Me llamó la atención el correo que se distribuyó el miércoles pasado convocándonos a participar hoy en una Misa en la capilla de la VIT con motivo del aniversario del fallecimiento de Bernard Berenson. Entonces ignoraba que Berenson hubiera abrazado el catolicismo cuando hizo de Florencia su lugar de residencia definitivo. Teniendo en cuenta que previamente había abandonado el judaísmo por la iglesia episcopaliana cabría pensar que sus creencias fueron más bien acomodaticias. No soy nadie para juzgarlo, pero intuyo que la estética desempeñó un papel determinante. Solamente un espíritu cauterizado puede permanecer inmune a la contemplación de las creaciones artística que conserva esta ciudad. Al menos, así lo veo yo.
En los días pasados he tratado de averiguar algo más sobre esta convocatoria pero incluso Patrizia, habitualmente tan dicharachera, me ha respondido con una parquedad. Como si no deseara hablar mucho de ello. Así que he decidido asistir a la ceremonia. En parte por curiosidad pero, sobre todo, porque, aunque su trayectoria personal me genera algunas dudas, me ha parecido de justicia honrar la memoria del fundador de esta casa.
La pequeña capilla, que podéis ver en el encabezamiento de este post, se encuentra situada junto a la entrada principal de la villa, pero como ésta sólo la utiliza Alina queda, en la práctica, fuera de los recorridos habituales del resto de los que aquí trabajamos. Sin embargo, es uno de mis lugares preferidos por la paz que en ella se respira. Suelo pasar algunos ratos meditando en ella a primera hora de la tarde. Prefiero esto a las sesiones de yoga de los miércoles a las que asisten muchos de mis compañeros. En comparación con el resto de los edificios es de una sobriedad rocosa. Sus diminutas dimensiones hacen que la nave esté ocupada casi en su totalidad por las dos imponentes lápidas que cubren los sepulcros de Bernard Berenson (1865-1959) y Mary Whithall Smith (1864-1945).
Mi primera sorpresa ha sido comprobar que la representación de los fellows se limitaba a Carlos Plaza y Yaochun Liu que, con tal de almacenar experiencias en su inseparable cámara fotográfica, se apunta a un bombardeo. Apenas nadie tampoco del staff del centro. Sólo Angela Dressen, cuya actitud daba a entender con claridad que estaba allí por decisión propia. Aunque es una persona de pocas palabras con la que no me resulta sencillo entablar una conversación, cada día siento más simpatía por Angela. Se nota a la legua que es una persona de firmes convicciones a la que le importa poco lo que puedan pensar los demás. Ni siquiera estaba Jonathan Nelson que no pierde oportunidad de manifestar su veneración por la figura de Berenson y pasa por ser el principal estudioso de su vida a quien acuden todos aquellos que desean aclarar algún extremo. Reconozco que esta deserción generalizada me ha causado una cierta decepción. Ignoro si las ausencias se debían a ocupaciones inaplazables, al temor a significarse o, simplemente, a pensar que el recuerdo del padre fundador no merecía ni siquiera lo que, a mi modo de ver, era un gesto de educación. Sinceramente, pensaba que los americanos eran más desprejuiciados en la participación en actos religiosos. Incluso en mi facultad donde la gente se cuida mucho de expresar sus creencias, la participación en esta clase de celebraciones se considera una muestra de buen gusto.
Quien sí estaba, y éstas en bloque, eran las trabajadoras de la cocina y el servicio de limpieza. Y, por supuesto, Alina Payne que apenas podía disimular su incomodidad por la obligación de asistir que el cargo le imponía. Desde luego, no es el tipo de actos que está habituada a frecuentar.
Poco antes de la hora prevista, las 10 de la mañana, ha llegado Monseñor Paolo Tarchi, el párroco de la vecina iglesia de San Martino a Mensola que es recibido ceremoniosamente por la directora. Don Paolo ha resultado ser un hombre de gran cultura, que cursó estudios de ingeniería en la universidad de Florencia antes de ser ordenado sacerdote y que ha ocupado diversos cargos en la conferencia episcopal italiana lo que, al parecer, le mereció el nombramiento como capellán de honor de su santidad lo que le da derecho a utilizar el título de Monseñor, muy apreciado por los clérigos locales. Como, además, ha residido en Londres en calidad de capellán de los italianos expatriados, se permite dirigirse a los presentes en un inglés más que correcto. Enseguida nos advierte de que, aunque estemos en el término municipal de Florencia, esta parte de la ciudad corresponde a la diócesis de Fiesole. Ignoro a cuento de qué venía esta distinción que, intuyo, la mayor parte de los presentes es incapaz de apreciar. En la homilía nos habla de la figura de Berenson y el valor de la belleza para la fe. Se nota que ha leído a Benedicto XVI. Alina asiente a sus palabras con aspecto de satisfacción.

Palazzo Ramírez de Montalvo
Finalizada la ceremonia, el reducido grupo de asistentes se dispersa con diligencia. Hay que regresar a las ocupaciones habituales. Cuando quiero darme cuenta, en la pequeña plazoleta situada frente a la capilla tan sólo quedamos Carlos Plaza y yo. A pesar de ser el tercer español, en la comunidad de los tattiani, apenas hemos tenido ocasión de intercambiar unas pocas palabras. Así que decidimos tomarnos un café en el Granaio y contarnos nuestros respectivos trabajos. Carlos es un sevillano alto, delgado y muy serio cuya barba le confiere todo el aspecto de un personaje extraído de un cuadro del Greco. Su vida ha discurrido en los últimos años entre Sevilla y Florencia donde ha realizado una investigación sobre las residencias de los españoles que se instalaron en la ciudad con motivo de la llegada de Eleonora. Salvo en el caso de Antonio Ramírez de Montalvo, cuyo imponente palacio en el borgo Albizi, con su fachada cubierta por unos excepcionales esgrafiados diseñados por Giorgio Vasari, sigue conservando su nombre, del resto apenas se mantiene el recuerdo, me explica.
A los pocos minutos de iniciada la conversación, me doy cuenta de que lo que realmente le interesa es inquirir por mi trabajo que, en algunos puntos se solapa con el suyo. Trato de despejar balones y tranquilizarle. Aunque abordemos cuestiones similares lo hacemos desde perspectivas diversas, le respondo. Parece poco convencido. No es la primera vez que me encuentro con una situación como ésta. Me ocurrió también cuando empecé a interesarme por la historia de Nápoles. Algunos colegas han sido formados en un celo protector de sus campos de estudio que no admite con facilidad lo que consideran como interferencias externas. No le doy más importancia. Pero es un tipo de reacción que me incomoda.