Conocí a Federico Budini Gattai el sábado pasado en el acto de Cassa di Risparmio. Así que le expliqué el motivo de mi estancia en Florencia, me invitó a participar hoy, primer domingo de noviembre, a la tradicional fiesta del olio nuovo en la tenuta I Bonsi, la finca familiar en la que, según me explicó con orgullo, se produce el aceite desde el siglo XIV.
—«Conocerás otra Toscana», me aseguró.
Su argumento me convenció de inmediato de modo que no dudé en aceptar la invitación.
No me costó demasiado convencer a Giancarlo para que me llevara en coche. En el último momento se apuntó también Ruggero. Quedamos en salir tras la comida. Tomamos la dirección de Siena y, a la altura de Tavarnuzze, enfilamos la escarpada y sinuosa carretera que debe conducirnos a Pietrapiana, en cuyo término se encuentra la tenuta I Bonsi.
Aprovecho que mis acompañantes se enfrascan en una animada conversación sobre asuntos locales que se me escapan, para concentrarme en el paisaje que, habituado como estoy a la Toscana urbana, ofrece un panorama completamente novedoso para mí. Como otros muchos viajeros epidérmicos, he acabado asociando esta tierra con sus pétreas ciudades. Y así, pienso, nunca voy a entender a esa amante de la vida al aire libre que fue Eleonora de Toledo. Además, ésta ha sido, hasta hace cuatro días, una región de campesinos que han contribuido, tanto como los ricos de sus opulentos núcleos urbanos, a modelar el entorno natural. Aunque, en el caso de la Toscana, resultaría injusto establecer una división estricta entre el campo y la ciudad como si de dos mundos diversos se tratara. La mayor parte de los potentados que llegaron a amasar inmensas fortunas con el comercio de la lana y las actividades bancarias, comenzando por los Médici, originarios de la región del Mugello, llegaron a las ciudades procedentes del medio rural con el que nunca rompieron vínculos. Así que pudieron, se hicieron construir suntuosas villas campestres circundadas por parques y jardines, que encargaron a los mismos arquitectos que estaban diseñando los palacios e iglesias urbanas. Ya a comienzos del siglo XIV el famoso historiador florentino Giovanni Villani describió la campiña toscana como una prolongación de sus ciudades; un fenómeno que muchos siglos después provocaría la admiración de Wolfgang Goethe o Aldous Huxley. Todavía hoy, los viajeros desprevenidos se llevan más de una sorpresa al toparse en el claro de un bosque o en medio de campos de labor, deslumbrantes construcciones a desmano de todo que casi nadie visita por no figurar en los itinerarios turísticos al uso. Decididamente, el impulso estético de las ciudades se trasladó también al campo.
Como esta tarde he podido constatar con mis propios ojos, la Toscana dista mucho de ser tan sólo la región de ondulantes y dulces colinas consagrada por el tópico; es también, y quizá todavía más, una región de escarpados riscos que durante siglos han exigido a los campesinos un esfuerzo titánico por domeñar el terreno: deforestando bosques, despedregando campos, constuyendo terrazas sobre robustos muretes, abriendo amplios jardines alrededor de las residencias señoriales, aplanando el terreno para la instalación de granjas o fattorie, levantando en parajes inverosímiles humildes viviendas de colonos (muchas de ellas hoy abandonadas), marcando lindes con hileras de esbeltos cipreses y separando propiedades mediante angostos senderos entre tapias encaladas que en la actualidad desafían la pericia de los conductores. El resultado de todo ello es un paisaje férreamente domesticado por la mano del hombre. Sin duda alguna, uno de los paisajes rurales major cuidados de Europa al que la moda del agroturismo ha vuelto a situar en el centro de todas las miradas. Sin duda alguna, la Toscana sabe como vender su paisaje.
Durante siglos, la propiedad agraria, al menos en la parte entre Florencia y Arezzo que hoy he visitado, se caracterizó por las grandes extensiones en manos de ricos terratenientes cultivadas por mezzadri, aparceros o masovers que diríamos en Cataluña. Un sistema que hasta mediados del siglo pasado conservaba todavía viejas reminiscencias feudales que ataban estrechamente a los campesinos con sus señores. Mediante el contrato mezzadrile estos últimos concedían a la familia de aparceros el uso de la propiedad y de la casa colonica (la masia) a cambio de un retorno que en ocasiones superaba la mitad de la cosecha. Quizá por ello en el doppoguerra, entre los años cincuenta y setenta, se produjo un éxodo masivo del campo. Hasta un 70% de mezzadri dejaron de cultivar la tierra, según mi inseparable guía del Touring Club Italiano. Aunque, a diferencia de otras regiones, aquí no se produjo una emigración masiva al extranjero sino un desplazamiento a las vecinas poblaciones o a los pequeños núcleos como Pietrapiana, Reggello, Figline e Incisa Valdarno, Leccio por los que esta tarde ha discurrido nuestro trayecto. Gracias a ello los hijos y nietos de los antiguos mezzadri han mantenido el apego por la tierra de sus raíces, conservando viejas tradiciones campesinas que, como la festa de l’olio nuovo, están viviendo un resurgimiento en estos tiempos de nostalgia por el pasado que se nos escapa.
Cuando parecía que el abandono iba a ser, como en otros muchos lugares, el destino del campo toscano, el vino y el aceite primero y el agroturismo después, acudieron a socorrerle. Viñedos y olivos son, con permiso de los cipreses y los abetos en las regiones altas, dueños y señores del paisaje rural de la región. Y de su economía.
«La nuestra ha sido una apuesta por la calidad más que por la cantidad», me ha explicado Federico Budini.
En los últimos años la vieja tradición campesina que marcaba el final de los trabajos de recogida de la aceituna se ha convertido en una ocasión para promocionar el aceite local. Aunque me sorpende lo temprano de la fecha. En Cataluña, las ferias en las zonas aceiteras de Siurana, Les Garrigues, la Terra Alta o el Baix Ebre-Montsià acostumbran a tener lugar a finales de novembre o principios de diciembre.
Son casi las cuatro y media cuando llegamos a I Bonsi después de habernos detenido unos minutos para disfrutar de las espectaculares vistas sobre el valle del Arno que nos ofrecían algunos puntos del trayecto. Estacionamos el coche en la explanada frente al molino. El frantoio, me aclara Giancarlo. Otros visitantes han llegado antes que nosotros. Muchas familias con niños pequeños y algunos grupos de personas mayores. ¡Quien sabe si antiguos mezzadri! Entramos al complejo de construcciones que forman I Bonsi a través de la nave prefabricada ocupada a derecha e izquierda por los serpentines que vierten una espesa secreción verde lima sobre grandes tinajas.
–«Se trata del laudemio» puntualiza solícita una joven informadora al constatar mi sorpresa por el color del líquido. «El aceite extravirgen característico de las colinas del Valdarno superior».
En el pasado, sigue explicando sin esperar a nuestras preguntas, el nombre de laudemio designaba la parte de la cosecha reservada para el propietario de la tierra. Por supuesto, se trataba de la mejor parte, de ahí que todavía hoy laudemio sea sinónimo de calidad. En la actualidad el consorcio del laudemio establece normas muy estrictas para los agricultores: tiene que ser producido con olivas recogidas a mano y molidas el mismo día a una temperatura controlada. El resultado es un aceite de color verde intenso y brillante (que a mí me ha parecido verde lima) con un intenso perfume de hierba segada y alcachofa y un gusto intenso y picante.
Como escribió en La ventana discreta mi admirado Antoni Puigvert, que del tema entiende bastante más que yo, «todos los antiguos mediterráneos consideraban el aceite un alimento esencial. Hebreos, egipcios, griegos y romanos… A pesar de haber nacido en el Empordà (que es también mi tierra de adopción) con gran tradición de aceites vírgenes de la variedad argudell, me he enamorado del delicado sabor verde que destilan los aceites arbequinos de las denominaciones Siurana y Garrigues. Grandes aceites los hay en todas partes. Sobre gustos no hay disputas. Pero el mejor aceite del mundo es, en opinión de mis papilas gustativas, el de Belianes, un amable pueblo del valle del Corb situado en el triángulo que forman Bellpuig, Arbeca y Vallbona de les Monges».
Por supuesto, me cuido mucho de expresar esta opinión ante nuestro amable instructor. Además, estamos llegando tarde a la cita con Federico, de modo que no podemos entretenernos. Aunque no resistimos la tentación de curiosear en el almacén improvisado como tienda en la que unas orondas mujeres de mofletes colorados despachan todo tipo de productos derivados del aceite. Ruggero, siempre detallista, adquiere unas cremas faciales para su madre. Saludamos a la esposa de Federico que a pesar del tiempo que lleva viviendo aquí no puede disimular un fuerte acento inglés. Me gustaría dedicar una entrada al impacto de la numerosa colonia anglófona en esta región.
Federico nos recibe sonriente restando importancia a nuestro retraso. A pesar de los muchos visitantes que requieren su atención se ofrece a guiarnos por la tenuta. Me queda claro por sus modales refinados que lo suyo no es precisamente la vida campesina. Bueno, esto ya lo sabía. En realidad, los Budini-Gattai son una familia florentina de rancio abolengo. Bastaría con decir que son los actuales propietarios del impresionante palacio situado en la esquina de la via dei Servi con la plaza de la Santissima Anunziata construido por Bartolomeo Ammanati para Ugolino Grifoni, uno de los secretarios de Cosimo I que atesoró una fortuna sirviendo al duque. El recorrido que comienza por la antigua fattoria, trascurre por unos patios ocupados por grandes tinajas para el aceite y el vino y sigue en la planta baja por la antigua escuela en la que estudiaban los hijos de los campesinos.
—«Yo mismo aprendí mis primeras letras en estos pupitres» nos explica Federico.
Aprendemos que la tenuta fue construida nada menos que en 1400 como un torreón de defensa por la familia Bonsi della Ruota; que en el siglo XVII fue transformada en un convento de frailes carmelitas y que a mediados del siglo XIX (seguramente después de haber sido expropiada) fue adquirida por los Budini-Gattai que le dieron el aspecto actual al transformarla en una villa campestre de gusto neogótico. Aunque una parte del edificio sigue habitado por la familia, nos explica mientras atravesamos un cuidado jardín rocoso, la mayor parte está destinada a agroturismo. Así que si os apetece pasar unos días en este lugar de vistas impagables sobre el valle del Arno, no tenéis mas que entrar en www.agriturismoibonsi.it/it/ y hacer la reserva. Eso sí, empezad a ahorrar porque el precio no baja de los 200€ por noche.
La tarde se ha teñido de rojo cuando abandonamos I Bonsi. Camino de Pietrapiana nos da todavía tiempo de detenernos unos minutos en la recoleta pieve di Sant’Agata in Arfoli. Sin duda, estas pequeñas iglesias, de aspecto rústico aunque frecuentemente adornadas con piezas de primera gran calidad artística, son uno de los elementos más característicos del paisaje rural toscano. En una época en la que el campo estaba poblado por jna gran cantidad de núcleos familiares dispersos, las pieves no solamente actuaron como centros religiosos sino también de cohesión social.
Si de mí hubiera dependido, habría regresado directamente desde la pieve a Florencia pero Giancarlo ha insistido en visitar Pietrasanta. En su opinión, la experiencia de I Bonsi ha resultado demasiado artificial ya que, donde de verdad se pulsa el ambiente festivo del olio nuovo es en las pequeñas poblaciones. Y, desde luego, que no se equivocaba. Las estrechas callejuelas estaban abarrotadas de gente que se dirigía a la escuela donde se había instalado el punto de degustación del aceite. Bueno, eso es un decir, porque el aceite era tan sólo un pequeño acompañamiento de la opípara merienda gentileza del municipio. Sin duda alguna, esta es otra Toscana.