He didicado la tarde de hoy sábado a visitar el Museo Stibbert. ¡Ya iba siendo hora! Máxime teniendo en cuenta que se encuentra a dos pasos de mi alojamiento.
Confieso que hasta hoy todo lo que sabía de este lugar se limitaba a algunas referencias sueltas de sus piezas que me había encontrado en libros y catálogos de exposiciones. Por ello he buscado algunas informaciones antes de salir de casa.

Villa Stibbert
Frederick Stibbert, nacido en Florencia en 1838, fue uno de los más conspicuos representantes de la nutrida colonia británica residente en la ciudad durante el siglo XIX. Miembro de una acaudalada familia de militares galardonados por los servicios prestados a Su Graciosa Majestad, en 1849, tras la muerte de su padre, se instaló definitivamente con su madre y dos hermanas en la villa de la colina de Montughi que hoy ocupa el museo. La pasión por coleccionar objetos de lo más variopinto ocupó la mayor parte de su tiempo. Sorprendentemente, consiguió no dilapidar la fortuna que había heredado. A principio, su predilección se decantó por la armería. Más tarde la pintura, orfebrería, porcelana, vestidos, telas, adornos y libros. Es decir, ¡todo!. Siendo todavía joven concibió la idea de transformar su residencia en un museo. A medida que necesitó más espacio fue añadiendo nuevos cuerpos al edificio que finalmente acabó formando un abigarrado laberinto de sesenta y cuatro habitaciones. Su pasión coleccionista no le dejó tiempo para casarse. En su testamento dictado en 1905 legó la villa y su contenido al gobierno británico con la condición de que fuera abierta al público y se mantuviera la disposición de las piezas tal como la había diseñado. En caso de que las autoridades británicas rechazaran la herencia, como de hecho ocurrió, estipuló que sus propiedes pasaran a la ciudad de Florencia que, en 1908, abrió las puertas de la villa Stibbert a los visitantes. Para ser claros, a los pocos visitantes que se dignan a llegar hasta allí.
La tarde se presenta fría y plomiza cuando salgo de la AdeiP. El otoño ha llegado sin avisar así que hoy he decidido sacar del armario la ropa de abrigo. Cuando, tras superar la empinada pendiente, llego resoplando a la biglieteria del museo son poco más de las 4.
—«Las visitas son guiadas y se realizan en grupo», me informa una joven funcionaria con cara aburrida. «La última ha comenzado hace unos minutos y las siguiente no lo hará hasta las cinco».
Percatándose de mi contrarierad trata de aninmarme. Los 8€ de la entrada (desde luego, nada barata), me dice, incluyen la exposición temporal que no requiere guía. Eso no entraba para nada en mis planes. Leo el título en el folleto informativo que me acaba de entregar: Le opere e i giorni «Exempla virtutis, favole antiche e vita quotidiana nel racconto dei cassoni rinascimentali».La primera parte me parece pura literatura, pero la segunda me levanta el ánimo: los cassoni dipinti son una de mis debilidades desde que los decubrí estudiando una de las pinturas de la entrada solemne de Alfonso el Magnánimo en Nápoles en 1442 realizada precisamente sobre uno de ellos. Tiempo después tuve ocasión de conocer mejor este tipo de piezas en el Museo Bardini, uno de los impagables reductos todavía no colonizado por el turismo que conserva esta ciudad. En Cataluña a estos cassoni les llamamos caixes de núvies ya que su función primigenia era transportar el ajuar de las recién casadas el día de la boda y, aunque se conservan algunos ejemplares primorosamente tallados, en la mayoría de los casos eran de una gran simplicidad. Pero en Florencia estos muebles, que eran transportados en alto formando parte del cortejo camino de la iglesia, constituían todo un signo de identidad, de ahí que fueran recubiertos con pinturas que constituían una declaración de principios por parte de la familia de la mujer.
Sin pensármelo dos veces me dirijo a la zona de las exposiciones temporales. Debo salir al jardín y recorrer longitudinalmente todo el edificio hasta la entrada trasera.
—«Tiene que entrar por el bar, dirigirse a la librería y ahí tomar las escaleras que conducen al primer piso», me indica la empleada.
Durante el trayecto me percato de que, tal como señalaba la información que había leído previamente, la fachada lateral del edificio refleja claramente los diversos añadidos proporcionando al conjunto el aspecto de una ristra de butifarras recubierta con lápidas que reflejan los eclécticos gustos de quien fuera en propietario de este lugar.El diminuto espacio habilitado como bar se encuentra ocupado por un reducido grupo de hombres con todo el aspecto de ser los jardineros del parque que rodea el edificio en animada discusión calcistica. Ni se molestan en girar la cabeza para advertir mi presencia. Tampoco me tomo la molestia de preguntar. Me dirijo a la minúscula librería y siguiendo las instrucciones recibidas enfilo las escaleras que por su estrechez dan a entender que formaron parte en su día de la entrada de servicio. Por no haber, no hay ni siquiera nadie que me pida la entrada. Menos aún visitantes. Estoy completamente solo. Mejor para mí ya que así puedo moverme a mis anchas andando y desandando para comprobar pequeños detalles de unas cajas de madera decoradas con una técnica, sensibilidad y, en ocasiones, una ingenuidad, encantadoras. Qué injusto me parece el calificativo de arte menor empleado con frecuencia para designar esta clase de objetos. De no ser por iluminados coleccionistas anticuarios como Frederick Stibbert o Stefano Bardini la mayor parte de ellos ni siquiera hubieran llegados hasta nosotros. Disfruto tanto que el tiempo me pasa volando. Cuando miro el reloj faltan apenas unos minutos para las cinco. Sino me doy prisa se me escapará el grupo que es, además, el último del día. Regreso a paso ligero a la entrada principal. Allí me está esperando la guía con el grupo impaciente por iniciar el recorrido: una joven mamá con un niño en edad de primera comunión.
No hay más que entrar en la primera sala para darse cuenta de qué clase de lugar es este: sin duda alguna Friederick Stibbert padecía de horror vacui. Ni un milímetro de pared libre y apenas un estrecho sendero en el suelo flanqueado por objetos de toda índole. Exactamente igual que su propietario los dejó antes de despedirse de este mundo, nos explica nuestra acompañante. Inútil tratar de describirlos.
Por fortuna para mí, la guía decide concentrar todos sus esfuerzos explicativos en el menor de los visitantes, lo cual me exime de la obligación de tener que atender a los prolijos detalles con que trata de ilustrarnos. Tras atravesar no sé cuantas salas y subir y bajar no sé cuantas escaleras, llegamos a la estancia principal de grandes dimensiones: la armería. Aprovecho que la mamá y el niño se quedan extasiados ante los imponentes caballeros embutidos en trajes de latón a lomos de gigantescos caballos de madera para separarme del grupo y dirigirme directamente hacia la vitrina que más me interesa. En ella se encuentra el corsaletto fúnebre, es decir, la armadura con la que fue velado, Giovanni delle Bande Nere. El suegro al que Eleonora nuca llegó a conocer. Pero del que oyó hablar constantemente a lo largo de toda su vida de casada. Ya os dije algo de él el pasado 17 de octubre.
Cuando Eleonora llegó a Florencia Giovanni llevaba trece años muerto como consecuencia de la gangrena provocada por el disparo de un lansquenete del ejército imperial que se dirigía al asalto de Roma. Tampoco Cósimo, que entonces acababa de cumplir siete años, había tenido apenas ocasión de conocer a un padre permanentemente ausente del hogar familiar. A pesar de ello, su imagen estuvo permanentemente presente en su vida, especialmente durante sus primeros años de gobierno. Eleonora encontró una escultura suya en la Piazza de San Marco el día de su llegada a la ciudad. Poco después Cósimo encargo otra al escultor Baccio Bandinelli con la intención de colocarla en una de las capillas de la iglesia de San Lorenzo. Tras múltiples vicisitudes hoy se encuentra plantada sobre un desproporcionado basamento en una de las esquinas de la plaza de la iglesia. ¿Es cierto, como en ocasiones se ha apuntado, que la imagen de San Giovani que debía flanquear la escena del descendimiento de la cruz en la caspilla privada de Eleonora era en realidad una evocación del padre de Cósimo? Sea como fuere, resulta sorprendente que alguien que no solamente no había pisado nunca un campo de batalla, sino que había hecho del cálculo político la divisa de su gobierno, sintiera semejante admiración por un guerrero apasionado e incauto que perdió la vida como consecuencia de un error de cálculo. Pero, claro está, todo lo que Cósimo sabía de su progenitor era lo que le había explicado su madre, Maria Salviati.
- Giovanni delle Bande Nere
- Maria Salviati
Es una lástima la poca atención que ha merecido María, una de las mujeres más admirables de su momento. Por eso he recibido con especial satisfacción el artículo que le ha dedicado mi amiga Nathalie Tomas y que me acaba de enviar hace unos días.
Acostumbrado como estoy a que la mayor parte de mis colegas elijan su entorno geográfico más inmediato como campo de estudio, me causa admiración que alguien como Natalie, que trabaja en Australia y necesita una silla de ruedas para desplazarse, haya decidido estudiar las mujeres en la Florencia del Renacimiento. Nunca le estaré lo suficientemente agradecido por lo mucho que me ha enseñado. Espero que siga escribiendo sobre María.
Sea porque es noche cerrada cuando abandono el museo, porque hemos hecho todo el recorrido en solitario sin cruzarnos con nadie, por la tenue ilumninación de las salas o por el tipo de objetos, pero lo cierto es que me ha parecido un lugar bastante tétrico. El lugar ideal para rodar bodeviles del tipo de una noche en el museo.