Otro largo fin de semana que empezó nada menos que el jueves. A las 12:30 me llega el mensaje de Ramon desde el aeropuerto de Girona. «On board. Vuelo Ryanair FR9241». Estoy en mi mesa de trabajo en la biblioteca de la VIT. Necesito arrancar unas cuantas horas antes de empezar mi actividad como cicerone. Ya os anuncié el viaje de Ramon y Pepe con Isabel y Edith – ¡Tanto por ver!… todavía-. Lo llevamos preparando desde el pasado mes de septiembre cuando creamos el grupo de Whatsapp Objectiu Florència. «Hoy hemos hablado con Pepe de ir a verte un fin de semana», me escribió Ramón el día 19. Dos meses de silencio hasta el siguiente mensaje el 15 de noviembre: «tenemos que cerrar fechas. En febrero hay tres días por Santa Eulalia». Es la segunda patrona de Barcelona, pero nunca había visto que fuera festivo. «Cosas de la Colau», me responde en alusión a nuestra imprevisible alcaldesa. «Estamos buscando alojamiento» me escribe una semana más tarde. Les recomiendo buscar un apartamento turístico. Mi experiencia con Only Apartments ha sido siempre excelente. Quedamos que Pepe se encargaría de buscar. Finalmente reservan uno en el número 4 de la Piazza del Mercato Centrale. Me piden que vaya a verlo, cosa que, evidentemente no hice. Pero al menos les envié una foto que tomé desde el exterior aprovechando que me venía de paso camino de la iglesia de San Lorenzo. Un lugar céntrico pero muy ruidoso. Del interior se puede esperar cualquier cosa.
Habíamos quedado en que nos encontraríamos en el aeropuerto de Pisa, así que cuando me entró el mensaje de Ramon salí rápidamente hacia la VIT para recoger el Seat Ibiza de Ruggero que estos días está fuera de la ciudad. Como iba con tiempo, o eso pensaba, me paré a comer algo en una estación de servicio suponiendo (erróneamente) que ellos habrían hecho lo propio. En el momento de pagar, el camarero trató de endosarme un grattavince. Desistió ante mi cara de asombro. Eran ya las 14:30 cuando llegué al aeropuerto de Pisa. No contaba con las dificultades para aparcar. Me estaban ya esperando. «Pensábamos que no vendrías» fueron las primeras palabras de Ramon. Y empezamos nuestro particular pugilato de bromas y ataques. ¿Cuánto tiempo hace que los conozco? Ellos tendrían 16 años y yo poco más de 20. Fueron alumnos míos en el Colegio La Farga, donde trabajé mientras trataba de escribir la tesis doctoral. Ahí empezó una larga amistad que todavía hoy causa sopresa, sobre todo entre sus conocidos. ¿Cómo podéis ser tan amigos de un profe?, les interrogan con frecuencia. No sé por qué a mi nadie me hace la pregunta inversa. Pero lo cierto es que, aunque hemos pasado temporadas en las que apenas nos hemos visto, hemos construido una relación a prueba de bomba. Cada vez me pregunto más por el secreto de la amistad. Tranquilos, no os voy a atormentar ahora con disquisiciones. Me queda todavía mucho por contar. Son las 7 de la tarde del domingo 14 de febrero y querría acabar este post antes de ir a preparar la cena.
Saliendo de la terminal Isabel pregunta si sería muy dificil visitar el campanile de Pisa. Ellos todavía no han comido pero esa no parece ser ahora su prioridad. «Por supuesto que sí», le respondo. Pero tendrá que ser una visita rápida. Entre otros motivos, tercia Pepe, porque a las 16 ha quedado con la persona que debe entregarles llas llaves del apartamento. Así que aparcamos en una plazoleta cercana a la piazza dei Miracoli. Tiempo justo para un paseo rápido por la explanada y hacer unas fotos sosteniendo la torre. Como buenos turistas mordí e fuggi. Nada de comprar entradas. Nos conformamos con observar el grupo de enfermeras y brancadiers ataviados con su uniforme de la hermandad de la Virgen de Lourdes que hoy celebran su fiesta y se dirigen muy formales en fila hacia la catedral.
Son casi las 16:30 cuando dejamos el coche en el destartalado aparcamiento subterráno del Mercato Centrale. Llegamos tarde a la cita con el casero. De nada sirve tratar de calmar a Pepe que, infructuosamente, intenta contactarle por teléfono para pedirle disculpas. No hacía falta. Él lleva tanto retraso como nosotros, de modo que llegamos a la vez a la entrada del edificio. Llega jadeando con su bicicleta. Un trabajo de estudiantes para pagarse los gastos. «¿Sois de Barcelona?» nos pregunta en un castellano mediano así que nos saluda. «Yo estuve en Barcelona cuando…» Típico. ¿Qué italiano no ha estado en Barcelona? Y comeienza a desgranar las alabanzas de la ciudad que tantas veces he escuchado en los últimos meses.
El apartamento no es para echar cohetes. Se nota a la legua que se trata de un espacio retabicado para sacarle el máximo rendimiento. En realidad, se trata de un estrecho pasillo con dos dormitorios separados por la cocina (es un modo de hablar) y baño. De sobra para lo que van a necesitar. Deciden sortear las habitaciones y a Pepe y Edith les toca la buena, que tiene luz natural y da directamente a la plaza. Ramón e Isabel deberán conformarse con la del fondo, mucho más reducida. No parece importarles demasiado.
Tenemos casi tres días por delante y es el momento de programarse. Sugiero hacerlo mientras tomamos algo en el Mercado Centrale. Tras un primer paseo por la zona, que Edith insiste en comprar el dasayuno en una tienducha turística de precios disparatados, les dejo para que se acaben de organizar. Tengo que devolver el coche a la AdeiP.

Mi plan incial era regresar a la VIT para asistir al seminario de Ramie Targoff. Imposible hacerlo por la hora. Tenía especial interés en escucharla. En parte porque es la mujer de Stephen Greenblatt, uno de los historiadores más originales del panorama actual. El Giro me pareció un libro fascinante, aunque muy sesgado en su interpretación, y lo utilizo mucho en mis clases. Pero sobre todo, me interesaba escucharla porque está escribiendo un libro sobre Vittoria Colonna, la poetisa confidente de Miguel Ángel, una de las mujeres sin duda más interesantes del Renacimiento italiano. Pensaba que podía darme buenas ideas para enfocar mi estudio sobre Eleonora. Pero no se puede llegar a todo, de modo que tendré que contentarme con preguntar a mis compañeros el lunes que viene.

Quedamos en encontrarnos una hora más tarde para ir a cenar. ¡Cómo no! a mi Osteria preferida en Piazza Santo Spirito. Vano intento. Está a tope. Debería haber reservado. No imaginé que un jueves de pleno invierno hubiera tanta gente cenando fuera de casa. Pero esto es Florencia. Así que acabamos en Gusta Osteria, un restaurante situado en el otro lado de la plaza. No está mal, pero no es lo mismo. Por suerte para mí a ellos les trae sin cuidado el cambio, a pesar de que nos acomodan en una mesa del fondo del local, en una especie de pasillo muy estrecho y oscuro. Hace un frío inclemente cuando salimos del restaurante. Pero a ellos eso tampoco les importa. Así que emprendemos tranquilamente el camino de regreso al apartamento: via Maggio, ponte de la Trinita (momento de hacerse las fotos de rigor con Ponte Vecchio al fondo) y via Tornabuoni. Como unos turistas más. Estoy agotado cuando llegamos al Mercado Centrale. Ellos, sin embargo, están pletóricos e insisten tomar una copa en Mamma Napoli, el local situado junto a la puerta de su apartamento. Puestos a ello, es el momento de pedir un amaro. Nunca lo habían probado antes. Éxito total. Fácil de obtener, por otro lado, teniendo en cuenta su afición a los licores. Repetimos.
Me tenía por un cicerone exigente y, sin embargo, los estoy llevando a los lugares más típicos y masificados del circuito del turismo, pienso mientras congelado por el frío regreso en moto a la AdeiP. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Es fácil defender el interés de tantos lugares maravillosos como ofrece esta ciudad fuera de las postales al uso. Pero eso está bien para una segunda visita. Lo que ellos esperan es que los lleve a los Uffizi, el Duomo, el Palazzo Vecchio y paseemos por las calles abarrotadas del centro. Es decir, que contribuyamos a masificar todavía más el centro histórico en el que ya no cabe ni un alfiler. Le doy vueltas a este tema desde que llegué a Florencia. Es un tema que me interesa de modo especial.
Los nuevos bárbaros
El pasado mes de diciembre todos los medios locales recogieron los resultados publicados por las autoridades del sector: tras dos años de estancamiento, supuestamente motivado por la crisis económica, el flujo de turistas se había disparado. «Finalmente, hemos entrado en una tendencia positiva para nuestro turismo», declaraba satisfecho Stefano Ciuoffo, asesor regional para el turismo. Y con ese orgullo que sacan algunos políticos para ponerse medallas, añadía, «Somos quizá la región más cualificada de Europa por su oferta turística». Me permito dudarlo.
Según las estimaciones del Centro Studi Turistici di Firenze, a lo largo del año habían visitado la ciudad 12,8 millones de personas con 44,4 millones de pernoctaciones lo que suponía con respecto al año anterior un crecimiento de 2,3 puntos del número de llegadas y 2,1 del de pernoctaciones lo que en términos absolutos significaba 288 mil llegadas más y 894 mil pernoctaciones, con una media de las estancias de 3,5 días ((Toscana Oggi, 2 de diciembre). Tengo datos por ciudades y procedencias pero no sé si merecen la pena.
Como muestra de este crecimiento, a mediados de octubre la agencia de viajes low cost momondo.it, publicaba datos que eran claros sobre el proceso de desestacionalización. Durante los meses de otoño, considerados habitualmente como temporada baja, todos los aeropuertos toscanos habían experimentado un aumento de pasajeros con respecto al año anterior. Principalmente del norte de Europa, sobre todo ingleses y alemanes. Confieso que el dato me llamó la atención. Movido sin duda por un prejuicio profesional, pensaba que la inmensa mayoría de la gente que elegía la Toscana para pasar las vacaciones o, simplemente, hacer un break de fin de semana, lo hacía atraída por el arte y los monumentos. Pero, por lo visto, no es así. Al parecer la gastronomía y algunas tradiciones asociadas como la fiesta del olio nuovo atraen un buen número de personas en zonas como Pisa, Lucca o Grosseto. «Somos quizá la región más cualificada de Europa por su oferta turística» añadía el asesor regional para el turismo con ese orgullo tontorrón que suelen algunos políticos ávidos de ponerse medallas.
Claro que no todo el mundo está tan feliz con esta situación. «16 millones de visitantes anuales (ignoro de donde saca la cifra) en una ciudad de 350 mil habitantes significa 45 visitantes por residente. Insoportable» afirmaba categóricamente el príncipe Ottaviano de’Medici en un reportaje sobre Florencia publicado en National Geographic.
Me sorprende la frivolidad con la que muchos medios locales acuden al término «asedio» para calificar la presencia masiva de visitantes. «Firenze non è nuova agli assedi» escribía Stefano Cecchi en La Nazione. «Sólo que, en el pasado, los españoles de Carlos V (¡bendita ignorancia cargada de prejuicios) o los ostrogodos de Radagaiso, lo hicieron para conquistarla. Los nuevos bárbaros 2.0 sólo la quieren invadir. Invadir los espacios más famosos de la ciudad mutando genéticamente su aspecto. ¿De qué sirve resistirse a la instalación de una hamburguesería frente al duomo (en referencia al plan de McDonalds que fue vetado por el ayuntamiento de abrir un mega local en la Piazza di San Giovanni) si previamente te has bajado los pantalones permitiendo la apertura de miles de cuchitriles de pizza al taglio, miles de restaurantes de tavole calde sin alma y heladerías de plástico para los turistas?»
A comienzos de noviembre se armó un buen revuelo cuando se conoció el informe que la UNESCO había enviado meses atrás al comune de Florencia, y que éste ocultó a la opinión pública, alertando por la degradación que estaba sufriendo el centro histórico de la ciudad calificado como patrimonio mundial, de los peligros de poner en venta palacios históricos o la ausencia de una estrategia turística.
Franca Falleti, que durante más de veinte años ha sido directora de la Galleria dell’Academia, publicó un artículo durísimo el 5 de noviembre en Il Fatto Quotidiano horrorizada ante el proyecto de construir un tranvía y excavar el centro histórico para abrir paso al túnel del tren de alta velocidad (Ruggero me aseguró que no había ningún riesgo). «Cada día que pasa es una nueva humillación para la identidad cultural de la ciudad y su patrimonio único que la hace un museo al aire libre» afirmaba con rotundidad. «El programa de Dario Nardella, muy preocupado por el consumo del alcohol como si este fuera nuestro único problema, añadía, es un ataque directo al decoro y la identidad de nuestra ciudad que olvida otros muchos problemas como la suciedad en las calles, la falta de baños públicos y, consecuentemente, los lagos de orina o la plaga de los vehículos que invaden las plazas monumentales». Cuidar los edificios es importante, acababa concluyendo, pero con eso no basta: hay que proteger también la identidad de la ciudad amenazada por la desaparición, ante la desidia de las autoridades municipales, de un sinfín de prácticas y actividades. Ignoro las razones por las que esta mujer dejó de ser directora de la Galleria dell’Academia hace un par de años, pero me dio la impresión de que todo en su artículo desprendía un tufillo de venganza, amargura hacia el alcalde.
Todavía más aceradas fueron las declaraciones de Tiziano Cardosi en The Guardian del 6 de diciembre. Cardosi es un activista que actúa a través una plataforma de debate sobre el futuro de la ciudad ( www.perunaltracitta.org ) que se presenta como laboratorio político Firenze. Voci otre il pensiero único.«Florencia se está convirtiendo en una Disneylandia para gente acaudalada», denunciaba. En su punto de mira el plan para vender La Rotonda de Brunelleschi y transformarla en un hotel de cinco estrellas. «Es una ciudad moribunda, añadía, estamos construyendo hoteles solo para gente rica. Lo estamos vendiendo todo» Los florentinos ya no pueden ni comprar pan en el centro de la ciudad porque las tiendas solo venden helados para complacer a los turistas o alcohol para los estudiantes extranjeros de buenas familias que se lo pueden pagar, se lamentaba.
¿Cuánto cuestan los turistas en inversiones y servicios públicos? Se interrogaba Il Corriere Fiorentino del 14 de febrero. Y se daba así mismo la respuesta: según un estudio del ministerio de bienes culturales, los turistas producen siete veces más residuos que la media de los residentes. «Il turismo è il nostro petrolio», escribía por su parte Luigi Caroppo en La Nazione, pero «Il turismo deve essere anche tutelato» ¡Bravo! ¿Y cómo se logra eso? El ministro de cultura lanzó su propia propuesta en una reciente visita a la ciudad: hay que limitar el acceso a algunos puntos especialmente amenazados por la degradación como el Ponte Vecchio. Las respuestas no se hicieron esperar. «Y la garita con el guardian donde la meteremos, se burlaba en La Nazione uno de los joyeros que tiene su garito en el puente ante la perspectiva de perder parte de su clientela. «¿Os imagináis? ¿Cuántos sois? Siete. Un florín y adelante» El conflicto de intereses estaba servido. Mariarita Signorini, presidenta de la sección toscana de Italia Nostra, una asociación orientada a la conservación del patrimonio, se pronunciaba en el mismo diario a favor de la medida. «No es que quiera cerrar el centro histórico o poner números clausus, matizaba, pero lo que está claro, que el espacio es limitado y algo habrá que hacer.

Quien parece tenerlo claro es el sindaco Nardella pillado en un renuncio por su decisión de ocultar el demoledor informe de la UNESCO. En los últimos meses se ha prodigado en declaraciones públicas, algunas en las plazas más simbólicas de la ciudad, acompañado por esa fanfarria tan del gusto de algunos políticos italianos. “Sabemos lo que tenemos que hacer y lo estamos haciendo bien”. Por supuesto, casi nadie le cree. Su punto de mira se centra en los autobuses que llegan a diario procedentes de Roma o Livorno acompañados por un guía que conduce el ganado directamente a los tugurios de souvenirs y a hacerse la foto frente a la fachada del duomo. Queremos romper el ciclo del “eat and run” o el turismo «mordi e fuggi» como lo califican otros. “No queremos turistas como estos” concluye tajante. ¿Solución? doblar la tasa a los autobuses turísticos que entran en la ciudad. Hasta 500 euros por vehículo. «Turismo, più tasse contro l’assedio» titulaba Il Corriere del 14 de febrero. Lo que es seguro es que esta clase de medidas servirán para llenar las arcas municipales. Otra cosa bien distinta es que sirva para mejorar las cosas y disuadir a los que Nardella califica como turistas indeseados. Ya ha empezado a pasar: los autobuses aparcan en la vecina Scandicci para evitar la tasa y luego cogen el tranvía con lo que consiguen bloquearlo.

Pocos días después de que hiciera estas declaraciones, el diario La Reppublica publicaba una entrevista con Tamar Pitch, una profesora de sociología de la Universidad de Perugia autora de un libro, Contro il decoro, en el que arremete contra las políticas de escaparate aplicadas por las autoridades de la mayoría de las ciudades de arte. «La mayoría de las medidas adoptadas son respuestas fáciles para calmar las aguas pero que no profundizan en las razones de fondo. Son medidas destinadas a capturar consenso, no a resolver los problemas. El resultado es que dividen los residentes-usuarios de las ciudades entre buenos y malos». Entre estos últimos, lógicamente, están los turistas y todos los que se benefician abusivamente de su presencia.
Nardella no tardó en responder en las páginas del mismo diario: «lo que está claro es que sin recursos y el apoyo del Estado no se pueden obtener resultados duraderos». Balones fuera. Confieso que a pesar de ser un alcalde que no ha pasado por las urnas, sustituyó a Mateo Renzi cuando éste fue nombrado primer ministro, siento simpatía por Nardella, que me parece un hombre cargado de buenas intenciones. Aunque ineficaz, como la mayoría de los alcaldes que han pasado por la oficina de Palazzo Vecchio, la sede del gobierno local. Al igual que otros tantos políticos sucumbe constantemente a la tentación de echar la culpa a los demás. En su caso, al gobierno del primer ministro Mario Monti y su programa ultraliberal. Por mucho que diga lo contrario, lo cierto es que no sabe que hacer. Acepto que la solución debe ser de lo más complejo. Pero lo cierto es esto: no sabe que hacer.
¿Y qué hacen los gobernantes que no saben que hacer? Pues eso, encargar encuestas tras las que puedan parapetarse. Para que no se note mucho quien hay detrás se la ha encargado a una fundación privada con cara de rigurosa. «Il turismo a Firenze: il punto de vista dei residenti». Desconozco los recursos invertidos en hacerla pero, de lo que no tengo duda es de que las preguntas eran tan generales que el resultado me parece perfectamente irrelevante: la inmensa mayoría está de acuerdo en que el turismo causa un incremento de los precios en el mercado inmobiliario y de los servicios pero que también ofrece oportunidades de trabajo y atrae inversiones. ¡Vaya tontería, como si fuera necesaria una encuesta para saber eso! Los florentinos piensan que el artesanado tradicional y el estilo de vida en la ciudad (¡vaya usted a saber en qué consiste eso!) resulta atractivo para los turistas cuya presencia permite a los residentes ampliar sus horizontes culturales (algo de lo que tengo muchas dudas, sea en Florencia o en cualquier otro lugar: entre locales y visitantes apenas se produce interacción), que favorece la conservación de los edificios históricos (todo lo contrario de lo que piensan los activistas de www.perunaltracitta.org) y que lleva a los residentes ser más conscientes del valor de su patrimonio histórico y artístico. Aunque la distancia entre el sí y el no se acorta cuando se les pregunta si el turismo está expulsando a los residentes del centro de la ciudad (aunque sigue siendo muy mayoritaria los que piensan que sí), que congestiona los servicios públicos, que favorece la organización de actividades culturales y el orgullo de ser florentinos (fuente: “Il Turismo a Firenze, il punto di vista dei residenti). Conclusión: una pérdida de tiempo y dinero. Si de verdad quiere el sindaco saber lo que piensan los residentes, lo que tiene que hacer es preguntarles cosas concretas sobre asuntos como el tráfico, la limpieza de las calles, el ruido, la seguridad, los transportes públicos y cosas por el estilo.
Además, o así lo veo yo, este tipo de encuestas sólo sirven para constatar la división de la población entre los que se benefician del turismo (como el joyero de Ponte Vecchio) y los que lo sufren. En Barcelona, donde el turismo masivo está siendo estos años objeto de un debate ciudadano feroz (la alcaldesa Colau fue elegida con el compromiso de ponerle coto), lo sabemos bien. Y sino que se lo cuenten a los propietarios de los 5.755 apartamentos (que, por supuesto, son muchísimos más) registrados en Airbnb y que se han dado cuenta de que alquilar sus pisos por días a los turistas produce tres veces más beneficios que hacerlo a los residentes. Les trae sin cuidado que el centro histórico de Florencia, como el de todas las grandes ciudades, se esté despoblando mientras sus cuentas corrientes sigan engordando. Eso de la gentrificación, de que tanto hablan ahora los progres de pacotilla, les suena a música celestial. Y son tan residentes como cualquiera. Claro está, a quienes no les trae sin cuidado es al gremio de los hoteleros, un grupo de presión siempre poderoso, que han visto como las suyas de adelgazaban. Eso sí, ni un punto de autocrítica sobre el estado infecto de algunas de sus instalaciones y la bajísima calidad de sus servicios. Y, creedme, sé de que hablo. Aunque en este punto, tengo serias dudas de que los apartamentos turísticos sean mucho mejores. Tuve ocasión de ver el que alquiló Julia Asencio –¿Fue Eleonora una influencer?-. ¡Ni loco me metía ahí! Fiel a su estilo, Nardella anunció a bombo y platillo que tenía la solución. En enero presentó el acuerdo alcanzado con la empresa como una victoria rutilante. ¡Veremos en qué queda!
No tengo la menor idea de por dónde pasa la solución. ¿Por encarecer los precios y disuadir así a potenciales visitantes con menos recursos? Eso no sería otra cosa que poner la cultura sólo al alcance los más favorecidos. ¿Por limitar el acceso a determinados lugares como sugería el ministro Franceschini? Eso podría ser útil para los museos y monumentos pero no evitarías la ocupación masiva de las calles y plazas. Además, eso es innegable, en los últimos años es mucho lo que se ha mejorado en este sentido. Desconozco si esa necesidad de control y tutelaje es la que ha llevado a nombrar dos alemanes para dirigir dos de los principales museos de la ciudad: Cecilie Hollberg para la Galleria dell’Academia y a Eike Schmidt de la de los Uffizi. Una decisión que, inevitablemente ha desatado las pulsiones localistas. Empezando por las del sindaco. «No hacía falta que llegara una directora de museo de Alemania para decirnos cuales son las prioridades de la ciudad» (xenofobia en estado puro) declaró en agenziaimpress.it como respuesta a la denuncia de la primera por el escaso control policial de las largas colas que se forman delante de su museo. «Sobre todo espero que no aumente el precio de las entradas porque la cultura no debe ser elitista sino abierta a todos» Vaya, que a Nardella le parece bien el aumento de tasas cuando las recibe él pero muy mal cuando se benefician otros.
Estoy seguro de que en pocas ciudades del mundo se habrán creado tantas asociaciones para proteger el patrimonio artístico como en Florencia. Una de las últimas es Save Florence promovida por Ottaviano de’Medici que ha publicado un documental de lo más alarmista sobre la degradación de la ciudad. En él aparece su promotor, que se tiene por el último descendiente de la ilustre familia, aunque en realidad proceda de una rama muy secundaria de la misma, formulando su receta: poner en valor tantos lugares maravillosos como ofrece la ciudad y que apenas son visitados por estar fuera del circuito que ofrecen las guías y agencias. En esto estoy completamente de acuerdo con él. Lo comprobé una vez más hace unos días cuando visité la iglesia de San Salvi. «Hay que sustituir al turista depredador por el viajero» afirma convencido. Pero, a ver quién es capaz de convencer a un japonés que es la primera vez, y seguramente la última, que visita la ciudad de que no se haga la foto en Ponte Vecchio o frente a la fachada del Duomo.

Desde luego, yo no fui capaz de convencer a mis amigos. Así que nuestro programa incluyó todos los puntos más característicos de la ciudad. Esos que constan en las guías turísticas como ¡imprescindibles! Visitamos los Uffizi y nos detuvimos ante los cuadros más famosos; entramos en el Museo del’Opera del Duomo y nos extasiamos frente a la Porta del Paradiso haciendo ver que capaces de distinguir el original de la copia que se encuentra en el Battistero; subimos por las claustrofóbicas escalinatas que conducen a lo alto del Cupolone (no sé si debo avergonzarme o enorgullecerme pero lo cierto es que nunca antes lo había hecho) y admiramos la impresionante vista que desde él se divisa; nos encaramamos hasta lo alto del Campanile de Giotto (había que aprovechar la entrada) a donde llegamos con la lengua fuera; tratamos de localizar la baldosa que indica el lugar donde ardió el pobre Savonarola en la Piazza della Signoria y, claro está, dedicamos un par de horas al Palazzo Vecchio, donde recorrimos las habitaciones de Eleonora y tratamos de encontrar el estandarte con la inscripción «chi cerca trova» en el Salone del Cinquecento; y no tuvimos reparo alguno en contribuir a la degradación del centro histórico, paseando (es un decir) por la abarrotada via dei Calzaiuoli.
¡Cómo unos turistas más! ¿O quizá debería decir como unos bárbaros invasores? Espero que el príncipe Ottaviano me perdone por ello.