Me cruzo a primera hora de la mañana con Emanuela Ferretti en la entrada de la sala de revistas del Kunst. La felicito por la reciente publicación del número monográfico que ha coordinado de la revista Annali di Storia di Firenze dedicado a Cosimo I. No sé si he hecho bien. Percibo que se siente algo incómoda. Me enteré de su existencia a través de Ida Mauro que, no sé como lo hace, se entera de todo antes que yo. Se excusa por no haberme enviado el pdf del ejemplar. La verdad es que no esperaba que lo hiciera y casi me alegro de que así haya sido puesto que, de este modo, no se siente con ánimos de preguntarme si ya lo he leído, algo que, desde luego, no he hecho. Muchos de mis colegas tienen la mala costumbre de hacerlo, así que siempre procuro tener una frase en la recámara que me permita desviar la atención.
A primera vista, algunos de los artículos del dossier me han parecido de lo más interesante, aunque no estoy seguro de que me resulten de gran utilidad. Siguen insistiendo en la idea, muy consolidada entre los historiadores locales, de presentar a Cósimo como el artífice principal, y en ocasiones casi exclusivo, de los grandes cambios que se operaron durante su mandato. Aunque no estoy en condiciones de probarlo, tengo la impresión de que después de un periodo en el que los estudiosos de la historia florentina centraron principalmente su atención en el periodo entre Cosimo il Vecchio y Lorenzo el Magnífico, durante la segunda mitad del siglo XVI, en estos últimos años han dirigido su atención, cada vez más, a Cosimo I. Sin duda, fue un autócrata que arrasó las viejas instituciones republicanas, pero, por otro lado, puso a Florencia y la Toscana en el mapa político de una Europa de frágiles equilibrios. Y al hacerlo, devolvió la autoestima a sus habitantes. No me consta que, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros lugares con los gobernantes similares, nadie haya planteado nunca desplazar su enorme escultura ecuestre que domina la plaza de la Signoria. Está claro que la estética lo blanquea todo y los florentinos no sienten mas que motivos de agradecimiento con los Médici que tan suculentos dividentos les siguen reportando en la actualidad.
Emanuela me anima encarecidamente, eso sí, a asistir a la presentación del volumen que tendrá lugar mañana en el Instituto Sangalli. «Participará Giuseppe Parigino», me anuncia convencida de que me interesa conocerlo. Y no va desencaminada. Como os dije en el post anterior, Parigino es el principal especialista en las finanzas de la familia ducal y yo ando desde hace algún tiempo tratando de entender las condiciones económicas que se pactaron en el matrimonio de Eleonora. Pilar Sarrias me hizo llegar en su día el documento digitalizado de las capitulaciones que se encuentra en el Archivio di Stato. Pero mi ignorancia sobre estas cuestiones es tal que todavía no he logrado entender para qué parte fueron más ventajosas. Parece que don Pedro de Toledo se comprometió a entregar a Cósimo una importante cantidad de dinero por la dote de su hija que nunca llegó a hacer efectiva. Hay quien ha afirmado, por otro lado, que el origen de la fortuna de Eleonora, que posteriormente hizo fructificar con sus múltiples negocios, estuvo en la cantidad que recibió por su matrimonio. Pero ¿quién le entregó dicha cantidad? Espero que Parigino me ayude a deshacer la madeja. «Es una persona de nuestra edad, afirma Emanuela sin sospechar cual es la mía, y, además, resulta muy cercano».
Ya en la sala de lectura trato de ordenar algunas notas sobre la cuestión de la imagen de Eleonora sobre la que tanto se han interesado los historiadores del arte. Estos días pasados he vuelto a leer la crítica que Bruce Edelstein escribió del libro de Janet Cox-Rearick sobre su capilla en palazzo Vecchio. Durísima para lo que estoy acostumbrado, ya que en mi entorno sólo se escriben reseñas para destripar o, más comúnmente, para incensar a los autores mediante una calculada aplicación del do ut des. Pero no logro avanzar con este tema y me estoy poniendo nervioso. Me distraigo contemplando el recoleto jardín de la biblioteca situado frente a mí, frecuentado en los meses cálidos por fumadores y partidarios del tupperware pero desierto en esta época del año. Ha parado de llover. Aunque no entraba en mis planes de hoy, y me había propuesto no alterar el programa de trabajo que me he marcado, decido que es el momento de visitar el Cenacolo de Andrea del Sarto en la Chiesa di San Salvi. En estas últimas semanas he empezado a interesarme por los cenacoli, esa práctica tan florentina de ilustrar los refectorios conventuales con inmensos murales de la Última Cena. Tan florentina, no solamente porque llegó a ser una tradición muy arraigada en los cenobios de la ciudad sino también porque desató una fuerte rivalidad entre ellos por hacerse con los servicios de los mejores artistas. Y ya se sabe que en esta ciudad la rivalidad fue el carburante del genio. De momento solamente he tenido ocasión de visitar el de Andrea del Castagno a Sant’Apollonia, ya que me cae de paso en el trayecto hacia el Kunst, el de Domenico Ghirlandaio en el complejo de Ognisanti y el de Taddeo Gaddi en Santa Croce. Hasta ahora he fracasado en todos mis intentos de conocer el de Fuligno, muy cercano a la estación de Santa Maria Novella, pintado por Perugino. Espero conseguirlo algún día. Pero aún me quedan pendientes, algo imperdonable, el de Franciabigio en el convento de La Calza (si bien me temo que no va a resultar sencillo hacerlo), el de Ghirlandaio en San Marco y el de Andrea del Sarto en San Salvi. Así que allí me dirijo.

En realidad, mi principal objetivo no es el Cenácolo en sí. Según mis noticias, ahí se encuentra también una de las pinturas más enigmáticas de Eleonora. Apenas sé nada sobre ella, aunque aparece mencionada, más bien de pasada, por algunos de los autores que estoy leyendo estos días. Se trata de una pintura sobre tabla de Giovanni Maria Butteri, un autor manierista, de esos a los que les gustaban las figuras alargadas y los movimientos imposibles, formado en el taller de Bronzino y colaborador de su condiscípulo de Alessandro Allori, autor, como hemos visto, de diversos retratos de Eleonora, algunos de sus últimos años y otros póstumos. Al menos sobre el papel, se trata de una composición estrictamente religiosa perteneciente a un género que llegó a estar muy difundido en la Florencia del Quinientos: la Sacra Conversazione. Es decir, una escena imaginada en la que algunos santos departen, se supone que sobre asuntos muy elevados, con la Virgen y otros personajes del Nuevo y Antiguo Testamento.
Consulto el Google Maps. San Salvi se encuentra situado fuera del circuito monumental del centro histórico. De hecho, ya en su momento se encontraba más allá de los muros de la ciudad. El sitio web del museo no engaña: «è un vero e proprio gioiello nascosto della città». Lo que no esperaba era que lo de «nascosto» (escondido) fuera tan literal. En un punto de la Via Piagentina atravieso el Cavalcavia dell’Affrico sobre las vías del tren, sin duda uno de los lugares más feos de la ciudad, y me adentro por un dédalo de callejuelas flanqueadas por bloques de pisos de escasa altura y factura pobretona. «No puede ser aquí», me digo en varias ocasiones. «Seguro que me he vuelto a perder». Pero no; esta vez no me he perdido. Es ahí.

Aparco la moto donde buenamente puedo obstruyendo el paso de una estrecha acera y me dirijo a lo que parece ser la entrada: una puerta lateral de la vieja construcción de piedra, lo que queda de la antigua abadía funda por San Gualberto (una especie de abad Oliva de los florentinos), coronada años más tarde por una diminuta loggia encalada tan del gusto de la época del Renacimiento. Busco la taquilla pero no hay taquilla. Tan solo un libro de firmas como en Sant’Apollonia pero, en este caso, sin vigilante alguno. ¡Vaya que aquí todo el mundo puede entrar y salir sin decir esta boca es mía! Sigo las indicaciones que señalan el lugar donde se encuentra el Cenacolo, sin duda la principal motivación para los visitantes que se han tomado la molestia de llegar hasta aquí. Camino por un amplio pasillo de paredes ocres sobre la que cuelgan los cuadros que se supone que es el museo de San Salvi. No hay nadie. Tras una puerta entreabierta oigo el clin-clon de los utensilios que maneja el personal de limpieza. Saco la cabeza. Hago el gesto de preguntar si estoy dentro del horario de visitas pero tan solo obtengo una mueca: «¿Y a mí que me pregunta?». Así que decido “tirar pel dret” como decimos los catalanes. Y, de repente, sin previo aviso, ahí está. Eleonora y su familia.
Como me ocurre con frecuencia con algunas pinturas que he tenido ocasión de contemplar previamente en la pantalla del ordenador en reproducciones de alta resolución, la primera impresión resulta algo decepcionante. Desde luego, el lugar y una iluminación más que deficiente, no ayudan. Además, ya estaba advertido. Lo propio de Giovanni Maria Butteri fueron las figuras estáticas de consistencia mineral, bañadas por una luz dura que crea una atmósfera fría y distante. A pesar de que llegó a establecer un taller con sus propios ayudantes en la céntrica Via dello Studio, muy cercana a la catedral, está claro que Butteri no fue el discípulo más aventajado de Bronzino. Formó parte de una pléyade de artistas de segundo orden en una ciudad donde éstos se contaban por centenares, que, si bien llegaron a tener un cierto reconocimiento, sobre todo por parte de establecimientos religiosos, en un momento en el que los ímpetus iconográficos del Concilio de Trento dispararon el número de encargos, hoy día casi nadie presta atención. La trayectoria reciente de esta pintura es la prueba más clara de ello. Desde que regresó a Florencia en 1909, la dignidad de sus emplazamientos ha seguido una línea descendiente: de los Uffizi al palazzo Medicci-Riccardi para regresar a los Uffizi y, desde 1996, en San Michele a San Salvi. A pesar de ser una de sus obras más conocidas, no existe, al menos hasta donde llegan mis conocimientos, ningún estudio sobre ella. Quizá porque, como es también mi caso, la razón del interés que ha despertado, no tiene nada que ver con sus virtudes artísticas, no menores a pesar de todo, sino con la identidad de las figuras que en ella aparecen distribuidas alrededor de la imagen dominante de Eleonora.
En la zona superior de la escena, en el papel de Santa Ana, se encuentra Maria Salviati, la madre de Cósimo, ya de avanzada edad, regordeta, cubierta por un recatado turbante y un inestable manteo a punto de desprenderse de su cabeza, en actitud protectora de sus polluelos. En la zona inferior derecha, sentada en el estrado, Isabella, la segunda de las hijas mujeres de Eleonora y Cósimo, ataviada como Santa Catalina de Alejandría. A derecha e izquierda de Eleonora, dos grupos de varones de pie, el primero formado por Cósimo y el hijo de ambos Ferdinando, encarnando respectivamente a los santos Cosme y Damian, protectores de la familia Médici, y a la izquierda, el heredero del ducado, Francesco y el yerno de Eleonora, esposo de Isabella, Paolo Giordano Orsini, en forma de santos guerreros, embutidos en sus armaduras y portando el estandarte de la orden militar de Santo Stefano creada por Cósimo. Entre las piernas de Eleonora, sentado en el suelo, un San Giovanino que casi con toda seguridad no es otro que su hijo Giovanni, el mismo que la acompañaba en el imponente retrato de estado que realizara Bronzino. Por supuesto, todos ellos nimbados por la correspondiente aureola de santidad.
Si bien todos ellos son fácilmente reconocibles, se trata de una representación muy idealizada. Cuando la pintura fue realizada, en 1575, algunos de los retratados estaban todavía vivos y otros habían fallecido. El pintor no se se preocupó mucho por la cronología: el aspecto, tanto de Eleonora como de Cósimo, ambos en plenitud de facultades, no encaja en absoluto con la edad de sus hijos ya adultos. Un robusto Cósimo, manifiestamente extraido del famoso retrato con armadura que le hiciera Bronzino, de mirada perdida y tupida barba ataviado con una veste roja de patricio. Ferdinando, que en el momento de realizarse la pintura era cardenal, vivía en Roma y estaba muy enfrentado con su hermano Francesco por causa de la relación extramatrimonial que éste mantenía con la joven veneciana Bianca Capello, con gesto de bendecir.
Por mucho que esta pintura haya sido calificada como una Sacra Conversazione, lo cierto es que aquí nadie parece tener nada de que conversar. No es que los personajes no interactúen, es que, de hecho, ni se miran. Sencillamente, están posando para la foto. Y, si al menos Eleonora y sus hijos tienen la deferencia de dirigirse al espectador, Cósimo y Paolo Giordano, situados en los extremos, orientan sus miradas en dirección opuesta hacia sendos puntos situados en el horizonte.
Fiorentini nel mondo, un sitio web dedicado a divulgar la historia y la cultura de la ciudad, tituló un breve artículo que dedicó recientemente a esta pintura como «L’ego dei Medici rappresentati come santi a San Salvi». Habría mucho que decir sobre esto. A pesar de que hay quien ha visto la pintura como “sorprendente”, no lo es tanto si se conoce mínimamente la tradición familiar. La estrategia de aprovechar escenas de contenido religioso para retratar personajes conocidos llegó a estar muy difundida en diversas cortes italianas. En el museo de Castelnuovo de Nápoles se conserva una Adorazione dei Magien la que puede distinguirse a simple vista el rostro del emperador Carlos V y los reyes aragoneses de Nápoles, Ferrante y Alfonso I. Y, claro, está, los Médici no iban a dejar pasar de largo una oportunidad como esta. La propia familia había seguido esta estrategia prestando el rostro de varios de sus miembros a los protagonistas de la imponente cavalcataque Benozzo Gozzoli pintó en la capilla de su palacio. Sin ir más lejos, ¿qué otra cosa había hecho Bronzino, sino representar a miembros de la familia ducal en veste de personajes de la Sagrada Escritura, en la capilla de Eleonora, tanto en los frescos de la pared como, singularmente, en el cuadro del altar? Todavía no he tenido ocasión de visitar la villa Caserotta en San Casciano in Val di Pesa, donde se encuenta una misteriosa representación de la Última Cena, obra de Michele di Ridolfo del Ghirlandaio, en la que Cósimo y Eleonora aparecen compartiendo alegremente mesa y manteles con Jesucristo y sus apóstoles o la Immacolata Concezioneque poco antes de que Butteri realizara su cuadro salió del taller de Bronzino, que se muestra habitualmente en la iglesia de S. Maria Regina della Pace, aunque ahora mismo está en proceso de restauración y que, según Janet Cox-Rearick, muestra a Eleonora, aunque a mí eso me cuesta mucho ver, en forma de la Virgen (Cox.Rearick, La Ill.ma Sig.ra Duchessa felice memoria: The Posthumous Eleonora di Toledo).



Pero, lo más discutible del título del artículo de Fiorentini nel Mondoes la afirmación de que esta pintura sea un reflejo del «ego de los Médici». Me parece discutible porque estoy convencido de que no la encargó ningún Médici sino el único personaje que aparece en ella que no pertenece directamente a la familia, es decir, Paolo Giordano Orsini, duque de Bracciano. De otro modo, me resulta difícil justificar, no solamente su presencia en el cuadro sino, más aún, el lugar tan destacado que ocupa, a pesar de que la mutilación manifiesta que la tabla sufrió en algún momento posterior, sin duda para encajarla en un espacio de angostas dimensiones, se le llevara parte del brazo izquierdo. De hecho, aunque Eleonora ocupe el centro de la representación, él y su esposa Isabella, los únicos que se muestran de cuerpo entero, dominan el primer plano, en una posción más adelantada que el resto, la ubicación que en la tradición florentina correspondía a los comitentes, esto es, a los que encargaban y pagaban la pintura. Tal como se señala en la portada del libro que sostiene Isabaella-Santa Catalina, la pintura fue realizada en 1575, es decir, a trece años de distancia de la muerte de Eleonora y a uno de la de Cósimo, siendo Gran Duque de Toscana el primogénito varón de ambos, Francesco. Ningún encargo que hubiera partido de la familia Médici hubiera relegado a Cósimo a la retaguardia ni hubiera escondido Francesco tras la corpulenta mole de su cuñado. Además, por si todo esto no fuera suficiente, la tabla estuvo durante siglos en manos de los Orsini y su propiedad paso a la familia de la nobleza romana de los Odescachi que en 1909 la vendieron al Estado italiano.
Cuestión aparte es la de los objetivos que Paolo Giordano pudiera tener cuando la encargó. Algunos elementos de la composición pueden darnos pistas, pero todo lo que podamos decir sobre ello entra en el terreno de la especulación. Los motivos por los que se quiso mostrar ataviado con armadura resultan obvios ya que esta fue su principal ocupación desde que en 1565 fuera nombrado general de las armas pontificias por el papa Pio V, una condición que le que le llevó a participar en 1571 en la batalla de Lepanto, aunque al parecer desenpeñando un papel irrelevante. ¿Por qué, sin embargo, hizo representar a Francesco, de la misma guisa? ¿Podemos interpretarlo como un deseo de estalecer una especial relación entre ambos?
De otra parte, ¿por qué las tres mujeres, Maria, Eleonora e Isabela ocupan el eje central de la composición relegando a los varones a las bandas? ¿Se trataba de una reivindicación del protagonismo femenino en la sustentación de la dinastía Médici o quizá estaba reclamando algún tipo de reconocimiento para su esposa? Por supuesto, el protagonismo de Eleonora no podía sorprender a nadie. Tal como reflejaron algunos de los retratos que de ella se hicieron durante esos mismos años en diversas estancias de Palazzo Vecchio, tras su fallecimiento había sido elevada al cielo particular de la familia. No solo porque sus hijos, especialmente los varones, sintieran devoción por ella sino también porque, a fin de cuentas, su contribución había sido determinante para la consolidación política de los Médici. Y algo similar podría decirse de Maria Salviati, la adorada madre de Cósimo. Pero ¿qué decir de Isabella?

Tras el fallecimiento de su madre, Isabella se convirtió en la hija predilecta de Cósimo, de hecho, en la única que le quedó debido al fallecimiento prematuro de sus hermanas María y Lucrecia, y, según observaron muchos testimonios, en su principal consejera en asuntos políticos en detrimento de Francesco a quien su padre tenía por débil y apocado. Como única mujer de la familia, ocupó el lugar que había dejado Eleonora en las ceremonias públicas. Sin embargo, después de la muerte de Cósimo, la posición de Isabella, con un marido habitualmente asusente entregado a sus actividades militares, quedó muy debilitada. Una situación similar en algunos aspectos a la que en su día había sufrido su abuela María Salviati tras la muerte de Giovanni delle Bande Nere que sugiere toda una reflexión sobre la frágil posición de las mujeres en la sociedad florentina a pesar de las aparentes conquistas de Eleonora. A la luz de esta realidad, ¿puede interpretarse la pintura encargada por Paolo Giordano Orsini como una especie de reivindicación feministaavant la lettre? Bueno, eso sería cuanto menos chocante tratándose de un personaje que ha sido adornado por algunos estudiosos con epítetos como ignorante, holgazán, rudo, violento y grosero (Pieraccini, Gaetano, La Stirpe dei Medici di Cafaggiolo). Ciertamente, no se ocupó mucho de su esposa, pero, en sí mismo, esto no le distinguía de otros hombres de armas de su generación. Su conducta podría dar a entender que no estaba muy enamorado de ella. Pero ¿qué marido podía estarlo cuando su matrimonio había sido acordado por conveniencias del clan familiar? A pesar de todo ello, en el mismo año en que Butteri realizó esta pintura Paolo Giordano era capaz de escribir cartas a Isabella en la que le decía cosas del estilo de «yo te adoro bella y créeme que después de mi muerte, por ninguna cosa, ni por hijos, ni por poder, amigos o damas , se me recordará sino porque yo te adoro» (Io ti adoro, bella, e credi che quando mi moriró, en figli, en Stato, en amici en dame, en niun’altra cosa mi si ricordarà, se non che io ti adoro” cit por Mori, Elisabetta, Isabella de Medici e Paolo Giordano Orsini). ¡Cuanto menos sorprente! Sobre todo, teniendo en cuenta la historia que al año siguiente se difundiría por todas las cortes italianas. Isabella falleció súbitamente en 1576 en la villa de Cerreto Guidi, un pabellón de caza que su padre había adquirido pocos años antes en las proximidades de Vinci, el pueblo nata del Leonardo. Según hicieron circular algunos, asesinada por orden de su esposo, arrasado por los celos de las supuestas infidelidades de ella, con la aquiescencia de su hermano Francesco. De momento no me atrevo a añadir nada. Todavía no he tenido ocasión de leer el libro de Caroline P. Murphy,(Isabella de’ Medici. The glorious life and tragic end of a Renaissance princess), aunque intuyo por donde va.
¿Por qué fue elegida justamente la figura de Santa Catalina de Alejandría para representarla? Podríamos suponer que era un modo de rendir homenaje a su tía Catalina, reina de Francia en esos momentos. Aunque, seguramente, había más. Si bien la devoción a esta mártir cristiana del siglo IV había estado ya muy difundida en la Edad Media, tanto en la iglesia romana como, aún más, en la ortodoxa, lo cierto es que tomó nuevo impulso a partir del siglo XV como se desprende de la cantidad de representaciones que de ella se hicieron, siempre acompañada por la rueda dentada que fue empleada para su tormento. De esta suerte la mostraría años después Caravaggio en la más conocida de dichas representaciones. En la pintura de Butteri la rueda no aparece por ningún lado (a no ser que se considere como tal el fragmento de madera semicircular situado a sus pies) pero sí, y de forma muy ostentosa, el símbolo de la otra característica por la que, además de su firmeza en la defensa de la fe, Catalina había pasado a la posteridad: su cultura. En una ciudad como Alejandría, tenida por una de las principales ágoras de la antigüedad, Catalina había destacado por su refinamiento intelectual que le llevó a plantar cara en defensa de sus creencias a los más reputados sabios locales y hasta al propio emperador Majencio. Esta y no otra era la cualidad de Isabella, con un enorme libro en la mano izquierda y una pluma en la derecha, que esta pintura aspiraba a destacar.

Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.
Cuando quiero darme cuenta, me percato de que llevo casi cuarenta minutos frente a esta pintura. Seguramente más tiempo del que nadie haya dedicado nunca a un cuadro del pobre Butteri. Así que decido inmortalizarlo con una fotografía horrorosa que, a pesar de la verguenza que me da hacerlo, no me resisto a dejaros.

Me queda todavía el Cenacolo al que apenas puedo dedicar unos minutos. Y, además, hoy ya os he hablado demasiado de pinturas. De modo que dejo mis impresiones para otro momento. Cuando entro en la enorme sala situada al final del pasillo me encuentro con unos operarios trabajando, encaramados a unos andamios. Da la impresión de que están adaptándola para algún evento que ha de tener lugar. No parece que les impresione demasiado hacerlo frente a una obra maestra como la de Andrea del Sarto. ¡Esto es Florencia!

Para saber más
Cox-Rearick, Janet, “La Ill.ma Sig.ra Duchessa
Mori, Elisabetta,L’onore perduto di Isabella de’ Medici,Garzanti, 2011.
Mori, Elisabetta,“Isabella de Medici e Paolo Giordano Orsini. La calunnia della corte e il pregiudizio degli storici” en Le donne Medici nel sistema europeo delle corti XVI-XVIII secolo, Firenzze, Polistampa, 2008. Calvi, Giulia, Spinelli, Riccardo(a cura di)
Murphy, Caroline P. , Isabella de’ Medici. The glorious life and tragic end of a Renaissance princess. London Faber and Faber, 2008.