ofrece el conjunto mientras descendemos por la rampa que conduce a la entrada principal es magnífica. Otra cosa es el interior, por desgracia muy remodelado. Además, sinceramente, estoy agotado y empiezo a hacerle gestos a Ruggero para concluir cuanto antes la visita.
Comienza a caer aguanieve cuando iniciamos el viaje de regreso a Florencia. Me quedo profundamente dormido a los pocos kilómetros. Mañana sin falta tengo que completar la solicitud de reconocimiento de mi investigación para enviarla al CNEAI.