– ¿Profesor Palos?
– Yo mismo
– Soy Cloe Cavero
Quien me interpela es una joven menuda y pizpireta mucho más hábil que yo en la embarazosa tarea de embutir los bártulos en el angosto espacio de las taquillas situadas en la entrada del Kunst.
Me lee la mirada. Como quien está avezada a las presentaciones, se adelanta sin esperar mi pregunta: estudié en Madrid con el profesor Fernando Marías y ahora estoy acabando mi tesis doctoral en el Instituto Universitario Europeo. Sabía que estabas en Florencia, continúa.
Me cuenta que este que comienza el último año de su beca y está a punto de concluir una investigación sobre el mecenazgo artístico del cardenal Bernardo de Sandoval que fue arzobispo de Toledo entre 1599 y 1618. Un tema, este de los cardenales que oscilaron entre España y Roma actuando como mediadores entre el rey y el papa, que en los últimos años está despertando un gran interés, pienso mientras me habla. Uno de mis estudiantes de doctorado, Xavier Arriazu, quiere hacer algo similar con la figura del cardenal Gil Carrillo de Albornoz que representó los intereses del rey Felipe IV en Roma durante buena parte de la Guerra de los Treinta Años entre 1618 y 1648. Desde luego que también los historiadores nos movemos por modas. ¿Quién recuerda aquellos años en los que los más jóvenes querían estudiar las revueltas campesinas, las clases marginadas o las luchas contra el poder? ¿Será que los historiadores nos hemos vuelto conservadores y lo que ahora nos interesa son las argucias de los poderosos para mantener sus posiciones de dominio? Me llama la atención que una chica como Cloe me hable con tanto entusiasmo y un cierto tono de admiración de un cardenal aristócrata que representó los intereses de una monarquía autoritaria. Aunque quizá esté equivocado y lo que realmente le fascina, como en parte me ocurre a mí mismo, es la estética con la que estos poderosos supieron envolver sus privilegios.
¿Tienes previsto venir más veces al Kunst?, sigue interrogándome. Mi plan es hacerlo todos los jueves le respondo. Si te parece bien, me gustaría que pudiéramos charlar un rato y saber tu opinión sobre lo que estoy haciendo. Quedamos en hacerlo.
Como casi siempre que vengo a trabajar al Kunst, he ido a comer al Caffè de’ Pinti situado en la esquina entre la via Giuseppe Giusti y Borgo Pinti a escasos metros de la biblioteca. Aunque es un local de dimensiones reducidas, mesas diminutas y sillas más bien incómodas tiene un aire familiar que lo hace especialmente atractivo. Sus clientes son todos italianos que trabajan en las múltiples oficinas de la zona. Como hay tan poco espacio entre las mesas resulta imposible no escuchar sus conversaciones así que mis comidas en este lugar son una ocasión de tomarle el pulso al ambiente local. A pesar de las angosturas trato de hacerme sitio para ojear la prensa. Me interesa especialmente La Nazione por el espacio que dedica a las noticias locales. Hoy trae en portada la calamitosa restauración del campanile de la Iglesia de Ognissanti. Para escándalo del autor del artículo ha sido barnizado de tal modo que en vez de una torre del siglo XIII parece acabado de construir.
Tendría que hacer un esfuerzo de memoria para reconstruir la lista de todas las personas con las que he comido en este lugar. Recuerdo especialmente a Francesca y Rosa que tanto a la entrada como a la salida saludaban efusivamente a los camareros con un apretón de manos. En Italia lo hacemos así, me respondió Francesca ante mi cara de extrañeza. La verdad es que yo no veía que nadie más lo hiciera. De lo que no hay duda es de que a los camareros les encantaba este modo de comportarse. Cuando he entrado este mediodía han sido ellos los que me han saludado con entusiasmo preguntándome por aquella chica tan simpática que me acompañaba en otras ocasiones. Eso significa que me van a asignar una buena mesa, he pensado. Y así ha sido: la que más me gusta, junto a la ventana.
Tras la comida aprovecho para dar un breve paseo por el Borgo Pinti con la intención de llegar hasta la iglesia de Santa Maria Maddalena dei Pazzi, aunque sé con toda seguridad que estará cerrada a estas horas. Lo hago porque Borgo Pinti es una de mis calles preferidas en Florencia. Quizá por el buen recuerdo que conservo de una estancia en el mes de febrero de 2013, breve pero muy intensa, en el que lo recorría a diario bajo la llovizna y un frío inclemente. Sus estrechas dimensiones y la disposición homogénea de los edificios de cuatro alturas con contraventanas verdes y arcos y dovelas de piedra, hacen de esta vía casi una galería interior que a muchos podrá resultar asfixiante y a mí me resulta acogedora. Durante siglos el Borgo Pinti fue la salida de la ciudad hacia Fiesole, ocupada principalmente por pequeños palacios y conventos. Cualquiera diría que tras los intimidatorios muros de color crema se conservan muchos de los jardines que ya existían a finales del siglo XVI como se puede apreciar en la planta de la ciudad que realizó Stefano Buonsignori que os dejo en el encabezamiento de esta entrada. Algunos de ellos como el de los jesuitas, el de la Gherardesca, el de los Salviati, el de los Caccini el del Borgo están siendo recuperados por el comune para uso público lo cual está lejos de significar que estén siempre accesibles.
De todas las teorías sobre el nombre de la calle la que me resulta más convincente es la que defiende que lo toma del antiguo monasterio delle Donne di Penitenza conocido popularmente como le Repentite y que Dante denomina «Spedale a Pinti». El monasterio se encontraba justo donde hoy se levanta el complejo de Santa Maria Maddalena dei Pazzi que, como bien suponía, está cerrado. Tendré que esperar a otro día para visitar la famosa Crocifissione del Perugino que se encuentra en la antigua sala capitular del convento. Al menos os dejo una imagen para que os forméis una idea.