Cuando ayer por la noche, durante la cena en la Accademia dei Ponti, anuncié solemnemente mi intención de consagrar la jornada de hoy a la noble labor de la vendimia, más de un spaghetti salió volando por la explosión de carcajadas entre los comensales. Ya sé que no tengo aspecto de vendimiador (veremador decimos en catalán) pero tampoco soy un novato en estas lides. Bueno, a fuerza de ser sincero debo reconocer que sólo en una ocasión me he dedicado a ellas. Fue en el mes de septiembre anterior al comienzo de mi primer año de carrera. Como por aquél entonces el curso en la universidad comenzaba bien avanzado el otoño, un grupo de amigos cansados de unas vacaciones que no se acababan nunca, decidimos pasar unos días en Espolla, un pequeño pueblecito en el norte de Girona casi colindante con la frontera francesa, donde la familia de uno de ellos poseía plantaciones de viñas. Como era la época de la vendimia nos pareció de buena educación ofrecernos para colaborar. Eso sí, sin saber que las cepas estaban casi a ras de suelo, algo que nuestros riñones descubrieron a los pocos minutos, ni que para extraer los racimos había que meter una mano entre las frondosas ramas y cortar el tallo con afiladas tijeras con la otra. El resultado fue que más que tallos acabamos cortándonos los dedos. Así que mientras esta mañana me dirigía a la VIT, mucho más temprano de lo habitual, lo único que deseaba era que, en este caso, se tratara de una especie distintas de viñas, con más altura y menos hojas.
La primera sorpresa ha sido comprobar que cuando faltaban apenas diez minutos para las 8, la hora fijada, no había nadie en el punto de encuentro. ¿Me habré equivocado de día? La llegada de Simonetta unos minutos después me ha sacado de dudas. Aunque por su atuendo también me ha quedado claro que no tenía la menor intención de colaborar en la tarea. El siguiente en hacerlo ha sido Yoachun Liu, un colega de la China al que todavía no he tenido ocasión de presentar. El trípode que apoyaba en un hombro y la cámara que colgaba del otro hacía innecesaria cualquier pregunta. Su principal objetivo era hacer fotografías, una de las tareas en las que invierte más energías durante su estancia en Florencia. Ya estábamos tres personas pero solamente una (es decir, yo) dispuesto a doblar el espinazo. Ahora se trataba de localizar a los agricultores a golpe de silbido como estaba concertado. Enseguida aparece Andrea, el capataz, al volante de un pequeño tractor. No expresa la menor extrañeza por el hecho de que estuviéramos tan pocos. Me da por pensar que, de hecho, no espera nada de nosotros. Nos hace indicación de seguirle. En realidad el campo donde debíamos trabajar estaba a escasos metros de donde nos encontrábamos pero oculto por las ondulaciones del terreno. Como todo en la VIT, la organización era perfecta: un recipiente con las tijeras, otro con guantes y otro con botellas de agua. Ante la mirada atenta de Simonetta y curiosa de Yoachun, Andrea procede a explicarme el objetivo a la vez que me indica las hileras de viñas que deberemos esquilmar esta mañana. Por fortuna, los peones contratados para la jornada habían realizado buena parte del trabajo. Además, mis deseos se habían cumplido y estas viñas no requerían agacharse. Consciente de mi soledad, decide colocarse frente a mí al otro lado de la cepa mientras me da instrucciones y corta los racimos a una velocidad que me parece arte de magia. Al enterarse de que vengo de Barcelona nuestra conversación deriva inmediatamente al equipo de fútbol. Me cuenta que en la Toscana el calccio se vive con mucha pasión aunque no tanto por amor al deporte como por el campanilismo y la rivalidad ancestral que domina la relación entre las diversas poblaciones.
Poco a poco van llegando otros colegas. Con paciencia admirable Andrea repite a cada uno de ellos las mismas instrucciones. A eso de las 9 el equipo está formado por algo más de una docena de resollantes vendimiadores. A pesar de la edad y sus formas rotundas quien se emplea con más ahinco es Jessie Owens, una prestigiosa catedrática de historia de la música en la Universidad de California. La observo y siento curiosidad por saber en qué estará pensando mientras, algo apartada del grupo, observa atentamente cada racimo antes de desgajarlo del tallo.
Poco antes de las 10 de la mañana aparece Alina por sorpresa con una amplia sonrisa. Va vestida de modo estrafalario. Resulta manifiesto que esta mañana ha tenido serias dificultades para interpretar las instrucciones del correo de Simonetta en el sentido de vestir con ropa vieja y confortable. Dudo mucho de que tenga ropa vieja. Además, por supuesto, no tenía la menor intención de sudar. Sus modos eran más bien los del amo del cortijo dispuesto a supervisar la actividad de los jornaleros. Así que ha hecho acto de presencia, quien más quien menos ha sacado la cabeza de la viña con la indisimulada intención de dejarse ver. La visita ha sido breve así que a los pocos minutos ha dado media vuelta acompañada por su inseparable perro. Era la señal que muchos esperaban para saber que la jornada había concluido. Quedamos poco más de media docena. La mayoría de ellos jóvenes: John, Luka, Brian (a quien todavía no he presentado), Carlos (tampoco lo he presentado)… Lo confieso, en mi caso la principal motivación para seguir era el tentempié que nos habían prometido a media mañana. Al aviso de su llegada poco antes de las 11 ya estábamos todos en el porche de la pequeña edificación donde se guardan los utensilios de labranza listos para zampárnoslo. Ahora sí que, también para nosotros, había acabado la vendimia.