Desde que su familia regresó a Buenos Aires, Francisco Basttita se ha convertido en lo que en España llamamos un Rodríguez, esto es, un hombre libre de compromisos. Por ello, desde hace algunos días me venía sugiriendo la posibilidad de hacer algún plan juntos durante el fin de semana. Finalmente quedamos para hoy: se trataba de encontrarnos al mediodía para almorzar y visitar después del museo de San Marco.
Como ya os dije, Francisco es la amabilidad personificada, siempre sonriente y optimista. Tiene una esposa guapísima y, a pesar de ser ambos todavía muy jóvenes, tres niños pequeños. Y otro en camino, según me anunciaron durante la fiesta de hace dos viernes en el apartamento de David Rosenthal. Hasta ahora había más bien evitado los frecuentes parties organizados por los fellows de la VIT. Para ellos son un elemento imprescindible de su actividad social, en gran medida porque viven aislados en Settignano y apenas conocen a nadie en la ciudad. Pero a mi me falta tiempo para tantas cosas como aspiro a hacer. Además, se trata de un tipo de reuniones en las que nunca me he sentido cómodo. Me agobia eso de abrirme paso entre la gente con una copa de vino en una mano y un pedazo de pizza en la otra, yendo de grupo en grupo en una sala abarrotada estrujándome el cerebro para encontrar temas de conversación que, como no puede ser de otro modo, siempre acaban derivando hacia temas banales; o confesiones inesperadas a partir de la segunda copa, como ocurrió en esa ocasión cuando Elsa Filosa decidió explayarse conmigo sobre las dificultades que provocaron su separación matrimonial y los dolores de cabeza que le proporciona su indómito hijo preadolescente. Decididamente, lo mío es el cara a cara en un ambiente tranquilo. Además, desde que se me perforaron los tímpanos durante un abrupto aterrizaje cortesía de Ryanair, me aturden los ambientes ruidosos. Aun así, después de navidades decidí que no podía seguir ausente de esas reuniones, de modo que empecé por aceptar la invitación de Holly Flora para asistir a la fiesta de carnaval en el Granaio de Villa i Tatti que, la verdad sea dicha, me pareció esperpéntica. «No hace falta ir disfrazado», me advirtió adivinando mi desazón ante la posibilidad de que esa fuera condición necesaria. «Basta con algún detalle». Por supuesto, mi sentido del ridículo me impidió ni tan siquiera eso. Afortunadamente, no fui el único, aunque muchos se presentaron con máscaras, gorritos y matasuegras. Mi mayor sorpresa fue comprobar que entre estos últimos se encontraba la propia Alina Payne, siempre tan circunspecta que, para mayor incomodidad mía, acabó solicitándome ayuda para asegurar el lazo del antifaz que se resistía a permanecer suspendido sobre su cara. Pensaréis que soy aburrido y seguramente tendréis razón, pero no puedo evitarlo: el aspecto de Jonathan Nelson con su careta de arlequín me resulto sencillamente grotesco.
Por suerte la fiesta en el apartamento de David estaba libre de convenciones ridículas, de modo que cuando me invitó acepté inmediatamente, aunque esa misma tarde tenía otro compromiso en la AdeiP. Además, el motivo de la convocatoria era la presentación en sociedad del bebé de John Christopoulos, uno de los fellows con que más he congeniado, que, tras el parto, acababa de regresar de Canadá con su familia al completo. Como era viernes y tenía antes mi encuentro con Jonathan Fitchett para nuestra sesión de inglés en el EUI aproveché para comprar un par de botellas de vino en Le Fontanelle Di Lapini Marco, el pequeño bar-supermercado situado junto a San Domenico de Fiesole. Aun sabiendo que iba a ser la menos original de las contribuciones a la cena, no se me ocurrió nada mejor. Me llamó la atención que David viviera en la plaza Massimo D’Azeglio, una de las más elegantes, aunque con su enorme espacio central bastante descuidado, del ensanche construido durante los años en que Florencia fue capital de Italia. Más todavía la señorial fachada del edificio. Me costaba imaginar que las becas de la VIT dieran para un lugar como ese ya que los alquileres en esta ciudad no son precisamente baratos. Pronto se deshizo el misterio. El apartamento consistía en realidad en una diminuta buhardilla de espacio único, un monolocale se dice en italiano, que cuando llegué estaba ya abarrotada. Aun con todo, me alegré de haber aceptado la invitación. Lejos del clima encorsetado de la VIT mis colegas se muestran de lo más expansivo. «Estamos todos demasiado presionados y necesitamos estos momentos de libertad ajenos a las miradas controladoras de Alina y Jonathan» pensé para mis adentros. Por ello me supo mal tenerme que ir tan pronto para llegar al menos a la última parte de la sesión programada con algunos de los estudiantes que frecuentan las actividades de la AdeiP. Se lo había prometido a Ruggero y no podía faltar. Cuando lo hice, nuestro homenajeado todavía no había llegado. Me lo encontré en el ascensor, con su mujer y su retoño. Tampoco soy muy bueno haciendo carantoñas a los niños. Sin duda mis habilidades sociales tienen sus límites.

La cita de este mediodía con Francisco era en la esquina de la Piazza di San Marco con la via degli Arazzieri. «Sino te importa, voy a venir con Florin Leonte», me dijo ayer mientras concretábamos los detalles del plan. ¡Por supuesto que no me importa! Florin es un rumano (como Alina, por mucho que ella trate de obviar sus orígenes), que llegó a la VIT el pasado mes de enero. Es hombre de pocas palabras al que le cuesta también relacionarse. Estudió literatura bizantina en la Central European University de Budapest y estos meses está dedicado a estudiar un tema sobre el que lo ignoro casi todo pero que tiene muchos puntos en común con el de Francisco: la relación entre los humanistas y eclesiásticos bizantinos e italianos durante los siglos XIV y XV. En estos últimos años ha tenido un contrato postdoctoral en Harvard que expirará al final de curso. Le gustaría quedarse, según me comentó hace pocos días durante la comida, aunque lo ve muy difícil. Aun así ha presentado su candidatura para el concurso que tendrá lugar dentro de poco. Como a otros de mis compañeros se le nota preocupado por su futuro y quizá ello agudiza todavía más su retraimiento. Me resultan especialmente cercanas las personas con dificultades de adaptación. Quizá porque soy una de ellas.

Mejor ni os cuento de la comida. Es lo que ocurre cuando no se planifican los detalles; que uno acaba en lugares como el restaurante Da Mimmo Il Cardellino de la Via San Gallo. Comida mala y cara. Y para postre un sobrecargo por el cubierto con el que ninguno de nosotros contaba. «Por algo estaba vacío», pienso cuando salimos. «No sólo por ser sábado». Además, la conversación, medio en italiano, medio en inglés, ha resultado muy deslavazada. ¡Qué le vamos a hacer! No siempre uno tiene el día. Al menos, la tarde se abría con la perspectiva de la visita a uno de los museos que más deseaba conocer. Sí, para mi vergüenza debo aceptar que, a pesar de haber pasado mil veces por delante, hasta hoy no había entrado nunca en el museo que ocupa el antiguo convento de dominicos, un complejo financiado por Cósimo Il Vecchio como parte de una operación destinada a controlar el espacio urbano de esta zona de la ciudad en la que había hecho construir su palacio. Igual que siglos más tarde haría el síndaco Giorgio La Pira (ver Activistas Católicos) Cosimo se hizo habilitar una celda para convivir algunas temporadas con los frailes. Y una primorosa biblioteca, predecesora de la que años más tarde levantaría Miguel Ángel junto a la iglesia de San Lorenzo. Solamente por ella ya merecía la pena una visita a San Marco.

Aunque mi principal objetivo de hoy no era ni la biblioteca, ni las celdas; ni siquiera, el deslumbrante Cenacolo de Domenico Ghirlandaio. Mi objetivo eran las pinturas del beato Angélico. Lo reconozco: siento debilidad por este fraile que en un mundo de artistas engreídos hizo de la humildad el conducto de su mirada. Y logró ver lo que nadie vio. Motivación extra: el pasado 18 de febrero, coincidiendo con la fecha en la que la Iglesia Católica venera su memoria, fue colgada de nuevo en la sala dell’Ospizio de San Marco la pala di Annaena tras dos años de restauración. Hay quien la ha considerado el primer retablo de altar del Renacimiento. No es para menos. Gracias a un portentoso dominio de la perspectiva, el artista consiguió lo que nadie había logrado durante siglos: integrar a todos los actores en un mismo espacio intercambiando miradas y gestos. Imagino que cada quien tendrá sus gustos: lo que a mí de verdad me conmueve es el rostro de la Virgen. Sin duda, hubo quien la pintó más bella y perfecta. Pero dudo que nadie captara la maternidad como el beato Angélico

Además del beato y el patriarca de la familia Médici, San Marco cuenta con un tercer protagonista a quien están dedicadas algunas celdas decoradas con una escenografía demasiado artificiosa para mi gusto. Se trata de Girolamo Savonarola, el fraile visionario y talibán que desde el púlpito de la iglesia del convento predijo la caída de las diez plagas bíblicas sobre los florentinos a menos que transformaran su mundanal estilo de vida. Se convirtió en enemigo mortal de los Médici y logró que fueran expulsados de la ciudad en 1494. Acabó sus días en la hoguera pero dejó una estela de furibundos odiadores de la familia. Cuarenta años después de la muerte del profeta, sobre San Marco seguía recayendo sospecha de ser un núcleo de agitadores antimedíceos. Quizá por ello Cosimo decidió que en la plaza de san Marco tuviera lugar la principal performance con motivo de la llegada de Eleonora. Hasta que en 1545 decidió cortar por lo sano y poner a todos los frailes de patitas en la calle. Dos de sus hombres de confianza, Ottaviano de’ Medici y Pierfrancesco Riccio, fueron los encargados de comunicarles el ultimátum: disponían de un mes a partir del 31 de agosto para abandonar el convento, Su decisión desató la cólera papal. Ante la amenaza de represalias, el joven duque se refugió en la familia de su esposa. La carta que escribió a Francisco de Toledo metía en el mismo cesto los argumentos religiosos y políticos: había decidido expulsar a los frailes dominicos de San Marco por impíos, sediciosos, instigadores de la facción francesa y herejes luteranos («per esser stati quelli frati scelerati et seditiosi di San Domenico che hanno sempre fomentato la fattione franzese […] che li ho mandato e’frati presi et legati fino a Roma per esser stati imputati d’heresia et haver predicato doctrine luterane […] (ASF, Carta de Cosimo de Médici a Francisco de Toledo el 13 de marzo de 1545; ASF, MdP 6/3998/384). Se metió en un buen lío. Cuando acuciado por Roma, tuvo que recular unos meses más tarde, se ganó el enfado del emperador Carlos V. Eso sí, una cosa le quedó clara: la separación entre la religión y la política era un papel de fumar. «Me he esforzado en hacer todo lo que mejor conviene a un buen cristiano y obediente hijo y servidor de Su Santidad», añadió en la carta a Francisco de Toledo. («mi son sforzato di far tutti quei buoni offitij, che convengano a un buono cristiano et a uno obediente figliolo et servitore di S. S.tà, (ASF, MdP 6/3998/384). Palabras inútiles cuando había tantos intereses en juego.

Disponemos de abundante información sobre el modo como Cósimo gestionó los asuntos religiosos en favor de sus objetivos políticos, pero sabemos relativamente poco de sus sentimientos personales. Y, aunque parezca sorprendente, algo similar puede decirse de Eleonora. Por si fuera poco, esta es una cuestión sobre la que se ha repetido una colección de tópicos sin fundamento. Ahí van algunos.
- Cósimo no fue nunca un hombre especialmente devoto, se limitó a cumplir con las prácticas imprescindibles e hizo un uso principalmente político y propagandístico de la religión.
Que vio la religión como una cuestión estrechamente ligada a la política es indudable. Pero esto no le diferenció de otros gobernantes del momento. A fin de cuentas, estaba al frente de un estado confesional (como todos en la época) y sus dominios lindaban directamente con los del papa que, además de pontífice de la Iglesia Católica, era el jefe de un estado, con intereses frecuentemente contrapuestos a los suyos y, en el caso del papa Paulo III (1534-1549), jefe de un clan familiar, los Farnese, enfrentado a muerte con los Médici. Insistir, como algunos han hecho, en que los Médici vieron la religión como un asunto político, resulta del todo irrelevante. Mejor tener las cosas claras y distinguir entre su «política religiosa», que ante todo era política, y su sensibilidad religiosa personal.
2. Cosimo, que en sus primeros años de gobierno se mostró abierto a las novedades religiosas del momento, se convirtió con el tiempo en un hombre intolerante y rígido.
«Al menos en los primeros años Cosimo no se mostró para nada como un hombre devoto. Se limitaba a cumplir con la asistencia a las ceremonias establecidas» ha escrito Caroline Smyth, a mi juicio con un fundamento débil (An Instance of Feminine Patronage , p. 87).
Se ha escrito mucho sobre la complejidad de sus actitudes religiosas y reconozco que todavía se me escapan no pocos matices. No he podido leer aún, por ejemplo, el libro de Massimo Firpo, uno de los mejores conocedores del tema, sobre las pinturas que le encargó a Jacopo Pontormo en la iglesia de San Lorenzo (Massimo Firpo,Gli affreschi di Pontormo a San Lorenzo: eresia, politica e cultura nella Firenze di Cosimo I, Torino, Einaudi, 1997). Desde su punto de vista, estas pinturas solamente se entienden a la luz de algunos textos heterodoxos en abierta confrontación con las doctrinas tridentinas. Suponiendo que eso fuera así, ¿qué parte de ello debe ser atribuida a las ideas de Cosimo y cual a la necesidad de conjugar sensibilidades que le permitieran afianzarse en el poder? De lo que no hay duda es de que Florencia fue, al menos durante los años anteriores al concilio de Trento, una jaula de grillos en la que convergieron mensajes erasmistas y valdesianas (por el humanista afincado en Nápoles Juan de Valdés) con otras abiertamente luteranas. Cosimo se las vio y se las deseó para transitar un terreno tan inestable.
En 1561 el embajador veneciano Vincenzo Fedelli lo presentó sin embargo como fiel guardián de la más estricta ortodoxia. «El duque permanece siempre atento a que haya gente religiosa de buena doctrina (en los conventos y monasterios) y si es descubierto un hereje, de cualquier grado que se pueda imaginar, es severamente castigado». En caso de que eso fuera así (conviene ser siempre cautos con las declaraciones de los embajadores venecianos), ¿qué había cambiado, las ideas de Cosimo o su capacidad de control sobre el ducado?
3. Cósimo y Eleonora llevaron vidas religiosas separadas
Eso sí que es cierto. Al menos, en parte. En cuestión de prácticas devocionales, cada uno fue por su lado. Tal como anotó el viajero inglés William Thomas, Cosimo «no va a ninguna parte sin ella, salvo a la iglesia» ( The History of Italy (1549), Ithaca, 1963, p. 95, cit. por Caroline P. Murphy, Isabella de’ Medici, Londres, 2008). Una afirmación que resulta cuanto menos sorprendente. ¿Por qué no iban a poder ir juntos a la iglesia? Bueno, en realidad Eleonora no iba mucho a la iglesia. «Mai fu vista visitare chiese né luoghi pij» (nunca fue vista visitar iglesias y lugares píos), escribió su archienemigo, el anónimo autor de la Cronaca Fiorentina (Coppi, Enrico,ed., Cronaca fiorentina 1537-1555. (“Diario del Marucelli”) Firenze: Olschki, 2000, p. 93). Y aunque la afirmación tenía mucho de exagerada, no le faltaba razón del todo: Eleonora asistía a las ceremonias religiosas en el propio palazzo Vecchio donde cada uno de los cónyuges disponía, como correspondía a personas de su rango, de su propia capilla. ¿También puede considerarse normal que de modo habitual, asistieran a la Misa por separado? Porque, conviene no perderlo de vista, al menos cuando estaban en Florencia y, seguramente también en Pisa, Cosimo y Eleonora oían Misa a diario. Aunque eso, por sí mismo, no los conviertía en personas especialmente devotas: era lo que correspondía a su dignidad como gobernantes católicos. No tengo tan claro que lo hicieran durante sus estancias en Poggio a Caiano y otras villas que visitaban regularmente. Los testimonios de los secretarios dan a entender que en esas ocasiones resultaba frecuente que las actividades cinegéticas, que tanto les apasionaban, comenzaran a primera hora de la mañana. ¿Habiendo asistido antes a la Misa? Más bien diría que no.
Podemos suponer que cuando estaba en Palazzo Vecchio, Eleonora utilizaría su capilla privada para asistir a la Misa. Aunque quizá esto es mucho suponer. Este espacio es tan diminuto que se hace difícil imaginar cómo podría caber un altar (ahora no lo hay), el celebrante y los asientos para los asistentes que la acompañaran, seguramente alguna de sus damas. Esto ha llevado a algunos estudiosos a pensar que este espacio era un simple oratorio para rezos privados pero no, estrictamente, un lugar para ceremonias de culto. Aunque Lynette M.F. Bosch, siguiendo a Janet Cox Rearick, está convencida de que en él se celebraba la Misa ya que algunos inventarios mencionan la existencia de ornamentos y objetos de culto destinados a ser usados en dicho lugar (Lynette M.F. Bosch, 176). La verdad es que me resulta un poco extraño que así fuera, aunque no se puede descartar del todo que se utilizara un mobiliario de quita y pon. ¿Seguro que no utilizaría la capella dei Priori, mucho más espaciosa y colindante con sus habitaciones privadas?
Cosimo por su parte, prefería asistir a las ceremonias religiosas en alguna de las iglesias de la ciudad, preferentemente la catedral o la Santissima Annunziata. ¿No le gustaba su capilla? No se trataba de eso. Los desplazamientos regulares desde el palazzo a la iglesia le permitían algo tan importante para su concepción del gobierno como era mostrarse en público. Múltiples testimonios se refieren al hecho de que muchos florentinos, conocedores de este hábito, le aguardaban en la calle para presentarle solicitudes que el duque se detenía gustosamente a escuchar. No sería hasta el final de sus días, después de la muerte de Eleonora, cuando ordenó la construcción del corridoio vasariano para poderse desplazar desde Palazzo Vecchio a Palazzo Pitti sin ser molestado por la gente.
4. Cósimo y Eleonora habían recibido una formación religiosa muy diferente
La afirmación de que Eleonora había sido formada en un catolicismo estricto que le obligó a enfrentarse a las ideas más abiertas de su marido se ha convertido en un lugar común repetido una y otra vez (C. Smyth, «An Instance of Feminine Patronage», p. 74). Lo cierto es que no sabemos casi nada de la formación que recibió y resulta un tópico demasiado fácil defender que por el hecho de ser española sus ideas religiosas deberían ser tan estrictas como las de la reina Isabel la Católica, por mucho que la admirara o que su madre, María Osorio, se hubiera educado en el entorno de la reina de Castilla. Había vivido en Nápoles donde trabó «amistades peligrosas» que mantuvo siendo duquesa. Os hablaré de ello en el siguiente post. De su mano llegaron a Florencia personajes tan poco ortodoxos como Simone Porzio, un autor considerado por muchos como materialista por cuestionar la inmortalidad del alma, acogido con entusiasmo por Cosimo que le ofreció un puesto docente en la universidad de Pisa. Aunque también es cierto que años más tarde acogió a los primeros jesuitas llegados a Florencia con tanto entusiasmo como desconfianza les dispensó Cosimo. Pero ni siquiera esto me parece suficiente para avalar una diferencia de sensibilidad. El entusiasmo de Eleonora por la orden de San Ignacio tenía mucho que ver con el hecho de que la mayoría de sus miembros por esos años fueran españoles y la desconfianza de Cosimo con lo que interpretó que eran sus afinidades políticas (Chiara Franceschini,«Los scholares son cosa de su escelentia»).
La presunción de que Eleonora fue una mujer muy piadosa debe mucho a la afirmación del mayordomo Pierfrancesco Riccio, repetida una y otra vez por los estudiosos. En una carta dirigida a Cósimo durante una de sus ausencias, Riccio aseguró que Eleonora consumía tanto tiempo dedicada a la oración «que me parece que estamos en un monasterio de clausura, y esta mañana viendo que tenía cuatro obispos a su alrededor con otros prelados, dije: me parece que es un papa. Que Dios la bendiga («La Duchessa … passa tempo con li negotii, colli trattenimenti di donne che la visitano et con l’oratione, che mi par essere, come sono, in un monasterio di murate, et in questa matina havendo quattro vescovi intorno con altri prelati, dixe: et mi pare essere un papa, che Dio la benedica» (carta de Riccio a Cosimo, agosto de 1541, cit. en Gaetano Pieraccini,La stirpe de’ Medici di Cafaggiolo: saggio di ricerche sulla trasmissione ereditaria dei caratteri biologici, Firenze, Vallecchi, 1925, vol. II., p. 59).
Lo que resulta incuestionable es que, fuera por convicción o por tradición cultural, Eleonora depositó gran confianza en el poder de las plegarias. Cuando quedó embarazada por segunda vez, no dudó en recorrer los intricados caminos que conducían hasta el Santuario de La Verna para implorar la intercesión del santo de Asís a fin de que fuera un varón. En su honor se llamó Francesco. Y en acción de gracias la imagen del santo fundador de la orden franciscana pasó a ocupar uno de los cuatro compartimentos de la bóveda de su capilla (Bruce Edelstein, «Eleonora di Toledo e il voto della Verna»).
Su abandono en el poder de lo alto se hizo especialmente intenso durante el otoño de 1544 cuando Cosimo cayó gravemente enfermo. Entonces agradeció sinceramente el remedio que le envió el noble napolitano Alfonso d’Avalos, II marqués del Vasto, uno de los principales militares italianos al servicio de Carlos V, que «en suma, no era otra cosa que oraciones que debían ser recitadas por una persona de vida honesta y santa» (che insomma non è altro che orationi, ma si hanno a dire per una persona di honesta et santa vita). Así que llegó el texto a la villa del Castello donde se encontraba, ordenó reclutar inmediatamente a un religioso «da bene» que las pudiera recitar (De Lorenzo Pagni en Castello a Riccio en Florencia, 1544.10.24, ASF. 1171/7007/6/268).
Ignoro si fue por esa época cuando entró en contacto con Caterina de’ Ricci, la religiosa toscana más popular del momento por sus experiencias místicas, hoy día la santa patrona de la ciudad de Prato en cuyo convento de San Vicenzo residió, como terciaria dominica, la mayor parte de su vida. Sea como fuere, ordenó que las oraciones del marqués del Vasto le fueran enviadas también a ella para que las recitara. (De Lorenzo Pagni en Castello a Riccio en Florencia, 1544.10.24, ASF. MdP, 1171/7007/6/268). Me gustaría explorar más esta relación que se mantuvo en los años siguientes. Una de las escasas ocasiones en que Eleonora decidió no acompañar a Cosimo fue para desplazarse expresamente a Prato «para ver a aquella santa de la cual está estupefacta», escribió dos años más tarde el secretario Ugolino Grifoni (et la Duchessa al monasterio di S.to Vincenzo a vedere quella sancta [Caterina de’ Ricci], della quale resta stupefacta […]; Ugolino Grifoni en Prato a Riccio en Florencia, 1546.02.28, ASF, MdP 1171/6449/1/27). A la duquesa no pareció importarle demasiado, que Caterina fuera una ferviente devota de Girolamo Savonarola. Ignoro que pensaría Cósimo (Alice E. Sanger, Art Gender and Religious. Devotion in Grand Ducal Tuscany, Ashgate, 2014).
Solicitar oraciones a las monjas de los conventos florentinos con los que estaba más vinculada formó parte de una práctica que mantuvo el resto de sus días. Los ejemplos de ello son constantes en la correspondencia de sus secretarios. Por mencionar tan sólo uno de ellos. «La Duquesa mi Señora me ha ordenado que escriba […] para que en su nombre comunique al Monasterio de las Murate y al de Santa Clara que hagan oraciones a Nuestro Señor Dios por una gracia que ella desea» (La Duchessa mia signora [Eleonora di Toledo] m’ha comandato scriva alla S. V. da parte sua che in suo nome facci intendere al Monasterio delle Murate et a quello di Santa Chiara di costì che faccino oratione a N. S.re Dio per una gratia che lei desidera; De Lorenzo Pagni en Pisa a Riccio en Florencia, 1545.02.07, ASF 1170a/6292/ 3/344). Por supuesto, supo como gratificar dichas oraciones. Su testamento puede ser considerado una muestra de lo agradecida que se sintió por ello.
Estas prácticas de devoción no le impidieron sin embargo utilizar todas sus influencias para sustraerse a los preceptos de la Iglesia Católica que más le disgustaban. Si a uno le tuvo especial manía fue, sin duda, al de guardar ayuno en determinados momentos del año. Cuando apenas llevaba un mes viviendo en Florencia, en julio de 1539, empezó a mover cielos y tierra para que el embajador en Roma, Agnolo Niccolini, obtuviera del papa Paulo III, que se mostró muy poco dispuesto, la autorización de comer carne en los días de ayuno (ASF, MdP 3262, cartas de Agnolo Niccolini en Roma a Cosimo en Florencis). Quedaba claro que no era precisamente vegana y que prescindir de comer carne se le hacía particularmente insoportable, de modo que quince años más tarde, en 1554, volvía a la carga ensanchando todavía más los privilegios que solicitaba: «La duquesa nuestra Señora […] me ha ordenado, escribía Lorenzo Pagni a Averardo Serristori, el agente medíceo en Roma, que cuanto antes suplique a Su Santidad que se digne concederle nueva gracia […] para que pueda lucrar el jubileo (aunque no he logrado todavía saber a qué jubileo se refiere) en estos días santos sin tener que hacer el ayuno o visitar iglesias». No contenta con beneficiarse ella, hacía extensiva la solicitud a Cósimo, sus hijos « e tutta la famiglia, et particularmente ancora i secretarii» (ASF, MDP, vol. 418a/ fol. 1220).
Cuando el jesuita Juan Alfonso de Polanco la conoció cinco años más tarde, tuvo una impresión bien distinta de la manifestada por el mayordomo. A modo de presentación, se despachó con una larga misiva en la que expuso las muchas tentaciones que acechaban a los príncipes cristianos. Chiara Franceschini, que es quien ha estudiado este texto, se muestra convencida de que tras el tono impersonal, la misiva describía en realidad los vicios que el jesuita había detectado en la duquesa. (Chiara Franceschini,«Los scholares son cosa de su escelentia», pp. 186-187). Sea como fuere, una cosa me parece cierta: estas manifestaciones hablan tanto de Eleonora como de la visión tan diversa que el mayordomo y el jesuita tenían de la religión.
5. El reflejo más directo de la sensibilidad religiosa de Eleonora fue su propia capilla privada en Palazzo Vecchio
No quiero insistir ahora sobre un tema del que ya os he hablado: la interpretación de Janet Cox Rearick, según la cual Eleonora apenas fue escuchada en el momento de decidir los temas de las pinturas que cubren por completo sus paredes, ha sido cuestionada por la mayoría de los estudiosos que en los últimos años se han interesado por ella. «Esta capilla es un reflejo de la sensibilidad religiosa de su propietaria», han defendido con rotundidad Bruce Edelstein, Robert Gaston, Andrea Galdy o Caroline Smyth entre otros. Personalmente, estaría encantado de que esto fuera así pero no quisiera confundir mis deseos con la realidad como creo que han hecho algunos de mis colegas. Casi todos ellos han razonado como suelen hacerlo muchos historiadores del arte cuando tratan de establecer la conexión entre las obras y las circunstancias que las motivan: «estas pinturas (o esculturas, o dibujos o grabados…) adquieren un sentido preciso cuando se contemplan a la luz de determinadas ideas, acontecimientos o situaciones». A partir de ahí, lo que debía ser la conclusión pasa a ser el punto de partida. Y, claro está, por este procedimiento las obras acaban declarando todo lo que su interrogador desea oír. En el caso de esta capilla: que si reflejan las aspiraciones políticas de Cosimo, una sensibilidad religiosa característica de las mujeres castellanas, el agitado clima espiritual napolitano del momento, la influencia franciscana, la influencia jesuita o, incluso, una interpretación en clave judía de las Escrituras. Tanto da. Al final resulta que cualquiera de estas lecturas es tan sólida (o tan frágil) como las demás.
Lo cierto es que los testimonios en favor de la intervención de Eleonora son débiles. Lo cual no significa que no hubiera tenido nada que decir. Confieso que de todo lo que he leído hasta ahora y, honestamente, creo que puedo afirmar que he leído todo lo que se ha escrito, lo que más me ha interesado es el artículo de Robert Gaston («Eleonora di Toledo’s Chapel»). No tanto por sus conclusiones, algunas de las cuales me resultan de lo más forzado, como por su planteamiento: ¿qué debía ver una orante española cuando contemplaba las pinturas de la capilla? La pregunta tiene miga, no sólo por considerar a Eleonora como una «española» (algo sobre lo que habría mucho que decir) sino también porque le atribuye una conducta meditativa que me parece fuera de lugar. Tengo algo de experiencia sobre esto: cuando todavía no había cumplido los veinte años adquirí el hábito de dedicar dos momentos al día, siempre que puedo a la salida y la puesta del sol (al capvespre decimos en catalán), a la meditación. No podría vivir sin ellos. Me perdería. Mi tendencia a la dispersión es demasiado fuerte. Hoy día es frecuente oír de las bondades de la meditación y el mindfulness se ha convertido en una práctica muy valorada en ciertos ambientes (conozco mucha gente que lo alaba pero no tanta que lo practique con asiduidad) pero por entonces era una rareza fuera de los círculos religiosos. Con frecuenta utilizo imágenes, cuando no la simple contemplación del paisaje, como remedio a las distracciones. Por eso no puedo evitarme la pregunta: ¿haría Eleonora algo parecido contemplando las escenas de Bronzino pintadas en su capilla? Estoy casi seguro de que no. Ignacio de Loyola propuso la observación de imágenes sagradas como vía de acceso a la trascendencia, pero no consta que Eleonora hablara sobre el tema con ninguno de los jesuitas que conoció. Lo suyo era más bien los rezos, la recitación de fórmulas predeterminadas; lo que los maestros de espiritualidad denominan oraciones vocales. Para ello dispuso de varios textos de ayuda. Uno de ellos era un libro de horas manuscrito (como continuaban siendo, a pesar de la imprenta, algunos de los libros más refinados), iluminado con profusión de emblemas y empresas que le fue entregado en febrero de 1541 pocas semanas antes del nacimiento de su hijo Francesco. Los libros de horas, también conocidos como breviarios, son una colección de oraciones para cada día del año, muchas de ellas salmos, que deben ser recitados obligatoriamente por los clérigos, y voluntariamente por los laicos devotos, en diversos momentos de la jornada. Sorprendentemente, el de Eleonora no era de especial calidad, lo que da a entender que más que como un objeto de lujo para ser coleccionado fue concebido como un objeto práctico. Su estado de conservación revela que fue utilizado con asiduidad. Aunque no fue el único. Como complemento de este libro escrito en latín, Eleonora tuvo otro escrito en castellano con fórmulas más personales tales como «Señor Dios todo poderoso… concede a mi Leonor tu sierva rremisión [sic] de todos mis pecados» (Rowan Watson, «Manual of dynastic history»). Teniendo en cuenta este modo de dirigirse al Altísimo resulta cuanto menos cuestionable que pueda establecerse una relación directa entre las imágenes de la capilla y sus prácticas devocionales. Además, las escenas pintadas por Bronzino transmiten un profundo conocimiento del Antiguo Testamento, invocado de forma muy consciente. ¿Era ese el caso de Eleonora? Para no alargarme demasiado, dejo la respuesta para el siguiente post.
He decidido que no voy a hacerme más selfies. O que, al menos, no voy a enviarlos. A la salida del museo de San Marco a Francisco no se le ocurrió mejor idea que tomarnos la foto tan horrible que podéis ver bajo estas líneas. Se me ocurrió mandarlas a diversos amigos. Uno de ellos me respondió de inmediato. «Cuídate que tienes mala cara» ¿Mala cara? Pocas veces me he sentido tan bien como en estos últimos meses.
Para saber más
Edelstein, B.,»Eleonora di Toledo e il voto della Verna: iconografiafrancescana nella committenza artistica della duchessa» en Nicoletta Baldini (a cura di)Altro monte non ha più santo il mondo. Storia, architettura ed arte alla Vernafra il XV ed il XVI secolo. Atti del Convegno di studi, Firenze, Edizioni Studi Francescani, 2014, pp. 293-320.
Franceschini, Chiara,“Los scholares son cosa de su escelentia como lo es toda la Compañía: Eleonora di Toledo and the Jesuits” en Eisenbichler, K.(ed.), The Cultural world of Eleonora di Toledo. Duchess of Florence and Siena, pp. 181-206.
Gaston, Robert W.,“Eleonora di Toledo’s Chapel: Lineage, Salvation and the War Against the Turks” en Eisenbichler, K.(ed.), The Cultural world of Eleonora di Toledo. Duchess of Florence and Siena, pp. 157-180.
Smyth, Carolyn,“An Instance of Feminine Patronage in the Medici Court of Sixteenth-Century Florence: the Chapel of Eleonora da Toledo in the Palazzo Vecchio”, en CynthiaLawrence (ed.), Women and Art in Early Modern Europe. Patrons, Collectors and Connoisseurs, Park, The Pennsylvania State University Press, 1997, pp. 72-98.
Watson, Rowan, “Manual of dynastic history or devotional aid? Eleanor of Toledo’s Book of Hours”, en David S. Areford and Nina A. Rowe, Excavating the medieval image. Manuscripts, artists, audiences: essays in honor of Sandra Hindman, Ashgate, 2004, pp. 179-195.